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Tus manos rozaron mi cintura, cuando tus labios se abalanzaron sobre los míos, nuestros cuerpos empezaron a moverse siguiendo el ritmo que se iba acelerando de nuestras palpitaciones, la necesidad física se iba derramando por las sábanas y el aire se llenaba de bocanadas de placer.

La luz ya desenfocada que entraba por la ventana de aquella noche de invierno iluminaba el torso desnudo de aquel chico, desgarrando mi garganta anunciando en forma de gemido mi desprendimiento de la realidad, traspasando fronteras, acogiéndome a la libertad, olvidándome de todo aquello cuando soy, llegue a la cima más alta donde aquel placer físico me daba la razón, no había mejor sensación.

Más tarde apoyada en aquel pecho y sin mediar palabra, sonreí, fue la sonrisa más larga desde hacía muchos meses.

La noche se hizo corta, en los primeros rayos de sol nos separamos para no volvernos a ver, volvía de nuevo a mi vida, volvía de nuevo a la realidad, a la estabilidad que sostenía los cimientos del hogar, no de mi felicidad.

Hoy en el final de mi vida, esa noche es la que más me hace sonreír.

La vida es la lucha eterna entre lo que está bien y lo que no, pero esa lucha por mucho que lo intentemos nunca tendrá un claro vencedor.

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