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 “No llega nunca la hora que una
bella ilusión, se vuelva fea”
Yasunari Kawabata (Kioto)

Amada mía,

Pasada la tormenta del encuentro perversamente fugaz, me he dedicado a armar el recuerdo como si fuere un puzle que no hemos de utilizar por mucho tiempo. Dándole lustre antes de guardarlo en ese cofre que custodia mis tesoros más preciados, los recuerdos vividos.

Sé que acordamos atesorar el recuerdo y seguir adelante, sin que los sentimientos dejados por esa mágica noche nuestra nos deje prisioneros de ella.

Pero, cariño, decirlo es más fácil que hacerlo y sabes, creo que seríamos un poco mezquinos con nuestro recuerdo compartido si no nos repasamos lo vivido. Siento desde el crudo despertar en la soledad del lecho abandonado del amor, que nos falta siquiera por una vez contarnos el hechizo, tan sólo para que no quede aislado en cada uno de nosotros y sea, el recuerdo también, un acto consumado de a dos.

Amada, cómo podría dejar de recordar cada detalle, desde el mismo momento que confirmaste tu llegada, tan sólo por esa noche, producto del viaje que te traía de paso hacia Buenos Aires para ese Simposio bendito que nos había dado la posibilidad de concretar el sueño largamente acariciado de que los cuerpos unieran lo que las almas hacía tiempo compartían.

Nunca creí posible el milagro sino hasta que recibí tu llamada ratificando tu horario de llegada y la partida a la mañana siguiente recién nacida. Cuánto tiempo fue, amor? Seis horas, diez tal vez? Ahora es cuando el tiempo, el tiempo ese misterio, pierde todo sentido y explicación, porque esas horas tuvieron tanta magia y encanto, tanto amor y dolor, como no podríamos vivir en toda una vida.

Déjame recordar, amada mía, cada uno de los detalles. Para mí y para ti serán la manera de revivir lo que vivir nuevamente no nos he dado.

Recuerdas que todo comenzó cuando me comentaste como al pasar lo del Simposio internacional en Argentina, para el que habías postulado sin mayor esperanza ni entusiasmo. Que enterado me puse a buscar cuanta información había, con la idea loca ya instalada en la cabeza, de lo que tal vez tu no imaginabas.

Ahorro detalles, amor, pero vaya sorpresa cuando pude conseguir concretaras el viaje. Sólo me quedaba hacer que la escala en Montevideo fuera posible, retrasando el arribo a Buenos Aires unas horas. Tal parece que cuando nos proponemos algo, nada resulta imposible.

Así fue que, casi sin habérmelo pensado en serio, sin asimilar aún del todo que el sueño podía ser realidad, me llamaste para confirmar tu llegada. Amor, llego el Viernes a las 19 horas tuyas!, me dijiste, con los pájaros de tu voz echados a volar. Aún me dura la caricia en el oído que me produjo escucharte, sin dar crédito a lo que oía. Cuando comprendí que no estaba soñando, que todo era cierto y que lo que sonaba a delirio afiebrado de amantes imposibles, era la realidad que golpeaba a mi puerta y me decía: Oye, aquí está lo que tanto querías, ahora que has de hacer?

Esos días que me separaban del viernes señalado fueron para mí los más cortos y más largos de mi vida. Cada detalle del plan debía estar cuidadosamente estudiado, verificado, pensado, acordado. Nada al azar. A la oportunidad la pintan calva, me dije, y no has de fallar. Es toda tu ilusión y la de tu bendita amada la que está en tus manos.

Fue ese tiempo el que me dio la idea de alquilar la Cabaña junto al mar – con la rompiente allí nomás en las rocas- confortable y acogedora, pensado refugio para el amor largamente presentido. Desde que la vi, en cada piedra, cada madera,-me dije-  ésta auténtica Dacha fue hecha pensando en nosotros dos. Cada detalle, amor, para lo que sería una noche única, porque sería la única, pero única además porque se nos hacía que seguía siendo un milagro y no teníamos el mínimo derecho a arruinarlo ni dejarlo pasar.

El estar debidamente amoblado, los sofás enfrentados a la gran chimenea que habría de albergar un poderoso fuego, encargado de caldear el duro invierno de fuera y acompañar el calor nuestro. La mullida alfombra que apagaba los ruidos, dejando al mar martilleando las negras rocas de la noche, como mudo testigo del encuentro. El altar amoroso abrigado de sedas blancas que ansiaban el contacto del marfil de tu piel.

La cena debía ser como la noche, única y especial. Nada de improvisar, debería encargarse acorde a esos gustos puntillosamente investigados. Esa presencia merecía ser acompañada por el mejor vino, Cava Brut helado como te gusta, y ese champán que tanto había postergado, porque mejor ocasión mi espíritu ignoraba.

Qué magia habría sin las flores que acompañaran el esplendor de la belleza femenina esperada, ansiada como nunca antes, sabedor era ahora un sueño que la realidad se encargaría de darle caza. Rosas. Rosas rojas, amarillas, ambas? Y velas, sólo varias velas encendidas, perfumadas velas y el fuego para iluminar lo necesario, lo demás sería la pasión la encargada de ponerle luz. Y el incienso amor -me dijiste-, no os olvidéis, sándalo y mirra. Cómo habría de olvidarme, allí estarían, mirra y sándalo. Y la música, pensé cada vez, debo sorprender sus sentidos con esa música especial que presiente la estará esperando. Deberá ser una música que cuando la oiga sienta que fue compuesta, tocada y cantada para ella, sólo para ella. Gustos indagados, conversados, compartidos. No podía fallar como creo no haberlo hecho.

El remise. Debería contratar un remise que te recogiera en el Aeropuerto y trajera directamente al encuentro de la magia juntos. Nada de ir a buscarte. Deberías ser recibida como la Reina que eres, conducida como tal hasta su altar, y entrar a tu reino bajo palio, como soberana de mis anhelos que eras, lo eres. También eso fue debidamente planificado, para que los apenas cincuenta minutos que nos separaban, sirvieran para el descanso del largo viaje, el relax preparador y la renovada expectativa por el encuentro. El mismo Remise odiado que con la mañana en lucha con la madrugada, había de venir a arrancarme tu presencia, mojados ambos en el dolor de esa despedida, sabida, aceptada, pero inevitablemente dolorosa que habíamos aceptado soportar como parte del precio a pagar por el maravilloso regalo del encuentro tantas veces soñado.

Había invocado desde varios días antes a todos los dioses del universo y los hados del tiempo para que aquella noche, nuestra noche, misterios del milagro concedido, hubiere luna sobre el mar y el frío fuere un invitado a quedar a la puerta, guardando el calor envolvente del fuego amigo que nos invitaba a pasar.

Había previsto todo para que nada me importunara, de manera que temprano en la tarde estuve preparando cada detalle, con los nervios y la ansiedad creciendo dentro mio, como un monstruo que amagaba ahogarme. Las dudas que empezaban a asaltarme. Y si hay un retraso? Si hay demoras en los trámites y llega demasiado tarde?

Y la larvada, porfiada pregunta que tantas veces nos habíamos hecho, desde que lo soñado había amenazado en trocar en realidad. Qué sucedería si tú ó yo, mi amor, viejos conocidos de secretos lejanos largamente compartidos, sentíamos la puñalada traicionera de la decepción del ideal partido? Era también un riesgo, que no nos animábamos a asumir en voz alta, pero que una vocecita interior se encargaba de traerlo una y otra vez. Y si resulta que no es? Amor, tú lo pensaste  y sabes, muy a mi pesar, yo también lo pensé pero decidimos juntos que ese era otro riesgo a asumir, otro precio a pagar en pos del premio mayor que nos esperaba, el de la piel compartida.

Y el día llegó, como todo en la vida ha de llegar algún día. Había pasado una noche ligera, nos habíamos hablado antes cuando te aprestabas a tomar el vuelo, olvidada de Buenos Aires y con nuestra Dacha en la cabeza y el corazón. Cuando logré zafar de los mínimos compromisos mañaneros emprendí un rápido y ansioso viaje a la orilla del mar que nos habría de reunir.

Repasé una y otra vez mentalmente cada detalle planificado. Lo hice nuevamente en la Dacha, como se me ha ocurrido imaginarla de aquellas lecturas de los clásicos rusos que juntos adoramos. Todo estaba en orden.

Apenas habían pasado quince minutos de la hora estimada, cuando recibo en mi móvil una descarga que me pareció de corriente eléctrica. Eras tú, tu maravillosa voz tan maravillosamente cerca, que ignorante del cansancio del viaje, me gritaba al oído, -Amor, ya llegué, estoy saliendo para allí-. El corazón me dio un vuelco, amenazó quedarse mudo para siempre pero se habrá dicho, vamos, no vas a quedarte ahora con lo que tienes por vivir!

Recuerdo, amor, lo larga que me resultó esa hora entre tu llamada y aquella bocina acordada como parte del servicio, que al inicio del camino de grava que terminaba su destino en la puerta presta a abrirse, habría de avisarme de tu llegada. Cuando sentí el sonido repetido tres veces, nuevamente el corazón pegó un brinco para el miedo, y corrí presuroso a colocar la cadena de música preparada para acompañarnos las siete? Ocho? horas de anhelando encuentro. Un último vistazo a la mesa de rojo mantel, las velas encendidas, el fuego en la chimenea, el Cava en la hielera y Vinicius susurrando.

Y luego el torbellino, mi amor. La puerta que se abre ante tu primer llamado, los ojos tan intensamente soñados que se cruzan y reconocen, los brazos que renuncian a la espera y pugnan por un interminable abrazo y los labios adivinados que se buscan para iniciar un romance para toda la noche.

Apenas un momento para admirar tu soberbia presencia, tu esplendorosa sonrisa que me pareció a mí, iban a apagar las velas trabajosamente encendidas, la piel de tu abrigo –envidioso de la piel que envolvía- y ese pedido, imaginado, delineado vestido negro de interminable escote con delgados breteles encargados de tan preciosa carga. Tus maravillosas piernas ligeramente separadas, enfundadas en negras medias de seda, rematadas en los altos tacos aguja largamente amenazados. Tus cabellos arremolinados, negros azabache cayendo en cascada sobre tus hombros desnudos.

De esa cada vez más mágica noche, ese fue el momento que decidí guardar como la cereza que adorna el postre. Tu curioso y elegante caminar encima de la envolvente alfombra y tu comentario pícaro, envuelto en esa sonora carcajada que me abriga en mis noches de frío. Pensaste en todo, amor!

Lo demás, mi amor, tú lo recuerdas y a mí me duele. Te dejo a ti rememorarlo si puedes hacerlo. Déjame decirte antes de terminar ésta carta que tiene un poco de rescate para la memoria y un mucho del vacio lacerante que me desgarra las entrañas, que por ese porfiadamente breve momento, fui todo lo intensamente feliz que un hombre puede serlo, y que ese momento vive en mí, guardado en lo más profundo, para ser llevado conmigo donde los sueños dejan de ser memoria.

Apasionadamente tuyo.

  

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