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V

Esa noche, en la que desembarcamos en Nicomedia, mientras trataba de conciliar el sueño en la cama de la habitación que Ahmés rentó en una taberna próxima al puerto, pensaba en la sollozante confesión de Sulamita. Me embargaban contrarios sentimientos: orgullo herido por el engaño y admiración por su franqueza, ira conmigo mismo por no haberlo sospechado y envidia de ella por la certeza con la que hablaba sobre su credo, enojo con los cristianos que la convirtieron aprovechando quizá su ingenuidad y curiosidad por esa nueva religión que no hacía distinciones entre el amo y el esclavo.

La miraba una y otra vez, dormida, tendida a mi lado abrazándome, con ese delicado rostro de una belleza exótica y esa suave piel cetrina que reflejaba los rayos de luna que se filtraban por entre las celosías de la ventana. La ternura que emanaba apaciguaba mi confundido corazón. Cómo castigar, siquiera reprender, a un ser así. No podía.

Recordé las palabras de Diana, mi última amante: "Dicen que el amor es sincero y transparente, mas ni la inmortalidad es suficiente para conocer los capítulos oscuros de un compañero."

¿Sulamita, por qué has llegado hasta mí como esclava y no como princesa? Quería preguntarle como si ella fuera la responsable de mi vida, o más sinceramente, de mis prejuicios. Esta joven de Palestina tenía todo lo que siempre había anhelado de una esposa, excepto que era una esclava y no la hija de un noble, una mujer digna de mi rango.

Sonreí. Volvía a mi mente la imagen de la escena en el barco, cuando ella entre lágrimas y explicaciones me pedía perdón. Ahmés, quien había escuchado todo exclamaba: "¡Ves amo, lo que pasa con la mujeres cuando se les brinda confianza! A una mujer no se le habla con la boca sino con la mano, pero con una mano que sostenga un látigo o un palo. Por Amón que todas las mujeres son poseídas por demonios con el fin de amargarnos la vida a los hombres." Cuando le espeté con mis ojos agregó: "Bueno, casi todas... Sólo Isis, mi santa madre y la tuya, generoso amo, han sido dignas de idolatría." Ante mi gélida mirada y contundente silencio, Ahmés fingió toser y se marchó justificándose: "Iré a disponer nuestro equipaje para el desembarco."

Sulamita me confesó ser cristiana desde mucho antes que unos traficantes sirios la rescataran agonizante en el desierto, después de que la caravana de su familia que se dirigía a Damasco fuera asaltada y aniquilada. Así, luego de comprarla en Ancona a uno de ellos, ella se puso en contacto con la comunidad cristiana de Roma, con quienes continuó sus prácticas religiosas, algunas de cuyas reuniones se realizaban todavía en las catacumbas.

Yo estuve entonces equivocado, ella no era judía, su familia provenía de una región llamada Samaria, al norte de Judea. Su abuela, según me dijo, había conocido a Jesús de Nazaret un día que ella fue a recoger agua al pozo de su tribu y Él le pidió de beber. El Galileo fue cuestionado por los suyos, en especial por la clase sacerdotal judía, por mezclarse con estos samaritanos y otros pueblos.

Sulamita se encontraba plena en Roma, entre la comunidad fundada por Pedro, discípulo elegido por Jesús de entre los llamados doce apóstoles, el que murió también crucificado pero de cabeza por respeto a su Maestro. En la capital del Imperio también pereció un tarsiota llamado Pablo, un ciudadano romano que perdió su cabeza por expandir esta nueva religión, como muchos otros.

Estoy seguro que Ahmés sí estaba enterado de la religión de Sulamita. Conociéndolo, debió seguirla en más de una ocasión a sus reuniones secretas, a las que supongo ella se escapaba cuando yo me ausentaba. Pero decidí dejar el asunto en este punto. Además, tal vez pudiera utilizar el conocimiento de Sulamita sobre los cristianos para cumplir parte de mi misión, de la que obviamente no sabían ellos dos.

A la mañana siguiente tenía planeado presentarme ante Plinio el Joven, el que suponía ya debía estar al tanto de mi arribo a su provincia.

 

El Procónsul me recibió tal y como lo esperaba, con ceremoniosa lisonja. El curso de los años no lo habían cambiado en nada. Hay hombres que parecen pasar por la vida sin que ésta pase por ellos, Plino era uno de ellos. Considero al mundo una academia adonde venimos a aprender la más grande de las filosofías: la de la vida; pero algunos parecen aprender muy poco, o peor aún, ni siquiera saben que deben aprender.

"Bienvenido a mi humilde casa, Marco Trajano, sobrino del César y según dicen hijo del dios griego Poseidón." Era evidente que quería demostrarme su control absoluto sobre Bitinia, que se mantenía informado de cuanto forastero transitaba por su provincia y que ningún detalle escapaba a su oído.

Intercambiamos las palabras de rigor, respondí a sus preguntas que trataban poner de manifiesto un interés por la salud del Dácico, las últimas actuaciones del Senado y sobre asuntos políticos en Roma. Cuestiones todas, que estoy seguro, él ya conocía a la perfección. Ni se mostró sorprendido cuando le entregué la carta del César en la que le anunciaba y le pedía su colaboración para el cumplimiento de mi misión.

"Es un honor para este humilde servidor que nuestro amado César le conceda tanta importancia a mi advertencia sobre la amenaza cristiana enviando a uno de sus más leales capitanes, de sangre noble." Dijo al terminar de leerla. Pareciera que utilizara el calificativo de humilde para todo lo que tuviera que ver con él.

"Ya no soy capitán, respetado Plinio, me retiré de la Legión hace varios años para servir a Roma en la administración pública." Sabía muy bien que él estaba enterado, pero decidí seguir su juego.

Plino el Joven, aunque famoso hombre de letras, no me inspiró simpatía, lo que me hacía desconfiar de él. No obstante sus actuaciones habían demostrado lealtad al César. Detrás del adulador nunca hay un amigo, hay un interesado, un inseguro o un cobarde que no siempre es enemigo.

No pude negarme ante su insistencia de acomodarme en una de las habitaciones de su palacio. A él le convenía, me mantendría así más estrechamente vigilado y tendría más oportunidad de congraciarse conmigo esperando le llevara un buen informe al Dácico.

Fue un error aceptar su hospitalidad. Los primeros días me puso una escolta que mermó a tal punto mi movilidad que exasperado los eché a gritos, debiendo luego darle una larga explicación al susceptible Procónsul. ¿Cómo investigar con discreción sobre los cristianos con una escuadra de legionarios siguiéndome como la sombra por las calles de Nicomedia?

Después descubrí a un par de espías, aficionados muchachos bitinios, que me seguían sin tregua. Uno de ellos aterrorizado por el frío del metal de mi espada que apretaba su garganta me confesó que era enviado por el mayordomo del Palacio. La explicación de Plinio, quien alegó desconocimiento, fue una supuesta mala interpretación de cuidarme por parte de su hombre.

Ya era muy tarde, todo esto había llamado demasiado la atención entre los pobladores de Nicomedia, además ya había corrido la voz del incidente con los delfines. No tuve conciencia del poder de la "vox populi" hasta que caminando por la plaza principal, unos niños me alcanzaron corriendo y tocando mi manto se decían unos a otros "Hijo de Poseidón... Los delfines le obedecen," en su griego nativo.

Obviamente no pude abrir ninguna puerta del secreto mundo cristiano. ¿Quién confiaría en un romano amigo del Procónsul, emisario del César? Y tal vez ya circulaba el rumor de mi parentesco imperial.

En cambio a un viejo cojo egipcio y a una samaritana echada a menos sí les sería fácil infiltrarse entre los cristianos de Nicomedia. Ya era hora de hablar con franqueza. Pondría a prueba la lealtad de ellos, en especial la de Sulamita.

"Amo, me pides algo muy difícil, mas tu sabes que daría mi vida por ti. Sería traicionar a los míos, a los que siguen el Camino como yo." Exclamó Sulamita acongojada.

"No te pido que los traiciones, sólo que me informes de sus actividades y propósitos, del número de adeptos y quiénes son sus líderes. El César nada más desea estar seguro que no representan peligro alguno para Roma." Dije estas palabras con poco convencimiento, pues no podía apartar de mi mente la influencia que ejercían sujetos como Cornelio en las decisiones políticas tanto del Senado como del César.

"Amo, perdona mis palabras, pero ya antes se han desatado persecuciones contra nosotros por orden del César. Tu lo sabes bien... En la misma Roma han sufrido y perecido cientos de mártires por ninguna causa diferente a la de difundir las enseñanzas del Nazareno. Si eso llegara a suceder aquí, por mi culpa, no desearía seguir viviendo." Replicó sollozando.

"¡Ah, mujeres! Todo lo quieren arreglar con lloriqueos." Intervino Ahmés extendiendo sus brazos hacia el cielo. "Déjeme ese trabajito, amo. Ya verá que en menos de una semana sabrá hasta qué come el jefe de esa banda. Que esta judía llorona se encargue de atenderlo a usted nada más."

"¡No somos una banda!" Gritó Sulamita.

Comprendí su dilema y también vi la fuerza espiritual que poseía. Sentí celos de aquel Galileo. Cómo las palabras de un hombre al que sólo una vez había visto su abuela podían generarle tal convencimiento y fidelidad, hasta el punto de negarse a obedecer a su amo. "¿Acaso, era en realidad este hombre el Hijo del Dios Único, como lo pregonaban sus seguidores? A mí, ahora en Nicomedia, me llaman Poseidón, pero en pocos días todos lo olvidarán, más aún cuando haya partido. ¿Por qué ochenta años después de su muerte siguen llamando así al tal Jesús de Nazaret? ¿Quién era ese hombre que logra, que todavía hoy, sus seguidores se multipliquen como abejas por todo el mundo?," pensé.

Decidí, pues, que por el momento solamente Ahmés intentara permear esta secreta sociedad o comunidad religiosa.

Cometí otro segundo error al creer que Sulamita se quedaría de brazos cruzados. Muy pronto descubriría la magnitud de ese fuego interior que ardía en su corazón.

 

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