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Para todas las religiones es el cielo (“Seguiré viviendo” 17a. entrega)

José siempre soñó con llevar una vida sibarita. Sentía una propensión instintiva e intelectual al placer; pero los placeres los gozaba de forma contenida, y no era extraño que los aplazara por otra prioridad o por pereza. Explicaba que era cuestión de oportunidad, no de templanza. Intelectualmente hacía soberbias disertaciones defendiendo la satisfacción de los sentidos y encumbraba el goce erótico desafiando los cánones establecidos. Infidelidad y amantes gozaban del amparo de su pluma. Sin embargo el comportamiento de José no le seguía el paso a sus razonamientos. Su epicureismo era un modesto fulgor del hedonismo que destilaban sus escritos. Divorciado, con una actividad rentable y con una hija emancipada que ya no le demandaba ni tiempo ni dinero, José contaba con las condiciones ideales para la consumación de sus pasiones. Pero entre el epicúreo que predicaba y el que era, había una significativa diferencia.

Reconociendo la licitud de todo tipo de placeres, los suyos eran las artes, la literatura, la música, la buena comida, las mujeres y los viajes. Para otros era vivir consumidos en excesos. Por eso Joaquín le demandaba más desinhibición y más atrevimiento. José le respondía: «Gozar de libertad no implica hacer todo lo permitido, sino aquéllo que la voluntad desea; con el placer pasa algo semejante. Mi satisfacción reside en contar con el derecho, así nunca lo ejerza». Y añadía que el concepto de placer debía ser suficientemente amplio para que abarcara las necesidades de todas las personas: «Sólo admito por límite el daño ajeno. Que se tolere el placer al punto que tú, Joaquín, puedas ser feliz con tu goce desmedido, y yo con mis moderados desenfrenos». Pero de sus gozos, la mayoría eran laudables; otros como la gula, indiferentes; y sólo unos pocos criticables, particularmente los que con los encantos femeninos se saciaban. Casi todos eran interludios más bien sanos, entre las conferencias y sus libros, que eran los que se llevaban la mayor parte del tiempo. Pues escribía con gusto, y hallaba en ello otra manifestación del hedonismo.

Sin embargo el aviso de su muerte lo percató de sus gozos aplazados, y al no poder más postergarlos, optó tras el diagnóstico por disfrutar en exceso el breve tiempo. Luego vinieron las limitaciones que lo recluyeron, primero en su apartamento, por último en un cuarto de hospital. En su apartamento se deleitaba volviendo a repasar su obra –como escritor tenía las actitudes de narciso–, otro placer que se acrecentó con el encierro.

Y en ese quehacer estaba concentrado cuando apareció de repente, y con la espontaneidad de lo que no se está buscando, el artículo que estuvo refundido cuantas veces intentó encontrarlo. Era una de las tantas columnas que había escrito en medio de sus agarrones secretos con la muerte, que ganó ella, porque terminó por aceptarla. ¿O tal vez él? Porque dejó de preocuparle, y quedó listo para viajar al más allá en cualquier instante.

«El hombre debe asombrase de la creación. Cuanto la naturaleza le revela proclama la existencia de una mano hacedora omnipotente. Pero cuando la furia de esa naturaleza desgarra el corazón de los míseros mortales, pienso que algo falló en esa creación que imaginé perfecta. La muerte será siempre dolorosa sin importar el razonamiento con que la enfrentemos. Ideal sería que no existiera, pero si menester es, debería darse sin angustia ni tristeza, sin que sufra quien la padece, ni quienes le sobreviven. ¿Qué perfección hay en que la fuerza de la naturaleza se ensañe con el hombre?».

Le pareció un texto amargo, pero pertinente en el proceso de sus reflexiones. Lo había escrito cuando cientos de personas quedaron sepultadas bajo un alud de tierra. También creyó que era una protesta necia. «El universo tiene sus leyes y un hombre maduro y racional no le reclama. Aprende a interpretarlas para tomar sus previsiones. No construye, por ejemplo, donde el suelo se inunda o la ladera se derrumba, y construye con más resistencia donde la tierra tiembla». De todas maneras esas explicaciones no satisfacían la contrariedad del dolor causado por la muerte. Pensó en sí mismo y se sintió animado. «Aún tengo arrojo y humor a pesar de mis dolencias». Y desempolvó de su memoria el recuerdo de un amigo que tenía una solución para la muerte: «Que sea a la inversa del proceso de la vida. Comienza el hombre como un viejo decrépito y enfermo, y sale de lo más terrible. Luego rejuvenece, y se convierte en niño; se transforma en bebé, se vuelve un óvulo, y muere en la dicha de un orgasmo».

 

Continuará…

Las navidades y la reminiscencia del dictamen (“Seguiré viviendo” 19a. entrega)

Luis María Murillo Sarmiento

 

Seguiré Viviendo

“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)

http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

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