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Conflictos entre la razón y las creencias (“Seguiré viviendo” 31a. entrega)

Para hablar de mujeres y lujuria Joaquín es el perfecto; Javier para tratar las cosas trascendentes; Alicia y Piedad para desnudar el alma; Claudia y Pilar para sentir el placer de las caricias; y Elisa, claro, para tranzar agravios.

Tantos temperamentos tan disímiles, tantos pareceres tan opuestos, y todos, salvo uno, engranados por un positivo sentimiento. Aunque cada relación sea un mundo diferente, la amistad es el común denominador entre nosotros. Podrán Javier y Joaquín encarnar un trecho ideológica abismal; nadie más que ellos habitan las antípodas, pero ambos son seres entrañables con los que es posible todo trato. Con Elisa en cambio cualquier aproximación era improbable. Ella fue una crítica pugnaz. Ni en mi enfermedad ha tenido un gesto compasivo. ¿Acaso no es infame que diga como me acaba de contar Cristina que ya me imaginaba carbonizado en el infierno? ¿Y que por más amigo que fuera de Javier, ninguna de sus oraciones serviría para salvarme?. «Y yo le pregunté –dijo Cristina– ¿ese hombre tan perverso te parece?». Y dice ella, que como cayendo en cuenta de la impertinencia, puso fin a la conversación con un «yo no soy quien para juzgarlo». Nada que deba sorprenderme, nada diferente a cuando aprovechó mis concepciones religiosas para hacerme ver satánico. Secuelas que dejó su crianza. Huérfana desde temprana edad, mi ex mujer fue acogida por una tía que se convirtió en su madre, pero una madre autoritaria, proclive al castigo, y firme defensora del caduco aforismo de que la letra entra con sangre. Me atrajo de ella, no ese legado de conmiseración que apenas conocía, sino su apariencia escrupulosa, y su cuerpo, más sensual que el de la chica que por aquéllos días me ilusionaba. Qué lejos estaba de imaginar la fiera que se agazapaba en esas deliciosas formas. Formas que los años desvirtuaron, tanto como mi afecto, que no volvería a brotar por ella si el tiempo regresara. Como aquella tía fue con Elisa, Elisa quiso ser con Eleonora: una madre tiránica, que proclamaba su amor maternal mientras frustraba los gustos y las inclinaciones de su hija; que proclamaba su amor desinteresado, pero le reclamaba sus sacrificios y la culpaba de sus frustraciones. «No es el que ama el que califica la grandeza de su amor, sino quien lo recibe», le refutaba yo, sacándola de quicio. No se puede dudar que tengo aguante. Aguante para haberla resistido, aguante para enfrentar esta enfermedad sin tantos aspavientos. Pero mejor retomo mi paciencia para no alterarme recordando aquellos días, para no hacer afirmaciones que pueda lamentar cuando estas páginas lleguen, como tienen que llegar, a manos de Eleonora. Sé que se necesita estoicismo para aguardar la muerte. Y la resignación tan propia de temperamentos apocados, es curiosamente la opción más acertada. No a todo se le puede enfrentar con arrogancia, no al menos a la muerte que tiene su victoria asegurada. Hubiera muerto con altivez por mis ideas, hubiera luchando por la libertad, dejando mi vida tendida en un campo de batalla, pero tratándose de un fenómeno natural como mi enfermedad, la razón más que el orgullo tiene que dirigir mis decisiones. Las manifestaciones de mi padecimiento son dolorosas y a veces intratables. Mis pocos bríos son para soportar el dolor, no para desafiarlo. Acéptelo o no, estoy vencido. Es más cierto que nunca que sólo se sabe lo que se tiene hasta que se ha perdido. Cuán diferente era comer sin sentir el estómago repleto y a punto de estallar por un mísero bocado; sin sentirse traspasado por una picada  irresistible; sin tener que vomitar a cada instante. Cuántos años disfruté de esa sensación imperceptible. Sólo ahora la advierto como una dicha que se me ha esfumado. Desde que me propuse dejar el mundo sin resentimiento, comencé a admitir sin enfado mis congojas, sintiéndolas más que como pérdida, como el final de un gozo por el que debo sentirme con la vida agradecido. Algo al parecer calaron las  enseñanzas de mi amigo el sacerdote, de algo me sirve la resignación que criticaba.

No me siento tan contrariado con los hechos adversos de mi vida. Entiendo que los altibajos crearon el contraste imprescindible para percibir lo grato. Fue paradójicamente la tristeza la que me hizo reconocer felicidad en los momentos libres de desgracia. Mi estado más postrero, el del presente, me hace reconocer alegrías en hechos que parecían monótonos. ¡Quien lo creyera! Con gratitud estoy diciendo adiós. Más que lamentarme por mi enfermedad, estoy  reconociendo la multitud de bienes disfrutados. Es una forma amable de morir. ¡Elisa, te perdono!

Una existencia perfecta e inmortal sería un absurdo. Pues por perfecta no mostraría la cara negativa que es la que nos hace conscientes de que lo positivo es positivo. No poder contraponer la fealdad a la belleza, el bien al mal, la alegría a la tristeza, daría por resultado una eternidad insoportable. ¿De qué valdría ser dueño de la felicidad y no poder reconocerla? A la hora de la verdad, la perfección tampoco es tan perfecta.

Continuará…

Feminismo absurdo y feminismo razonable (“Seguiré viviendo” 33a. entrega)

Luís María Murillo Sarmiento

Seguiré Viviendo“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)

http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

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