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Ir a: La Biblia, palabra de Dios… ¿o de los hombres? (“Seguiré viviendo” 63a. entrega)

Decía mi abuela que la leche era cada vez más ácida, que los periódicos hacían cada día la letra más pequeña, que los bombillos cada vez costaban más e iluminaban menos. Cuando yo la veía acercando y alejando los textos de sus ojos, sin poder ver con nitidez los caracteres, entendía que la culpa no era del periódico, sino de su presbicia.

Y probaba la leche y era la de siempre. No era la leche, sino sus chocheras. Le decía: «Abuela tus papilas gustativas se chiflaron». Porque todo sin haberle variado la receta, siempre le resultaba diferente. Todo le parecía insípido, salado o excesivamente dulce; muy frío o muy caliente. Pese al esmero con que le cocinaban, en su punto no encontraba nada. Y lo grave no era que no le gustara, sino que no comiera. Cada vez los huesos se le notaban más, por eso optamos por comprarle suplementos proteínicos; pero el rechazo de su paladar tampoco les dio tregua. Hasta los medicamentos que le formulaban le ocasionaban, según ella, los mismos síntomas que debían calmarle. Viendo que todo la afectaba, opté por decir, con son burla, que a mi abuela hasta en foto la comida la enfermaba, y que su lamento siempre se conocía antes de que apareciera el estímulo molesto…

Tanta fragilidad contrastaba con mi fortaleza inmune a la enfermedad y al envejecimiento. Hoy tengo una percepción menos altiva. Ya quisiera disfrutar ese estado deplorable, mucho mejor que el que me agobia. Cosas de juventud que nos hacen creer indestructibles. Pero la naturaleza tarde o temprano a todos nos transforma. Los años no me pesaron en cuanto estuve sano. Pero con mi enfermedad brotaron las flaquezas. Tal vez fue en la endoscopia cuando por primera vez percibí mi vulnerabilidad. Ese procedimiento siempre tan tolerable, resultó un calvario la última vez que me la hicieron; como un presagio de su resultado. El anestésico local obró muy poco y mi tensión rebasó todo su efecto. La hemorragia y el maltrato precedente también contribuyeron. Recuerdo el paladar chocando contra el endoscopio en respuesta a las náuseas pertinaces, y un ciclo sin fin de arcadas y dolor. La enfermera insistía en que no pasara la saliva, ni mordiera el tubo; el médico entraba y sacaba el aparato en un intento por tener una visión más nítida. Todo era infructuoso; él repetía que yo no le colaboraba y que la sangre no lo dejaba ver. Los repetidos movimientos del endoscopio me causaron un malestar extremo. «Toca sedarlo», dijo por fin, apiadándose del sacrificio inútil. Entonces se interrumpió la endoscopia hasta que la enfermera me cogió la vena. En minutos el medicamento obró su cometido.

Desperté tranquilo y bien arropado en una cómoda camilla. Cuando la enfermera se acercó pregunté por los hallazgos del examen. Se negó a responder y me dijo que el médico me informaría en detalle. Pero no fue así. Fue evasivo, aunque me explicó que la lesión no tenía el aspecto de una úlcera corriente. Sugerí entonces que fuera un cáncer gástrico. Pero él siguió encubriendo su sospecha: «Sin el resultado de la biopsia no puedo adelantarle nada». Esa ansiedad por conocer el resultado contrasta con la indiferencia con la que vemos todo lo que ya es historia –hoy es tan natural... como si nada–. En ocho días entregaron el informe. El diagnóstico fue el que suponía. Con interés casi académico quise seguirle la pista al tumor desde el comienzo, pero las manifestaciones en nada me ayudaron. Tal vez el primer síntoma fue el fuerte dolor en la boca del estómago, pero también pudo ser el recrudecimiento de las nauseas. ¿Y cómo precisarlo cuando por años las molestias gástricas me habían atormentado?

La cuestión es que hubo un momento en que la gastritis inocua se volvió letal. Acostumbrado a la benevolencia de mi estómago y confiado en la «gastritis crónica antral» de todos mis exámenes, un día me olvidé de los controles. Así le conté mi desidia al médico cuando me dio el dictamen, acaso para que inútilmente se lamentara mi conciencia, tal vez para exonerarlo de toda responsabilidad; aunque jamás lo hubiera culpado de mi negligencia. «El estómago –me dijo– nos avisa todas sus enfermedades con los mismos síntomas, igual se manifiesta una gastritis que un tumor maligno. En materia de diagnóstico nada es estricto, bien puede ocurrir que entre los muchos síntomas que suele dar una enfermedad, sólo uno se presente; por el contrario, a pesar de encontrar el espectro sintomático completo, la enfermedad puede ser otra, diferente a la que imaginamos. Es más, existen pacientes sin síntomas a pesar de sus dolencias avanzadas».

Presupuesté la muerte desde que la reconocí como una amenaza verdadera. Fue en tiempos de juventud y vida saludable. No había sido una obsesión, pero si un pensamiento permanente que me había impedido aferrarme  a la vida desesperadamente. No me había atormentado, apenas me había hecho consciente de mi temporalidad. Finalmente había llegado el momento de poner a prueba tanto adiestramiento. Oyendo hablar al médico pensé que por fin sabría si el duelo hipotético de antaño frente a mi propia muerte serviría de algo. Tras la confirmación por el especialista sentí mi pecho ocupado por una sensación desagradable, pero sin pánico, ni desconcierto. Era un sentimiento tolerable. Me sujetaba al guión por mí trazado. Cuando salí de la consulta le pedí a Eleonora que me dejara solo. Comencé a caminar sin rumbo, concentrado en mi mundo interior. Instintivamente guiaba mis pasos, paraba en las esquinas, evitaba a los transeúntes, me cuidaba de ser atropellado.

¡Qué paradoja!, aún esquivaba una muerte bajo ruedas, aún cuidaba un bien que ya estaba perdido. Pero aquélla no era más que una conducta refleja que ya no tenía sentido. Si hubiese sido consciente tal vez hubiese propiciado un accidente. «¿Cuánto me queda?». El médico no se comprometió con plazos. Lo importante era que no mostraba aún agotamiento. Había vivido de cerca el cáncer en algunos familiares, sabía como se comportaba. Recordé a los amigos que me habían antecedido, «¿Me reuniré con ellos?». Pensé en Édgar y su pánico al enfrentar la muerte, en Daniel y su esperanza indoblegable, en Andrés y su furia con el mundo, en Enrique y su misticismo repentino, en Gabriel y sus deseos suicidas.

La enfermedad me volvió inicialmente temperamental y menos predecible. A veces era duro y me exasperaba fácil, otras infinitamente comprensivo y melancólico. Nunca me había gustado sentirme derrotado, quería llegar al sepulcro con la frente en alto. Alentado por mis allegados llegué a albergar una instantánea intención de rehuir la muerte. ¡Qué cosa más absurda! Sus buenos propósitos me persuadían, pero sus argumentos creo que ni a ellos convencían. Me hablaron de curas milagrosas y llegaron a recomendarme sanadores.

Pero la parca llega sin remedio. Así que me dije: «¿Qué sentido tiene sortearla ahora? Si hoy la esquivo, no la evadiré mañana». Convencido de que inevitablemente llegaría, concluí que posponerla no era victoria sino cobardía. Así que la asimilé y comencé a planear los días postreros.

Luis María Murillo Sarmiento

Ir a: Amantes platónicas y amantes mundanas ("Seguiré viviendo" 65a. entrega)

Seguiré Viviendo“Seguiré viviendo”, es una novela de trescientas cuartillas sobre la muerte. Un moribundo  enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión se ha venido publicando por entregas.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)
http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

 

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