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XVIII

Al anochecer mientras acampábamos noté una estela de polvo a lo lejos, seguí observando, divisé un jinete, luego dos, tres, cuatro... Una horda de guerreros partos se aproximaba.

"¡A los caballos, nos atacan!" Grité con fuerza, dando la voz de alarma primero que los despistados centinelas. Corrí hasta Sulamita y casi arrastrándola la monté sobre su caballo, señalándole hacia un bosque cercano, la instruí para que se ocultara y no se moviera pasara lo que pasara, hasta que yo fuera por ella. Di un golpe al anca de su caballo para que galopara veloz. Tomé mi espada y subí a mi montura dispuesto a presentar batalla. Recordé a Ahmés y lo busqué con la mirada, mas no lo pude encontrar por ningún lado. Me encomendé a Dios e invoqué a mi ángel guardián.

Trabamos combate.

Los partos eran más o menos unos cuarenta jinetes, a los que no me habría sido difícil rechazar si hubiera contado con buenos legionarios. Descubrí, demasiado tarde, que los legionarios de Fabricio, sirios en su mayoría, no sólo estaban mal entrenados sino que carecían de disciplina militar.

Había ordenado dividirnos en dos bloques, para que el primero, de veinte hombres, atacara de frente y la decena restante bajo mi mando los flanqueáramos. Pero sin esperar mi señal el bloque principal salió desordenadamente, mientras los diez que me seguían se permitieron descubrir, lo que hizo que algunos jinetes partos se dejaran venir. Los muy estúpidos soldados, no atendiendo mis órdenes de esperarlos donde fácilmente los dominaríamos, se adelantaron a presentarles batalla, siendo descubiertos por los demás partos. Todo fue un caos de lanzas, flechas, espadas, sangre y polvo. No tuve más opción que confiar en la habilidad de los sirios en la lucha cuerpo a cuerpo y combatir a su lado. Era ganar o morir, los partos no toman prisioneros.

Debo reconocer que los sirios eran valientes aunque peleaban desunidos, tal vez no me obedecían por no llevar uniforme o no confiaban en mí, al fin y al cabo debía ser yo un aventurero rico para ellos.

En cambio los partos eran jinetes guerreros muy superiores. Luché hasta el cansancio, por suerte mi corcel era brioso y obediente, lo que me salvó en más de una ocasión y me permitió eliminar a unos cuantos. Vi como caían en mayor número los legionarios que los partos. La batalla estaba perdida, pero por principios no abandonaría a mis hombres. Ordené la retirada, una, dos, tres veces, hasta que esta vez me hicieron caso y decidieron seguirme. Me dirigí hacia una colina rocosa, pensaba que tal vez si nos atrincherábamos entre las rocas por donde los caballos no podrían moverse con facilidad, obtendríamos alguna ventaja. Miré hacia atrás, me seguían nada más doce soldados, los que sobrevivían o aún podían cabalgar, y demasiado cerca más de treinta partos.

De pronto advertí que cinco de aquellos jinetes se separaron de los demás perseguidores dirigiéndose hacia el bosque donde se ocultaba Sulamita. No tuve más opción, viré hacia el bosque acosando a mi caballo, debía llegar primero. Los legionarios me seguían y los partos a ellos y a mí.

Penetramos el bosque, pero no descubrí a Sulamita ni a su caballo. Busqué lo más espeso, tampoco allí se encontraba, todos me seguían, aunque ya dispersos. Cambié de táctica. Desmonté y arrié mi caballo para que continuara sin mí, siete soldados, los más próximos, hicieron lo mismo. A los otros cinco legionarios no pude avisarles a tiempo, pues estaban los partos casi encima de ellos. Pasaron y tras ellos los primeros partos, esperamos, cuando consideré que eran los últimos di la señal y saltamos sobre estos, uno sobre cada jinete. Así cayeron cinco enemigos más. Otros cuatro se percataron y se devolvieron, mas ya nos habíamos camuflado tras los árboles, pasaron, saltamos sobre ellos... Ya iban nueve menos.

"La sorpresa es la mejor arma con la que se puede contar cuando el enemigo es notablemente superior, y mejor aún, cuando se siente confiado." Recordé esta frase del Dácico.

Como habíamos perdido nuestras monturas no pudimos darles alcance a los demás. Escuché gritos y el ruido del choque de los aceros. Los partos habían dado alcance a los cinco soldados. Corrimos hacia ellos. Todavía quedaban tres en pie. Mis siete hombres y yo atacamos a los jinetes partos por la espalda... Cayeron ocho enemigos más.

Ya la cosa se emparejaba. Pensar en proteger a Sulamita me daba fuerzas, estaba decidido a no dejar vivo a ningún guerrero parto. Ordené que atacáramos a los jinetes más cercanos en parejas, así derribamos a otros cuatro. Montamos los caballos del enemigo. Pero en vez de atacar ordené retirada, mi plan era que nos siguieran para de nuevo en la espesura del bosque sorprenderlos desde los árboles. Cayeron en la trampa, y así dimos cuenta de otros seis. También perdí a dos de los míos.

Nos reagrupamos los seis que quedábamos y de nuevo tomamos sendos caballos de los partos. Galopamos hacia donde suponíamos estaban los jinetes restantes para dejarnos ver y atraerlos de nuevo. No encontramos a nadie, sólo a dos de nuestros soldados heridos que trataban de ocultarse entre los arbustos. Los cargamos al anca. ¿Dónde se habían metido los demás partos, que según mis cálculos no debían sobrepasar la media docena?

Se escucharon gritos de mujer.

Galopamos tan rápido como podían nuestros agotados caballos. Cinco jinetes partos galopaban desaforadamente pretendiendo salir del bosque, uno de ellos llevaba a Sulamita sobre sus piernas, ella trataba de resistírsele, pero el bellaco la golpeaba. La ira me enardeció.

De perseguidos pasamos a perseguidores. Pero no lográbamos acortar distancia.

De repente una flecha atravesó el pecho del desgraciado que cargaba a Sulamita, cayendo pesadamente al suelo junto con ella. Una segunda flecha surcó los aires clavándose en el abdomen de otro parto. Apareció la tercera pero no dio en el jinete sino en la nuca del caballo, que cayó desplomado. Los otros dos se detuvieron a recoger a su compañero que trataba de sacar una pierna atrapada bajo el pesado cuerpo del corcel. Todavía estábamos muy lejos pero lo suficiente para descubrir al oportuno arquero: Ahmés.

Desde un tronco caído dispuso en su arco la cuarta flecha. No fui el único que lo descubrió. Los dos partos una vez rescataron al tercer jinete, dirigieron sus monturas hacia el egipcio. Nosotros no alcanzaríamos a llegar a tiempo. Apuntó, disparó... Falló. Ya no tendría tiempo de tirar la quinta.

Pero el zorro es más astuto mientras más viejo. Desapareció entre la espesura del bosque, así como instantes después su primer perseguidor, pues el segundo llevaba al anca de su caballo al tercero rezagándose.

Cuando entramos por poco pisamos el cadáver del primer perseguidor. Me detuve, observé la herida en su garganta, me era conocida, la que deja una daga egipcia. Continué lentamente, a mi lado los cuatro legionarios. Varios pasos adelante descubrió uno de los soldados a los otros dos partos, inermes, uno de ellos con la cabeza separada del tronco y el otro con una reciente herida mortal en el pecho, producto, para qué dudarlo, de una daga egipcia. Sobre éstos, una cuerda tensa ensangrentada entre dos árboles a la altura del cuello de cualquier confiado jinete.

No lo podía creer. "¡Ahmés, ya puedes salir!" Grité.

Vi a un viejo tranquilo que caminaba como si estuviera de paseo por el campo, en su mano derecha traía cortezas, las que olía con frecuencia. Mostrándolas dijo como si nada hubiera ocurrido: "Mira amo, qué canela excelente se da por aquí."

"Ahmés, eres increíble. ¿De dónde sacaste ese arco y esas flechas?"

"¡Ah!, una apuesta que le gané al tabernero del poblado. Él me enseñó a disparar," respondió con una maliciosa sonrisa. "¿Y dónde está Sulamita?" Pareció preocuparse. No pude contener la risa.

"Tranquilo, está bien, en compañía de dos legionarios ayudando a otros dos que están heridos."

Más tarde, Sulamita le reprochó: "¿Y si hubieras fallado hiriéndome o matándome con la flecha en vez de a mi captor?"

A lo que el cínico Ahmés respondió: "Entonces necesitaría practicar más."

 

Ha sido esta la batalla más singular y difícil que he librado en mi vida. Ojalá no se de otra más. Quiero vivir en paz al lado de mi amada esposa lo que me resta de vida.

No se presentaron más incidentes hasta nuestra llegada a Antioquía. Hicimos breve escala en Nisibis, pequeña ciudad de Mesopotamia, en donde dejamos los heridos y repusimos fuerzas.

Uno de los guerreros partos había alcanzado a herir mi pierna izquierda, pero gracias al amoroso cuidado de Sulamita sané pronto.

Los seis legionarios que me acompañaron hasta el destino final, se convirtieron en soldados disciplinados y respetuosos de mi mando, en exceso diría. Nada mejor que una buena batalla para unir a los soldados con su jefe. Los recompensé y les entregué una carta de recomendación para Fabricio.

¿Es la guerra parte de la naturaleza del Hombre?

¿Sólo se puede apreciar la paz cuando se ha vivido la guerra?

Hay cosas extrañas en la vida que llamamos casualidades. Mientras Sulamita estuvo oculta en aquel bosque, reconoció el lugar donde yo había enterrado mi anillo de patricio cuando íbamos hacia las montañas partas. Me lo entregó aquí en Antioquía. ¿Había yo así marcado con anterioridad el sitio de una batalla ineludible?

 

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