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ESTRELLA DE PAPEL (EL ENGAÑO)

El engaño es como una estrella de papel: fulgura como tal, tiene la apariencia correcta, nos ciega con su luz, es persistente, no tenemos dudas de lo que es, desafiamos a quien la cuestione, pero sin embargo es todo un espejismo.   

¡Claro que sí! El amor es eso: una estrella falsa. Nos hace sucumbir. Nos convierte en débiles almas que solo piensan en rendirse, en ser esclavos de los deseos del otro.  Darse por completo, sin reticencias, sin importar lo que a uno le suceda: ¡qué tontería! ¡Qué estupidez! Lo descubro en esta etapa me mi vida, cuando mi cuerpo ha soportado setenta inviernos y mi espíritu juvenil ha perecido. Ahora lo sé: el amor no se da entre iguales. Siempre alguien ama más que el otro. No es una balanza equilibrada sino sesgada. Yo amé sin límites y tuve por mucho tiempo mis merecidos grilletes.    

Las sombras de mi pasado me rodean como gárgolas de piedra desprendidas mágicamente de una gótica basílica, con la única finalidad de arrastrarme hacia lo que quieren mostrarme. Sus garras son tenaces, no puedo resistirme. Las imágenes se abren paso a través de la niebla de mis recuerdos. ¡Están allí! ya las puedo divisar:   

La segunda guerra mundial acababa de terminar y el mundo despertaba de una pesadilla, de una dolorosa pesadilla. Los seres humanos solo buscaban recomponer sus destrozadas vidas. Europa lentamente comenzaba a reconstruirse de las cenizas, como el ave fénix de la mitología. Esqueléticos edificios se erguían por doquier, escombros los rodeaban. De esa desolación, sombras se materializaban, emitían sonidos humanos, aunque en su aspecto parecían fantasmas. Eran los sobrevivientes de la posguerra, miles por todas partes.

Yo, como muchos de los soldados norteamericanos, fui destinado a Núremberg, Alemania, en donde se desarrollarían los juicios de las potencias vencedoras a los jerarcas nazis, entre ellos Herman Gering, el segundo después de Hitler. La prensa mundial estaba allí, al igual que la miseria del pueblo vencido.

― ¡Una hogaza de pan, por favor!

Me di vuelta y reposé mi fusil a un lado de mi pie izquierdo. La imagen me petrificó, casi no podía respirar. Una joven mujer, de mi misma edad, veinte años, calculé. De brillantes ojos azules, tan perfectos que las diosas griegas se sentirían humilladas. Sus cejas, finamente puntiagudas se unían delicadamente en su ceño, me daban la sensación de no ser real, debía estar dormido en mi barraca. Su esbelta silueta, inclinada en sumisión, me hizo incomodar. ¿Qué tenía yo de especial, además de un fusil y de ser parte de la fuerza ocupadora? Sí, lo sabía: solo eso evidentemente. Nada más. En esos años, solo era un desgarbado soldado estadounidense, de pelo castaño, ojos marrones, más comunes que mi tierra natal, Arkansas, y de una sonrisa nada contagiosa. Para qué mentirme, solo era un joven más, del montón, nada me hacía sobresalir. Si esa hermosa mujer imploraba algo, era porque realmente lo necesitaba: “de seguro, no era para seducirme”.

Tomé varios atados de cigarrillos que tenía en mi mochila y se los di. Era como dinero en efectivo en aquellos tiempos, porque lo podían cambiar en el mercado negro por provisiones extras. Se los deposité en sus suaves manos. No esperé su gratitud y me marché. Sabía que una mujer tan hermosa no se fijaría en mí, sino tuviera esos bienes tan preciados. Estaba acostumbrado. Nadie se fijaba en mí. Cuando era niño, solía esconderme al ver llegar visitantes al rancho de mis padres. Era instintivo, lo hacía sin pensar. Padecía una timidez abrumadora. Jamás pude superar ese sentimiento de huir, de esconderme, de no ser notado ni percibido. Por eso me uní al ejército. Allí el soldado es un número, un ente, algo que suma o resta: “efectivos incorporados o bajas en la batalla” solía leer en los partes de guerra. Eso me permitía sumergirme en la oscuridad de mi ser. Eso era para mí la vida, una carga insoportable.   

Continué mi camino y la joven mujer me seguía. Algo andaba mal. ¿Qué quería de mí? ¿Más provisiones? Apresuré el paso y ella continuaba allí. Me detuve, apoyé nuevamente mi fusil sobre mi pie izquierdo. Algo de alemán sabía, y le dije:

¡fräulein, qué desea de mí! ―Mi voz sonó firme y autoritaria, muy brusca; por supuesto que contra mi voluntad: ¿cómo podía maltratar esos bellísimos ojos! Pero debía hacerlo. Nos habían instruido que tratáramos así a la población local.

―No tengo a donde ir ―me dijo en perfecto inglés. Eso me sorprendió.

―¿Sabes hablar mi idioma?

―Somos un pueblo muy culto ―me respondió con cierta soberbia mientras acomodaba su lacia cabellera rubia, con una elegancia inusitada.

―Ok, entiendo ―respondí con calma y al mismo tiempo, con felicidad. Por lo menos, podía hablar con ella. Me arrodillé ante mi destino, hasta ese momento, aciago.

―Ven.

Ella me siguió. ¡Por Dios! Qué expuesta podía estar una joven mujer alemana. Yo era un perfecto desconocido con quien sabe que oscuros instintos y sin embargo, eligió confiar en mí. ¿Tal vez vio en mis ojos el evidente vacío de odio y lo repleto de soledad? No lo sé.

La conduje a un hospedaje para extranjeros: me costó la paga de un mes. Me fui con la idea de no verla nunca más. De regreso me pregunté “¿por qué lo hice? ¿Ayudar a una completa desconocida?” Tal vez vi en sus ojos mi misma soledad, amargura y desolación. Un espejo de lo que yo era.

No tardé en darme cuenta que no la podía sacar de mi cabeza. Todas las noches, cuando la guardia me lo permitía, la observada desde la esquina hasta que ella apagaba la luz de su habitación que se reflejaba a través de la ventana. No esperaba nada, estaba acostumbrado a eso. Regularmente le hacía acercar, con un subalterno, alimentos y algo de dinero norteamericano. 

No sabía cómo se llamaba. ¡Ni siquiera eso! A ese extremo de timidez llegaba. Me conformar con poco: solo con saber que estaba bien.  Una noche paso algo increíble, casi cercano a un milagro.

Ella me divisó a través de la ventana. Apagó la luz y luego salió al exterior. Vino hacia mí. Me tomó de la mano y me llevó hacia su habitación. Suavemente me acarició el rostro, algo que no estaba acostumbrado. Tiernamente revolvió mi pelo y con una voz muy sensual me dijo:

―Sé que eres tú el que me protege. Ahora yo velaré por ti.

Hicimos el amor como jamás lo hubiera imaginado. Me entregué por completo.  Era tan hermosa que me parecía un sueño. Nuevamente los filones de mi desconfianza volvieron a hostigarme. ¿Qué querrá de mí, más provisiones o acaso le intereso? En el fondo, eso no me importaba. Desde ese instante supremo, me coloqué los grilletes del amor. Esos pesados y retorcidos símbolos del amor eterno. Porque fue así, la ame sin límites. Cuando oí por primera vez su nombre, enredados entre las sábanas y sus bellas piernas, no me lo borraría jamás: “Gretchen”. Mi nombre es Peter, le dije luego. Casi fue un insulto a ese maravilloso nombre de mi amada. 

Los días fueron convirtiéndose en semanas y meses. Hablamos mucho de nuestros sueños, aspiraciones. No me contó mucho de su pasado y lo entendí, nadie quería recordar eso. Además, de seguro la mayoría de sus parientes y amigos, o estarían muertos o encarcelados. Solo mirábamos hacia adelante. Pero todo debe tener un final. Los juicios en Nurenberg habían concluido y debía regresar a Estados Unidos. Tomé una decisión muy importante, le pedí que viniera conmigo y luego nos casaríamos; ella aceptó y mi felicidad no tenía límites.   

Cuando llegué a mi país, descubrí algo que me destrozó el corazón: ella había encubierto a un hombre en el viaje. Debía ser su amante. No cabían dudas. Cuando la increpé no lo negó: me confesó que era la única forma de salvarlo. El engaño me dolió mucho. No cobré venganza y los dejé partir. Creo que se establecieron en Dakota del Norte; no lo sé en realidad.

No soy un hombre vengativo y además, los meses que viví con ella fueron los más hermosos de mi vida. Siempre me conformé con poco y en esos meses tuve mucho: el amor de una hermosa mujer. Eso bastó para justificar toda mi vida aunque solo fuera una estrella de papel. Por eso no creo en el amor entre iguales. Fui un esclavo todos estos años, preso de una ilusión, de un espejismo. A penas una simple gota en el inmenso océano cuya ausencia no afectaría el  Atlántico.   

Esta mañana he recibido una carta que me ha sorprendido mucho. No la he abierto aún. Es de Gretchen. ¡Después de tantas décadas! ¿Qué querrá? ¿Dinero? Jamás puede quitarme estos grilletes. Estoy enamorado de ella a pesar de mi edad y de lo que me hizo ¡Qué estúpido soy! ¡Qué decadente! Me doy lastima. Estoy tan acostumbrado a ser pisoteado que ya no reconozco la sucia bota que lo hace. ¿Qué querrá ahora?

“Peter. Ahora puedo decirlo porque han pasado muchos años. Antes no. Ese hombre era mi esposo. Hace dos semanas falleció. Nunca tuvimos hijos. Yo no quise. No fui feliz. Lo respeté, eso sí. Algo extraño pasó cuando te conocí. Aunque no lo creas, y no pretendo que lo hagas, me enamoré de ti como jamás puede pensar que lo haría. Jamás te olvide. Ni un solo día de mi miserable existencia dejé de pensar en ti. Algunas veces, viajé a Arkansas y te observe desde lejos, en tu rancho. Te veías triste. ¡Cómo hubiera deseado abrazarte! Amarte. No era posible. Mi corazón murió antes que el de mi esposo. No te escribo esto para torturarte, solo para que sepas que fuiste amado, muy amado, por una mujer que hubiera dado mil veces su vida por salvarte de la soledad que vi en tus ojos, allá, a lo lejos, en Alemania. Debí ser más fuerte, debí luchar por mi amor, ahora lo sé y estoy arrepentida. Adiós amor mío y perdona por lo que te hice sufrir.

¡Oh Dios! ¿Qué es esto? ¿Qué retorcido destino me ha puesto esta disyuntiva en el camino? ¡Todos estos años de soledad y resentimiento! Los dos hemos sido víctimas de un mismo amor. ¿Será tarde para comenzar? ¡Aún estoy vivo, no me entregaré! Casi no puedo respirar. Debo hacer algo, debo cambiar mi destino. ¡Sí! Lo haré. No es tarde todavía.  

Este autobús es incómodo, hace dos días que viajo en él pero no me importa. Voy hacia un destino. Voy a decirle que la amo; no me importa cuántas arrugas hayan golpeado su rostro, que su silueta no sea la que conocí, que sus ojos, azules brillantes se hayan tornado apagados, no me importa nada. Hay una pequeña luz en mi horizonte. Las estrellas, otrora, frágiles astros de papel, ahora son reales, son las estrellas con que alguna vez la amé; esa misma luz brillará ahora, en su rostro y en el mío. Ya no puedo esperar. Ya no puedo ser paciente, ella estará conmigo. Un nuevo resplandor me golpea el corazón, ya falta poco para llegar a destino. ¡Qué se dé prisa el autobús!

 

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