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En busca del Libro de la Vida
(Novela breve) 
©Abel Carvajal. 1998.
Derechos de autor reservados. 

Edición en español para distribución gratuita. Se autoriza su copia, impresión y reenvío por cualquier medio solamente en lengua española. Pero queda prohibida su impresión o publicación en cualquier medio  para su venta o comercialización sin previa autorización escrita de su autor, así como las traducciones a otras lenguas.

Para información adicional:  http://librosdeabelcarvajal.blogspot.com

A la memoria de mi padre.
A las guerreras y guerreros invencibles.

En el año 1187 el sultán Saladino derrotó a los cristianos y se apoderó de Jerusalén. Se predicó la Tercera Cruzada (1189 – 1192) y unidos el emperador alemán Federico I “Barbarroja”, Felipe II Augusto de Francia y Ricardo I “Corazón de León” de Inglaterra, conquistaron Jaffa y San Juan de Acre; firmando un tratado con Saladino por el que los peregrinos podían visitar libremente los lugares santos.

*** 

Nací en Normandía, pero aunque crecí en Inglaterra era normando de espíritu, de uno muy aventurero que siguió el camino de los cruzados, arengado por la pasión guerrera del rey Ricardo “Corazón de León” y un supuesto deber cristiano.

Luego de la conquista de Chipre por Ricardo, abandoné las filas del caballeresco rey inglés y viajé a la isla de Malta.

Me hallaba hastiado y confundido por tanta sangre en nombre de la Santa Cruz. Una fuerza extraña me condujo hasta aquella preciosa isla en el Mediterráneo, a un olvidado monasterio, en donde conocí a un personaje excepcional que cambiaría mi vida para siempre. Su nombre: Julián de Malturgia.

En aquel monje maltés, mayor que yo, encontré el consuelo y la paz que mi espíritu buscaba con desespero. Sus palabras y enseñanzas fueron el bálsamo que sanó mis heridas. Su vida sencilla, su actuar tranquilo y sereno bastaron para darme cuenta que no necesitaba mantenerme en pie de lucha empuñando una espada.

Ese fue precisamente el primer mensaje que recibí de él:

-Desarma tu corazón. Entierra tu espada, amigo normando, que contra la vida no se lucha porque siempre perderás. Ella, la vida, es un rival demasiado poderoso para cualquier ser, es más sabio tenerla de aliada. Así, que más bien síguela. Manténte atento a sus señales, la vida se observa y se escucha. Colabórale.

“Tampoco caigas en el facilísimo de dejarte llevar por ella. Camina a la par, no permitas que te arrastre, porque más lento será tu avanzar y más magulladuras y heridas obtendrás cuando te lleve por los senderos tortuosos que a veces debemos recorrer.”

Con estas palabras me recibió, aquella noche en que toqué a la puerta de su monasterio en busca de refugio y alimento. Parecía que me esperaba, pues ya me tenían preparado un lugar en la mesa para la cena, junto a los otros diez monjes.

Oramos y comimos en silencio. Una frugal, pero exquisita cena que me supo a gloria angelical. En un ambiente en que se respiraba la paz y se disfrutaba de un encantador dulce aroma, el olor que deja el palo santo una vez se ha quemado. Estos trozos de madera, procedían del oriente, muchísimo más allá de las Tierras Santas, donde los hombres y mujeres son de piel amarilla y ojos rasgados, según él.

Así mismo, una modesta pero cálida cama me tenían preparada. Los once monjes eran jóvenes, Julián que era el prior, pese a su gris barba no aparentaba tener más de cuarenta años. Todos vestían una túnica marrón con capucha y un lazo blanco atado a la cintura, por calzado usaban unas ligeras sandalias. No pertenecían a ninguna comunidad específica, podría decirse que se trataba de unos monjes independientes que se dedicaban al estudio de la Palabra de Jesús de Nazaret y a la fabricación del vino, un gustoso vino tinto que les aseguraba su manutención.

Había llegado allí con la intención de pasar sólo la noche. Permanecí poco más de dos años en aquel acogedor monasterio, no hice votos mas viví como ellos.

Dos años aprendiendo y meditando las enseñanzas de Julián de Malturgia y las de los demás monjes. Adquirí conocimientos que jamás imaginé aprendería: latín, griego, filosofía, geometría, matemáticas, historia y por supuesto, también le dediqué tiempo al estudio de las Sagradas Escrituras.

Un buen día, Julián me dijo:

-Las palabras de Jesús no han sido bien interpretadas, mucho menos bien enseñadas a los hombres. Tu llegada fue la primera señal que esperaba, anoche vi la segunda. Ya es hora de emprender el viaje.

No entendía a qué se refería y le solicité ser más explícito. Pero lo que logró fue confundirme aún más cuando agregó:

-Sí, soñé con el “Libro de la Vida”. Debo partir en su búsqueda, así se me ha ordenado. También se me ha dicho que por el camino debo difundir el Mensaje del Nazareno, de la manera correcta. Tú me acompañarás, eres el guerrero enviado para proteger nuestra misión.

Así, fue como Julián y este servidor, en el año 1194 iniciamos un periplo por buena parte del mundo conocido de aquellos días.

***

Nos embarcamos hacia Salerno, ciudad del Reino de Sicilia. Llevábamos poco equipaje. “Hay que viajar lo más ligero posible, sólo con lo necesario y que quepa en un saco. Las manos deben estar siempre libres. Es igual que en la vida, hay que andar libre y ligero de equipaje, sin apegarse a nada ni a nadie para no llevar a cuestas cargas que sobran. Mientras menos cosas poseas más fácil será movilizarte, más libre serás.” Dijo Julián cuando me observaba alistar mi saco.

De modo que sólo llevaba dos mudas de ropa, una puesta y otra para el cambio, una manta, un abrigo de piel, el calzado, mi espada, un arco, flechas y mi jabalina. Parecía más bien un cazador, pues ya no debía vestirme con la cota de mallas ni el vestido de cruzado, tampoco como monje porque no lo era.

Julián, sólo llevaba su hábito marrón puesto y otro en su saco, una manta y un abrigo. Además vi que guardó unas pequeñas bolsas de cuero cuyo contenido ignoraba.

Me recomendó fijar mi espada en la vaina cruzada contra mi espalda, de modo que la pudiera empuñar con sólo levantar mi mano derecha sobre el mismo hombro, y no a la manera normanda, en la cintura a mi izquierda. Argumentando que así recordaría que era únicamente para utilizarla en caso de defensa propia o del prójimo y no para agredir o amedrentar.

La comunidad cristiana de Salerno nos acogió con generosidad, festejo incluido. No había duda que éste era un monje conocido y respetado allí. Nos alojamos en la casa de un próspero comerciante, quien nos atendió como a príncipes.

Había planeado Julián que allí pernoctáramos por tres días, pero permanecimos quince. La gente acudía en masa a la casa. Unos a pedir consejo, otros a solicitar su mediación en disputas, otros a solicitar la sanación o cura para alguna enfermedad, hasta presencié cómo expulsó demonios de algunos. Descubrí la razón de su fama: mi amigo era uno de esos monjes que realizaban milagros.

Cuando le pregunté cómo lograba aquello, apenas respondió:

-No soy yo, son ellos mismos quienes se sanan. Yo nada más soy el medio, pero es su fe la fuerza que logra lo que anhelan. Si tú quieres derribar un árbol y no tienes confianza en tu hacha no podrás hacerlo, pero si no dudas de su dureza ni de su filo pronto lo derribarás. Yo soy para ellos esa hacha.

En tres ocasiones distintas tratamos de partir, pero algún inconveniente se presentaba: que una tormenta, que estalló una guerra en la frontera, que una niña agonizaba y pedían la ayuda de Julián. Mas el monje nunca se disgustaba. Incluso la tercera vez que se frustró la partida refunfuñé y él me amonestó:

-No te impacientes amigo mío. ¿Qué te dije sobre colaborarle a la vida? ¿No ves que son señales, impedimentos para nuestro bien? La vida nos protege. Simplemente no nos facilita la salida porque no nos conviene.

“Si la forzamos, saliendo bajo la tormenta sería posible que nos extraviáramos o cayéramos enfermos. O si nos obstinamos o partimos a pesar de la guerra en la frontera, podríamos salir heridos o ser hechos prisioneros. Aprende a entender las señales que la vida te da.”

El padre de la niña, a la que Julián prácticamente revivió, en agradecimiento nos obsequió dos robustos caballos con sus arreos y monturas para proseguir nuestro viaje.

-Le colaboramos a la vida obedeciéndola y al hacerlo nos compensó –exclamé-. O también pienso, que la vida quería facilitarnos el viaje y, al enfermar la niña y retrasar nuestra partida por tercera vez, nos daría las cabalgaduras que necesitábamos.

-Muy bien, Normando. Estás comprendiendo. La vida es simple, somos nosotros quienes nos la complicamos. Sólo hay que estar atento a las señales... y seguirlas, claro está.

-Si nos hubiéramos opuesto a ella y a pesar de todo partimos –continué-, todavía andaríamos a pie, con fatiga y lentitud, y quién sabe en qué líos. El tiempo que aparentemente perdimos lo recuperamos con la velocidad que nos aportarán los caballos.

Julián me palmeó la espalda dando a entender que estaba de acuerdo.

La víspera de la partida definitiva, el monje fue invitado a una iglesia, y ante una gran cantidad de feligreses habló sobre las enseñanzas de Jesús de Nazaret.

Él hacía énfasis en que no eran las obras ni milagros o la vida del Maestro lo importante, sino sus enseñanzas. Los milagros sólo eran el aval ante los incrédulos de que lo dicho por Él tenía procedencia Divina.

-No se preocupen tanto por saber quién era o cómo vivía Jesús, no, eso no es lo importante. Presten más atención a sus parábolas y a sus palabras, traten de entender el mensaje detrás de éstas, cosa que no es fácil si se lo dejan a la razón; comprenderán mejor si las leen o escuchan con el corazón.

Julián también les daba ejemplos:

-Cuando el Maestro decía “dejad todo y seguidme”, no se refería propiamente a abandonar sus familias o bienes. Quería decir que dejen el apego a las personas que aman y a las cosas que poseen, que no se aferren a nada ni a nadie, que sean como Él, libres de ataduras a este mundo. Que vivan como Él, disfrutando cada día de la vida, con lo que ésta les obsequia, desde la sonrisa de un niño o el canto de un pájaro hasta la puesta del sol o la belleza de una flor.

“Seguirlo a Él, es seguirse a sí mismo, es seguir el dictado de nuestro corazón, es seguir nuestra esencia, es seguir las cosas buenas que somos capaces como dar bondad o amor. Dar sin esperar nada a cambio.

“Seguirlo a Él, es dejar de lado la codicia, la ambición de poseer, la de ser admirado, la de ser poderoso... Todo esto es vano. El Reino de los Cielos no es otra cosa distinta que la felicidad, la plenitud, la armonía y la paz en esta vida. Sí, aquí y ahora.

“Cuando Él le dijo a Nicodemo que ‘nadie puede ver el Reino de Dios sino nace de nuevo, de arriba’, ¿a qué creen que se refería? No es ningún misterio ni se refería a otra vida. No, simplemente quiere decir que debemos dejar de lado todo lo que pensamos, deseamos y anhelamos como adultos. Que hay que sacar de nosotros el materialismo, las apariencias, las emociones negativas como la codicia, la envidia, el odio y el egoísmo.

“Que hay que ser como un niño recién nacido quien no ha adquirido esas malas costumbres, quien todavía no ha formado un ego, quien no conoce el orgullo, ni nada de lo que les amarga la vida a los adultos.

“El Reino de Dios está aquí, basta con mirar a los lados, arriba o abajo. Ver el maravilloso mundo que nos rodea: las montañas, los ríos, los árboles, las nubes, los animales, el sol, las estaciones, la luna... Todo, incluso nosotros mismos hacemos parte del Reino de Dios...”

Julián trataba de ser diáfano y al tiempo infundir entusiasmo, aunque también se cuidaba de no atacar los errores de la Iglesia, no quería entrar en disputas inútiles o ganarse enemigos gratuitos. Además, él pertenecía a la misma.

Así como a Jesús los fariseos lo probaban, algunos sacerdotes ortodoxos y cerrados de pensamiento trataban de encontrar aberraciones o contradicciones en los discursos del monje. Pero él evitaba la confrontación con sutileza.

Finalmente, esa mañana partimos sin más dificultades rumbo a Roma, el mismísimo centro de la cristiandad. Mas algo ocurriría en el trayecto, algo insospechado que me dejaría perplejo.

***

Después de varios días de cabalgar sin apuros, pasando algunas noches al aire libre y otras en posadas del camino o en las casas de gentiles campesinos, nos aproximamos a Roma.

Desde hacía once años el emperador Federico I “Barbarroja” había reconocido los Estados Pontificios.

De repente un halcón gris pasó volando sobre nuestras cabezas asustando a mi caballo, que parándose bruscamente en su tren posterior me derribó. De algún modo Julián logró calmarlo. Me reincorporé sacudiendo el polvo de mi ropa. Al intentar exclamar unas palabras al respecto, Julián me hizo señas para que guardara silencio y mirara hacia el horizonte frente a nosotros:

Unos seis hombres, no muy lejos, apaleaban salvajemente a otro.

-¡Vamos! -gritó al tiempo que se lanzaba en dirección a ellos en su caballo a todo galope.

Monté. Apenas lo alcancé le pregunté:

-¿Estás de acuerdo conque utilice mi espada?

-Claro, amigo mío. El uso de la espada se justifica tanto para la defensa propia como para defender a otros. A veces no queda otro camino... ¡Oigan, déjenlo en paz!

Ya estábamos casi encima de los truhanes.

Éstos al vernos nos lanzaron improperios mientras nos mostraban de un modo agresivo sus cuchillos y sus garrotes, tratando de disuadirnos.

-Deja. Les enseñaré lo que siente la carne cuando es cortada por el filo de una espada normanda –grité al monje.

-Son demasiados, necesitarás ayuda –repuso.

Para mi sorpresa, de su espalda desenvainó una rara espada, la que yo en algún momento pensé se trataba de un bastón tallado, y que blandía con la velocidad de un rayo y la destreza de un entrenado caballero.

La lucha, pese a que en número les era ventajosa, no era fácil para ellos seis, pues descubrimos que montábamos briosos corceles entrenados para la batalla.

Quedaban todavía cuatro granujas en pie. Ciertamente recibimos dolorosos golpes y una que otra cortada en las piernas. El hombre que aporreaban yacía muerto o inconsciente.

De entre los matorrales salieron más bandidos armados en ayuda de sus cómplices. Al verlos Julián exclamó:

-¡Necesitamos ayuda y pronto!

-¿De dónde? –Cuestioné.

-¡Ya verás!

No había terminado de responderme cuando el halcón gris, emitiendo un espeluznante chillido, se lanzó con sus garras contra los ojos de un atacante que gritó de dolor. El ave rapaz, se abalanzó contra un segundo par de ojos con igual eficacia.

No sé cuando ni de dónde salió, pero vi las centelleadas de la mandíbula de un inmenso lobo sobre otro par de agresores que trataban de sorprenderme por la espalda. Las espadas, más las garras, más los colmillos, fueron suficiente para disuadir a los bandidos, a los pocos que aún permanecían de pie, de que debían huir.

Rápidamente montamos el cuerpo del hombre apaleado sobre el caballo de Julián y nos retiramos a todo galope. No queríamos arriesgarnos a que los bandidos regresaran con apoyo.

Después de un largo rato de galopar por entre la campiña decidimos descansar en un claro. El lobo y el halcón nos habían seguido, los que con un gesto de mi barbilla mostré al monje.

-Tranquilo –me dijo. Son amigos, no nos harán daño.

El pobre hombre apaleado todavía estaba vivo. Recobró el conocimiento. Julián extrajo cierta pócima que dio al hombre que luego pasó con agua. De inmediato cayó en un sueño profundo.

No sabía yo qué preguntar primero, si sobre lo que le había suministrado al hombre o sobre el misterioso lobo y el halcón. Me decidí por los animales.

Julián sólo dijo que pidió auxilio a las criaturas del bosque y estas dos fueron las que acudieron. De hecho, explicó, el halcón fue quien nos avisó del ataque porque quería ayudar a ése hombre.

-¿Acaso el halcón es su mascota o algo así? –Pregunté.

-No. Es un ave libre, pero es sabia y justa. El hombre pedía auxilio y ella quería brindarle su ayuda, buscó con desespero hasta que nos vio aproximarnos y...

-¿Oye, cómo sabes todo eso? –Interrumpí incrédulo.

-El halcón me lo dijo –me respondió como si fuera lo más natural del mundo.

Dudé, pero me arriesgué a pasar por tonto:

-¿Tratas de decirme que hablas con los animales?

-No exactamente. Más bien los entiendo. Tú también podrías comunicarte con ellos, pero no con palabras ni con tu mente, sino con tu corazón.

Miré al lobo, que se había echado a mi lado, demasiado cerca para mi tranquilidad.

-Observa. Se nota que le caíste bien –rió un poco. Continuó-: Míralo fijamente a los ojos, trata de comunicarte con él, que tu corazón escuche al suyo.

Vacilé.

-¡Anda, vamos! –me incitó.

Miré al salvaje cuadrúpedo con resquemor, aunque amaba a los perros, éste no era precisamente un perro. El lobo levantó la cabeza y también me miró a los ojos. Tragué saliva.

-Vamos, no tengas miedo –dijo de nuevo el monje como si se divirtiera con la escena.

Por unos instantes creí sentir algo. El lobo acercándose lentamente me lamió la cara.

-¡Gasp!... –exclamé escupiendo.

Julián rió tan desaforadamente que terminó por contagiarme la risa.

-Tendrás que practicar más –agregó con jocosidad.

Oscureció. Encendimos una hoguera. El hombre despertó y cuando le narramos lo sucedido él nos contó que era recaudador de diezmos del Papa y que fue asaltado por los bandidos, quienes no sintiéndose satisfechos con el botín comenzaron a golpearlo...

Nos invitó a su casa en Roma, con lobo y halcón.

De camino a la ciudad pontificia, murmuré a los oídos de Julián:

-Así que hablas con los animales, manejas la espada como un diestro caballero y sanas a los moribundos con pociones mágicas. ¿Qué más cosas sabes hacer? ¿Por qué presiento que antes de tu vida monástica hay una muy interesante historia?

Me miró de soslayo y se limitó a sonreír. Al rato murmuró:

-El pasado se debe quedar en el pasado, sólo hay que vivir el presente.

A partir de aquél día, el lobo no se separaría nunca más de mi lado. Mientras el halcón se posesionó del hombro izquierdo de Julián.

Desde una cima en el camino divisamos la Ciudad Eterna.

-¡Qué bella se ve! –susurré.

-Lo que se muestra bello por fuera puede ser feo por dentro –replicó el recaudador de diezmos, quien iba al anca de mi corcel.

-Cierto es –aprobó Julián-. Ahora, a buscar el “Libro de la Vida” –dijo esto último en dialecto maltés para que nuestro futuro anfitrión, con quien hablábamos en latín, no entendiera.

-¿Lo encontrarás en Roma? –pregunté.

-No lo sé. Allá lo sabré.

***

-¿Pedir ayuda a las criaturas del bosque? ¡Un lobo por estos rumbos! Tenía entendido que se encontraban mucho más al norte –reflexionaba aún en lo sucedido.

-Mira –me dijo el monje señalando al cuadrúpedo-. ¿Qué animal parece ser?

-Pues un lobo.

-Entonces es un lobo. Tiene pelambre de lobo, colmillos de lobo, cola de lobo, huele a lobo. ¡Es un lobo! ¿Acaso no te basta con ver para creer? Cómo es de difícil para la mayoría de los hombres tener fe, cuando ni siquiera creen en lo que ven.

***

-¡Romanos, por qué se preocupan tanto por pedir bienes y favores a Dios! –Hablaba así Julián de Malturgia un sábado a la gente congregada en una de las iglesias de Roma-. Piden y piden, más y más cosas. Nunca satisfacen ese apetito voraz por poseer, por recibir, como si fueran merecedores del mundo entero. Confórmense y den gracias al Padre por lo que han recibido, porque sólo eso han merecido.

“Confíen en el Padre, no pidan nada a Él. Tengan fe en que le dará siempre lo mejor a cada uno de ustedes, pues lo que es bueno para uno tal vez no sea bueno para el otro. Cada quien recibirá lo que necesita, para su aprendizaje, para su evolución.

“Recuerden que Jesús decía que no nos preocupáramos por poseer bienes y dinero en este mundo, donde la polilla y los ladrones darían cuenta de ellos. También decía que el Espíritu es quien da la vida, la carne no sirve de nada...”

-Sí, pero también dijo: “Quien pida al Padre en mi nombre El se lo concederá” –interrumpió un anciano monje benedictino.

-El es un padre. Mejor todavía, el Padre Divino, por eso está siempre dispuesto a obsequiar a sus hijos lo que desean. Pese a que con frecuencia eso que deseamos, El sabe, no nos conviene, y así, El nos lo concede. Por eso Jesús cuando enseñó el Padre Nuestro, en la cuarta frase lo mencionó: “...y hágase tu Voluntad aquí en la tierra como en el cielo...”

“Es que debemos –continuó- preferir aceptar la Voluntad Divina que pedir para nosotros lo que creemos es lo mejor. ¿O acaso pensamos que el Dios Padre nos ha olvidado? ¿Puede alguno de ustedes olvidar a uno de sus hijos, o si sabe que uno de los suyos está necesitado no tratará de ayudarlo? ¿Entonces, por qué no confiar en El que es Todo Poderoso?

-¿Insinúas entonces, que nunca debemos pedir nada a Dios? –preguntó una mujer.

Julián respondió así:

-Un pobre artesano y su esposa tenían una hija, una niña a quien amaban mucho. La niña cierta vez vio una muñeca grande que tenía una amiguita, pidió le compraran otra igual. Pero su padre le dijo que no, ya que era muy costosa. Sin embargo la niña insistía día tras día que le regalara la muñeca. Lloró y rogó tanto que su padre se conmovió, fue al mercado y se la compró. La niña estaba feliz con su muñeca hasta que escuchó a su padre decirle a la madre: “Me pidió tanto la muñeca, que decidí comprarla con el dinero que estaba ahorrando para obsequiarle un caballo en la Navidad. Ya sabes cómo ella siempre había soñado con tener un caballo, pero ahora no se lo podré comprar”.

Se escuchó un murmullo de aprobación entre los asistentes. Julián continuó:

-Jesús de Nazaret dijo: “Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus pertenencias la que le dan la vida”. Recuerden la parábola al respecto: “Había un hombre rico al que sus tierras le habían producido mucho. Se decía a sí mismo: ‘¿Qué haré? Porque ya no tengo dónde guardar mis cosechas’. Entonces pensó en construir graneros más grandes para guardar sus trigos y sus reservas, para después descansar, comer, beber y pasarla bien. Pero Dios le dijo: ‘Tonto, esta misma noche te van a pedir tu vida, ¿quién se quedará con lo que amontonaste?’”

-Pero, maestro Julián –dijo un reconocido mercader-. Somos de carne y huesos, necesitamos asegurarnos el pan, el vestido y el techo para nosotros y nuestras familias.

-Jesús dijo también: “No se preocupen por la vida, pensando: ¿qué vamos a comer? No se inquieten por el cuerpo: ¿con qué nos vamos a vestir? Porque la vida es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Miren las aves: no siembran ni cosechan, no tienen despensa ni granero, y, sin embargo, Dios las alimenta. ¡Cuánto más valen ustedes que las aves!

“Miren los lirios, que no hilan ni tejen. Pues bien, yo les declaro que ni el mismo Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de esos lirios. Y si Dios en el campo da tan lindo vestido a la hierba que hoy florece y mañana se echará al fuego, cuánto más hará por ustedes, gente de poca fe.

“No estén siempre pendientes de lo que comerán; no se atormenten. Los que viven para el presente mundo se preocupan por todas esas cosas. Ustedes en cambio, piensen que su padre sabe lo que necesitan. Por lo tanto trabajen por su Reino, y El les dará todas estas cosas por añadidura”.

Terminó de citar el Evangelio e hizo una larga pausa.

Los asistentes empezaron a discutir en voz baja entre sí. Unos estaban de acuerdo su predicación pero otros no.

El mismo mercader replicó:

-¿Entonces no debemos hacer nada, quedarnos con los brazos cruzados y esperar el alimento?

-No, no es eso lo que Jesús quiso decir. Recuerden la parábola de los talentos, cómo el amo maldijo al siervo al que sólo le había confiado un talento y lo enterró... Dios nos ha dado a cada uno de nosotros eso precisamente: talentos. A unos más que a otros, pero eso no debe importarnos, El sabrá porqué los distribuyó así. Tu, tal vez tienes el talento para comerciar, otros en cambio, para labrar, otros hombres para pastorear, otros para curar, otros para gobernar; hasta para luchar y para la guerra se requiere talento.

“Ahora, si el talento está dado, no debemos preocuparnos por el cómo conseguir el pan y el vestido, sólo hay que confiar en que ese mismo talento con que Dios nos ha dotado nos facilitará las cosas. Confiar en Dios, es tener fe en nosotros mismos. Es por eso que a Dios hay que buscarlo en nuestro corazón, en nuestro interior, no afuera.

“Luego, debemos encontrar cuáles son nuestros talentos y habilidades. Si sólo es uno entonces utilizar ese único, multiplicarlo para entregarle más cuando El nos pida cuentas. Pero oigan bien, lo importante es multiplicar nuestros talentos, no nuestros bienes, ésos se multiplicarán por añadidura.

“Si sus talentos los cultivan cada día más, serán mejor en lo que hacen y los demás buscarán en ustedes esos mismos talentos. Entonces, no les faltará el sustento, no podrá faltarles. Por eso cuando decidimos un oficio o un arte, debemos escuchar primero nuestro corazón, seguir nuestra esencia y no preocuparnos si nos dará para comer o sobrevivir. Además, el que sigue su esencia hace lo que le gusta, y el que hace lo que le agrada vive pleno, es feliz. Eso es trabajar por su Reino, el de ustedes; Dios quiere que trabajen por el de El, pues el de ustedes es el de El”.

-Sí. Por eso a la entrada del Oráculo de Delfos, en la Grecia antigua, estaba escrito: “Conócete a ti mismo” –agregó un marinero.

-Cierto es –afirmó Julián, señalando a aquél.

Un sacerdote se acercó a Julián, le susurró unas palabras al oído y le entregó un pequeño pergamino.

Después de leerlo el monje dio las gracias a los asistentes y nos retiramos en compañía del cura por entre la sacristía.

-¿Qué pasa? –pregunté.

-Amigo Normando, prepárate. Tendremos hoy un interesante encuentro.

***

El salón era grande mas no tan pomposo como lo había imaginado. Nos sentamos los tres en silencio. Julián en el centro, el sacerdote a su derecha y yo a su izquierda. Las robustas sillas de madera y cuero, tenían un espaldar muy largo, moverlas no era cosa fácil.

De pronto la gran puerta se abrió y otro sacerdote joven apareció anunciando con voz ceremoniosa a Celestino III, Su Santidad el Papa. La cabeza me dio vueltas, no se si por la tremenda ansiedad que tenía o porque no dejaba de preguntarme ¿qué diablos... (¡perdón!), qué está haciendo un guerrero normando, un cruzado, en el mismísimo recinto papal con un monje y un cura?

El anciano Papa inclinó la cabeza en señal de saludo y extendió su diestra ¡a mi primero!, creí desmayarme, ¿qué se suponía que debía hacer?, pues hice lo que no debía: le extendí la mía y le di un fuerte apretón de manos. Todos me miraron como si hubiera cometido un sacrilegio. "¡Oh, no!", recordé demasiado tarde, que debía haberle besado su bendita sortija.

El buen Papa decidió romper la pesadez de la situación y palmeándome el hombro izquierdo me dijo:

-Me han dicho que eres un valiente cruzado que luchó junto a mi querido Ricardo, y que eres un normando muy hábil con la jabalina.

Me sorprendió el que estuviera tan informado de un hombre sin títulos nobiliarios, ni riquezas, sin fama ni gloria, como yo. Apenas pude balbucear:

-Eh... bueno... no es cierto. O sí lo es, pero no tanto. Sólo fui un soldado más que combatió contra el invasor de las Tierras Santas.

Para mi descanso, Julián acudió a mi rescate:

-Indudablemente es un guerrero que le hace honor a Normandía, no sólo por su habilidad en el manejo de las armas sino también por su aplicación a los estudios. Permítame decirle, Su Santidad, que él ha sido uno de mis discípulos más destacados en el estudio de las lenguas latina y griega.

-Eso noto, por su buen latín -replicó el Papa. Acercándose ahora a Julián, le extendió su mano, quien sí se la besó al igual que el cura-. Siéntense, por favor.

La cortesía y el tono suave de voz correspondía muy bien al personaje que representaba: el supremo administrador del Reino de Dios en la Tierra.

Yo pensaba en si mis padres me lo hubieran creído. Recordé cuando mi hermano no me creyó el día que le comuniqué que el rey Ricardo me eligió en persona como miembro de su Guardia Real.

Después del riguroso intercambio de preguntas triviales sobre la vida de Julián, el monasterio, la isla de Malta y Salerno, el Papa fue al grano:

-Se preguntarán, mi querido Julián y mi valiente Normando, por qué los he llamado -ambos asentimos con nuestras cabezas. Continuó-: Seré breve, les diré que necesito de ustedes un favor -hizo una pausa esperando nuestra reacción. Como ni pestañeamos, prosiguió-: Quiero encomendarles una importante misión. Una misión secreta que puede en algún momento dado, si la aceptan, poner en peligro sus vidas.

Julián, sin tomarse la molestia de consultarme al menos con la mirada, respondió por los dos:

-Si es por una buena causa a los ojos del Dios Padre, como suponemos lo es, entonces la aceptamos.

Moví afirmativamente mi cabeza en señal de acuerdo, mientras no dejaba de preguntarme qué cuernos estaba haciendo allí.

***

Habían transcurrido casi ocho meses desde nuestra salida de Roma, sin acontecimientos que merezcan narrarse.

Como de costumbre, andábamos sin prisa, deteniéndonos hasta por dos semanas en algunas aldeas y ciudades. Debíamos mantener la apariencia de un monje evangelizador y de un loco trotamundos (ése representaba yo). Nadie debía sospechar que estábamos en una misión secreta enviados por uno de los dos hombres más importantes del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Aunque más bien creo que a Julián al verlo con ese halcón sobre su hombro debían tomarlo por brujo, y a mí con un lobo salvaje, por loco de atar. No obstante, para ser sincero, desde que el cuadrúpedo me acompañaba dormía más tranquilo, en especial aquellas noches que pasábamos a la intemperie. Supongo que a más de un bandido de caminos mi peludo amigo disuadió de sus malas intenciones.

Durante este tiempo recorrimos Lombardia, Borgoña y Suabia. Ahora nos encontrábamos cruzando el límite entre Franconia y Sajonia. Pero algo me decía que se avecinaban problemas, presentía que en Sajonia las cosas se pondrían grises, como se ponía el cielo en esta época de invierno.

***

-¡Qué bien nos han servido esas dos taleguitas con monedas de oro y plata que el Papa nos dio para solventar nuestros gastos! Todavía nos queda como para un año más -hice una pausa y miré a mi compañero de viaje al tiempo que limpiaba el afilado cuchillito. Él se limitaba a observarme en silencio-. Bueno, como dices -continué-, no hay que preocuparse por cosas tan terrenales como el dinero. Pero a decir verdad, cuando llegamos a Roma ya nuestra bolsa sólo contenía polillas, lo que no dejaba de angustiarme -ante su mutismo me volví de nuevo hacia él. También descubrí que tenían sus ojos fijos en mí, o mejor, en mi cuchillo, el halcón y el lobo. Proseguí con el monólogo-: Definitivamente ya estoy comprendiendo qué es tener fe, así como estoy aprendiendo a confiar en la vida, a no preocuparme por qué voy a comer o cómo habré de sobrevivir.

"Desde que llamé a la puerta de tu monasterio hasta hoy, casi tres años después, nunca he sabido qué iré a comer al día siguiente o dónde dormiré o con qué me vestiré, mas nada de eso me ha faltado.

"También he de confesarte que estoy comenzando a entender aquello del desapego total a todo, incluso a la vida misma. No poseer, parece ser el secreto para una vida plena, sin preocupaciones. Cuando miro hacia atrás, me avergüenzo de haber sido tan materialista, de haber discutido y hasta peleado por el oro y la plata. Me estaba convirtiendo en un esclavo del dinero, no, más bien de la ambición.

"¡El Dinero! Un señor al que jamás espero volver a servir.

"Y la Vida -continué luego de una breve pausa-, una señora a la que no hay que aferrarse. Si nos desapegamos del todo de ella le perderemos el temor a muchas cosas, incluso a la muerte. Hay que confiar en ella, en que la tendremos justo cuanto nos sea necesaria, ni un día más ni uno menos.

"¿Te imaginas cuando la vieja Parca, la Señora Muerte, venga por nosotros los desapegados a la vida? ¡Qué desilusión se llevará!, pues no disfrutará quitarnos lo que nos es indiferente; hasta puede que nos pase por alto y... ¿y si la muy desgraciada, en castigo, decide dejarnos vivir ciento veinte años? -divagué-.

-¿Por qué ustedes los normandos tienen esa costumbre de afeitarse la barba? -habló por fin Julián, pero me desconcertó con la pregunta.

-¿Qué, acaso no sabes que los normandos, como los antiguos romanos, nos rasuramos para evitar que el enemigo nos sujete por la barba en caso de una lucha cuerpo a cuerpo?

-Ah, nunca se me había ocurrido -se tocó su barba y continuó hablando-: Te creo lo del desapego a la vida, pues pocos en Malta se pasarían un cuchillo por la cara y la garganta tan a menudo como lo haces tú.

-¿Extrañas a tu isla?

No respondió, se quedó pensativo. Así que cambié de tema:

-No has vuelto a investigar sobre el "Libro de la Vida" desde que estuvimos en Roma, ¿acaso ya no es importante?

-Por supuesto que sí lo es, y sí investigo. No está en Roma ni en ninguna de las aldeas que hemos visitado.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque hago mis averiguaciones con discreción. Sólo lo pregunto bajo secreto de confesión a los sacerdotes que me inspiran confianza.

-Que brillante -repuse-. Si un cura no lo sabe, ellos que escuchan las confesiones de su pueblo, entonces nadie allí lo sabe. Pero, ¿y si por su mismo secreto no te lo pueden decir?

-No tienen qué responderme quién se los dijo o dónde está, nada más si han escuchado sobre el Libro. Además, me basta con la forma como reaccionan acerca del tema para saber si estoy cerca o no. Y si lo estuviera encontraría más señales.

-¿O sueños?

-Tal vez. Hay que estar atento.

-Hay que estar atento a todo en la vida -reafirmé-. ¡Auh!, especialmente cuando te afeitas. ¡Ya me corté!

-¿Es la sangre tu esencia?

-¿Qué clase de cuestionamiento es ése? -inquirí.

-¿Recuerdas cuando ante los romanos hablé sobre seguir nuestra esencia, escuchar nuestro corazón, cuando decidiéramos un arte u oficio?

-Sí, claro que lo recuerdo.

-¿Entonces, cuál es tu esencia?

-Soy un guerrero -dije sin vacilar-. Es algo que llevo en mi sangre normanda.

-¿Tu esencia es matar?

No me gustaba el giro que tomaba la conversación. Me parecía que se hacía el tonto.

-¿A dónde quieres llegar? -pregunté sin esperar respuesta-. Por supuesto que no me agrada matar. Soy guerrero porque siento un inefable deseo de luchar por las causas justas y defender a los míos, a mis creencias, a mi rey...

-¡Causas justas, los tuyos, tus creencias, tu rey! -repitió con cierto sarcasmo, elevando cada vez más el tono de su voz-. ¿Acaso los del lado contrario, los enemigos a quienes combates no luchan por lo mismo, por sus causas, por los suyos, por sus creencias y por su rey? ¿Entonces, cuál es la verdadera causa justa? ¿Cuál es la verdad que justifica el ser lo que eres, el hacer lo que haces?

Me sentí atrapado en una celada filosófica, así que opté por no continuar la discusión y rendirme con un:

-Tendré que pensarlo. Tal vez no haya justificación alguna para la guerra, pero ella existe y por ella existimos los guerreros.

El lobo se levantó de un salto gruñendo hacia una arboleda cercana al patio trasero de la casa donde pagamos por albergue, alimento, agua caliente y forraje para nuestros caballos. Nos habíamos tomado dos días de descanso.

Inspeccionamos con nuestros ojos, pero no descubrimos nada ni a nadie diferente de los dueños y de sus hijos.

-Vaya, veo que también estás nerviosos desde que arribamos a Sajonia -dije a mi amigo lobo.

-Alguien nos vigila -afirmó Julián.

-¿Te lo dijo el lobo?

-Sí.

Lo había preguntado en son de broma, pero ante tan natural respuesta recordé que el monje maltés se comunicaba mentalmente, o con el corazón como pregonaba, con los animales.

-Hora de marcharnos -agregó.

***

El invierno en Sajonia tiene fama de inclemente. Ya no lo dudaba, éste que nos recibió me parecía el más frío al que mis huesos se habían sometido. Por todos lados, adonde miraba, se veía nieve y nada más que nieve.

Llevábamos más de dos días cabalgando hacia Brandenburgo, casi sin nada que comer. No sabía qué era más insoportable, si la fría soledad del camino o el hambre. Aunque no me quejaba, Julián de vez en cuando repetía: "Hay que tener fe, hay que tener fe. Los senderos de Dios son misteriosos".

Avistamos a lo lejos una pequeña aldea. Sin discutirlo nos dirigimos a ella.

De repente algo pasó veloz entre nuestros caballos, lo que los asustó. Como no estaba bien aferrado a mi montura aterricé de nariz sobre la nieve. Pero más me preocupó no dejar escapar ese delicioso par de perniles que vi en el apresurado jabalí, así que rápidamente tomé mi jabalina y la lancé con toda la potencia de un normando hambriento sobre el salvaje animal. No dudo que el hambre afinó mi puntería, pues lo atravesé desde la cola hasta el hocico. Cayó inerme.

Apenas lograba ponerme de pie cuando escuché el grito de peligro a mi espalda que emitió el monje. Me volví. Un enorme tigre rugía mostrándome sus afilados colmillos (¿Un tigre en Sajonia?, increíble, pero juro que allí estaba), tal vez con más hambre que nosotros seguro era la causa de la prisa del gordito jabalí. Pero no me detendría en consideraciones, era mío y por nada del mundo se lo dejaría a un gato grande y ruidoso, aunque mi estómago también rugía. Así que era él o yo. Mi espada intervino a mi favor, la tomé con la velocidad de un rayo de mi espalda y ¡zas!... el tigre perdió su cabeza y yo gané la presa. ¿Yo gané?

Los aldeanos que presenciaron la escena empezaron a aproximarse, en su mayoría niños y ancianos famélicos. El cuadro era desolador, era evidente que el hambre convivía allí, no vi ni un perro. Quién sabe hace cuánto tiempo se habían comido el último. Todos miraban el jabalí...

Mi lobo, no menos hambreado que yo -al que le increpé dónde se había metido cuando apareció el enorme tigre-, presintió el deseo de aquella gente y les peló sus colmillos. Le pedí a Julián que lo calmara; en ese preciso momento señalaron, gritando con horror, hacia el horizonte: Una veintena de jinetes con armaduras y estandarte galopaban hacia nosotros.

-¡Soldados del Emperador, debemos escondernos! -exclamó Julián.

Los aldeanos nos escondieron sin perder tiempo en una cueva camuflada en un barranco próximo a una de las casitas. Los jinetes entraron atropellando y gritando, parecían buscar algo o a alguien, quizás a nosotros, pensé.

Interrogaron y esculcaron casa por casa, hasta que se cansaron y desaparecieron tan pronto como habían llegado.

Temo que nos buscan -susurró Julián-. Nuestra misión secreta ya debió llegar a oídos del Emperador.

Mientras compartíamos el jabalí y el tigre con los hambrientos ancianos, mujeres y niños de la aldea, nos enteramos que las huestes imperiales habían devastado esa región en los últimos meses. Robando el ganado y los alimentos, y no conformándose con eso, habían asesinado a casi todos los hombres que trataron de oponerse, por no mencionar lo que hicieron con las mujeres jóvenes.

La carne de tigre, aunque un poco dura, no me pareció tan desabrida. Pero mi amigo lobo resultó más exigente, sólo aceptó la de jabalí.

Los soldados del emperador no eran la única desgracia que azotaba la aldea. Cada noche de luna llena, otro par de jinetes, unos desalmados locos aterrorizaban el pueblito con sus espadas. Les llamaban el Hombre Fiera y el Hombre Caballo, pues según parecía, usaban las cabezas disecadas de un felino y de un caballo a manera de máscaras. Robaban comida y secuestraban a una joven o a un niño a quienes sangraban hasta dejar casi moribundos en el bosque, con algún propósito hechicero, pues no se nos ocurría para qué más necesitaba alguien sangre humana.

-¿Cuándo es luna llena? -pregunté.

-Esta noche -respondió sin siquiera pestañear Julián.

***

Anocheció.

Julián quemaba palo santo.

Pelear contra soldados o bandidos era una cosa, pero contra un par de locos que se creían sanguijuelas era otra cosa. Miré a través de la ventana y observé la blancura del disco lunar que se reflejaba sobre la nieve.

-Una noche hermosa para una batalla -comentario del monje que consideré fuera de lo común. Parecía que disfrutaba el momento. Quise hablar, pero el frío me genera un mutismo infranqueable.

Continuamos a la espera dentro de la cabaña donde nos alojaron los aldeanos. Al rato tocó a la puerta un anciano, el monje abrió, intercambiaron algunas palabras en su lengua. El anciano le entregó un largo paquete de cuero y se fue.

Julián, frente a la mesa, lo desató lentamente. Contenía una extraña pero hermosa espada verde de hoja delgada y con la punta como la saeta de una flecha partida a la mitad.

Tomándola, apuntó al techo y murmuró:

-He aquí la mitad de la Espada Esmeralda. La espada invencible, por fin. Después de casi quinientos años se volverán a unir las dos partes... Un arma que sólo debe servir para el Bien.

-Cuéntame la historia completa, por favor -rogué con curiosidad.

-Hace unos quinientos años dos misteriosos forasteros visitaron a un rey sajón. Como éste los acogió con generosidad, le obsequiaron en agradecimiento una extraña espada de un durísimo metal que brillaba como una lámpara de luz verde, cuya hoja terminaba en saeta. De la que podían surgir dos, pues se dividía en dos mitades. Y según la leyenda, el caballero que mantenga unidas las dos mitades tendrá una espada que lo hará invencible. Los forasteros la llamaban la Espada Esmeralda.

-¿Y qué pasó?

-Cuando el rey presintió su muerte, decidió que nadie en su reino era merecedor de poseerla. Así pues, la dividió. Una de las mitades se la entregó a su confesor, un sacerdote, quien al morir el rey huyó a Roma perseguido por los sajones que buscaban aquella mitad de la espada, la faltante.

"La otra mitad que conservó el rey, fue objeto, al morir éste, de sangrientas disputas entre sus herederos y cortesanos; hasta que nunca más se volvió a saber de ella."

-¡Es esta mitad! ¡Dónde la venimos a encontrar: en una aldea sajona olvidada de Dios!

-Los caminos del Padre son misteriosos -convino Julián-. Este anciano, según me contó, hace años recibió instrucciones del espíritu del rey en un sueño, que cuando apareciera un monje con un halcón sobre sus hombros, acompañado por un guerrero y un lobo, se la entregara.

-Y esos somos nosotros. ¿Pero cómo llegó la mitad de la espada hasta aquí?

-De generación en generación. Parece que su tatarabuelo en una de las tantas guerras tribales la obtuvo como botín.

-¿Y qué hay de la otra mitad?

-Al llegar a Roma el confesor del rey, decidió ponerla bajo la custodia del Sumo Pontífice de aquellos días, quien la guardó como parte del tesoro papal. Sin embargo, hace pocos años, el papa Celestino III...

-¿Con quien nos entrevistamos? -interrumpí.

-Sí. Celestino III fundó la Orden Teutónica y se las entregó en custodia como símbolo secreto de la Orden.

-La Orden Teutónica... mmm... Son una orden religiosa-militar de caballeros alemanes con objetivos cruzados, una especie de Templarios, ¿o me equivoco?

-No te equivocas. Ellos son precisamente nuestro próximo objetivo, si Dios nos lo permite -dijo señalando hacia el exterior de la ventana.

A lo lejos se veían las siluetas de dos jinetes que se acercaban al galope. Entraron a la aldea blandiendo sus espadas y lanzando unos alaridos salvajes, con el ánimo de aterrorizar a los pobladores.

-¡Eh, aquí, engendros del demonio! -gritó Julián a través de la ventana. Volviendo a gritar en tono desafiante-: ¡Aquí los estamos esperando!

-¿Qué haces? -pregunté sorprendido de la actitud del monje.

-Enojar al enemigo. Así será más fácil vencerlos en la batalla.

***

-¿Dónde aprendiste a pelear así? -pregunté a Julián mientras nos alejábamos de la aldea. Dejando a unos pobladores muy agradecidos por haberlos liberado para siempre de ese par de monstruos.

-Es una historia larga. Sólo te diré que un viejo monje budista, de piel amarilla y ojos rasgados, llegó a Malta desde una muy lejana nación, un país compuesto por muchas islas, donde los hombres viven y mueren por el honor utilizando espadas como estas -me señaló la rara espada que cargaba a su espalda en vaina de madera-: Una espada samurai.

-Vaya, parece que las espadas son mi destino. En tan poco tiempo ya he conocido una espada verde partida en dos y otra espada sa... ésa. Cada día se aprende algo nuevo.

Es que el tal Hombre Caballo con quien tuve que vérmelas, era en verdad una bestia sajona gigante con una fuerza descomunal, además de hábil espadachín. Al igual que el Hombre Fiera, de quien Julián dio rápida cuenta viniendo en mi auxilio. Admiraba cada vez más la agilidad con la que mi amigo monje manejaba su rara espada.

-El objetivo de la vida es aprender. Sólo cuando hemos aprendido es que cumplimos nuestra misión en este mundo.

-Y una vez cumplida la misión llega el ángel de la muerte y nos toca -agregué.

Afirmó con un movimiento de cabeza.

-Por eso, como ignoramos cuándo se nos aparecerá la muerte -continué- debemos vivir cada instante como el último que nos queda. Así pues es inútil desgastarnos con sentimientos vanos como la soberbia, la ira, el orgullo, la ambición, los celos, la envidia o el odio. Porque si la muerte nos sorprende en esas situaciones, no será un instante, el último, digno de recordar. Ahí mismo, moribundos, caeríamos en cuenta de lo vano que es hacer infeliz al prójimo y a nosotros con esos sentimientos negativos.

Julián me miró arqueando las cejas evidenciando sorpresa ante mis palabras.

-¿Qué, acaso no sabes que un guerrero aprende sobre la vida las enseñanzas que le deja la muerte? -repliqué a su gesto. Proseguí disertando-: Todo por la vanidosa honrilla que llevamos dentro, que es como un demonio que de cuando en cuando dejamos libre por causa de cualquier tontería. Como cuando alguien nos hiere en nuestro amor propio, que es la misma vanidosa honrilla a la que me refiero, nos enojamos con ese alguien y también tratamos de herirle su amor propio.

"Una vanidosa honrilla que se nos sube por tonterías como un simple comentario, un ridículo gesto, una desatención para con nosotros, un olvido o porque simplemente no nos prestan atención.

"Nos hacemos esclavos de esta vanidosa honrilla, que cada día alimentamos con nuestra razón hasta hacerla crecer de un modo inmanejable. Convirtiéndonos en seres orgullosos, prepotentes, codiciosos, vengativos, celosos o pendencieros. Cuando deberíamos mantenernos en paz con los demás, con nosotros mismos, con la vida.

"Nosotros solitos, tal vez con ayuda de quienes nos rodean, nos obligamos a llevar a nuestras espaldas tan pesada carga. Quizás a eso se refiere aquél consejo que dice: 'Dejad que cada quien cargue con su propia cruz'. Sólo cuando encerramos para siempre ese demonio de nuestra propia creación, la vanidosa honrilla, y encargamos de su vigilancia a nuestro corazón en vez de la razón, es que nos hacemos realmente libres, seres plenos y felices. Así creo que se encuentra el que Jesús de Nazaret llamó el Reino de Dios".

No sabía de dónde me había salido tanto verbo. Me encontraba asombrado ante el discurso que acababa de pronunciar. A lo mejor, el haber visto tan cercana a la muerte, cuando temí perder la vida a manos del Hombre Caballo la noche anterior, me abrió los ojos... ¿o el corazón?

Julián, colocando su mano sobre mi hombro, citó un texto del Evangelio de Lucas:

"Tengan la ropa puesta y mantengan encendidas sus lámparas. Estén como hombres que esperan que su patrón regrese de un casamiento para abrirle apenas llegue y golpee a la puerta. Felices los sirvientes a los cuales el patrón encuentre despiertos a su llegada. Yo les digo que él mismo los atenderá, los hará sentarse a su mesa y los servirá uno por uno. Felices si los encuentra así aunque venga a la medianoche o a la madrugada.

"Entiendan bien esto: si el dueño de casa supiera a qué hora va a venir un ladrón, estaría preparado para no permitirle entrar en su casa. Ustedes también estén preparados, porque en el momento menos pensado vendrá el Hijo del Hombre..."

***

-Anoche soñé que estábamos cerca del "Libro de la Vida" -dijo Julián, mientras fijaba su saco al anca del caballo.

-¿Estará aquí en el Ducado de Pomerelia? -se me ocurrió.

-No, ni tampoco en el territorio de la Orden Teutónica. Por lo que soñé, está junto a un río, en la torre de un castillo. Pero no se exactamente dónde. Sólo recuerdo un escudo de armas, como el de un noble. Si lo veo lo reconoceré.

***

Luego de muchos días de camino entramos en el territorio de la temible Orden Teutónica, al este del Ducado de Pomerelia y al norte de las llanuras de Polonia. Tierras con halo de misterio.

No fue difícil encontrar al jefe de estos caballeros germanos, gracias al sello papal que portaba Julián. Este guerrero cristiano leyó la carta del Sumo Pontífice dirigida a él, y pese a no poner muy buena cara, acató la solicitud papal: nos entregó la otra mitad de la Espada Esmeralda.

Julián juntó ambas mitades, las que encajaron a la perfección, conformando una magnífica espada verde que resplandecía como si tuviera luz propia, cosa que admiró a los teutones. Pensé que se irían a arrepentir de ceder su mitad, pero el Papa era su máximo jefe, a quien habían jurado obediencia y lealtad.

Después de una espléndida cena en nuestro honor y una noche de agradable sueño al calor de una gran chimenea, partimos el monje, el lobo, el halcón y este servidor rumbo a Viena, el sitio en donde debíamos culminar nuestra misión: el Ducado de Austria.

***

El sol siempre se debía ver nacer a nuestra izquierda y ponerse a nuestra derecha. Bueno, cuando aquellos días finales del crudo invierno nos permitía disfrutar del sol. Conservando este principio sabíamos que íbamos rumbo al sur.

El camino era largo. Lo recorrimos durante varias semanas a caballo, hasta llegar a Viena. Trayecto en el que no se nos presentó ningún incidente que amerite detallarse.

Evitábamos las tropas del Emperador gracias al don de Julián de comunicarse con los animales. Así pues, a veces era un cuervo, a veces una avecilla, a veces un lobo o a veces el perro viejo de una granja era quien nos advertía de la cercanía del enemigo. No cuento a los jabalíes o a los ciervos, porque éstos fueron con frecuencia nuestra cena. ¡Qué le vamos a hacer, es la ley de la supervivencia!

Como decía Julián cuando descubríamos alguno distraído: "He ahí el pan que el Padre nos ha enviado". Apenas terminaba de decirlo cuando una flecha salía disparada de mi arco o volaba mi jabalina directo a la presa.

Cuando lo estaba rematando, él se acercaba al animal y le susurraba: "Gracias hermano jabalí (o ciervo) por alimentar hoy a nuestro cuerpo; esta era tu última misión".

En cierta ocasión, le pregunté si acaso nuestro amigo lobo daba también las gracias a sus presas cuando cazaba. A lo que me respondió:

-¿Quién crees que me enseñó esta oración?

 

Durante aquellos días tuvimos mucho tiempo para discutir sobre la vida, sobre la muerte, sobre Dios, sobre los hombres, sobre el destino. Entre tantas charlas le pregunté cuál era la mejor manera de pedir a Dios, él se limitó a responder:

-Cuando se pide de corazón ya está concedido -hizo una pausa y citó a Jesús: "...pidan y les darán, busquen y hallarán, toquen a la puerta y les abrirán. Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llame a una puerta se le abrirá.

"¿Qué padre de entre ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra, o si le pide un pescado, en vez de pescado le da una serpiente, o si le pide un huevo, le pasa un escorpión? Por lo tanto si ustedes que son malos saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan".

Otro día, arribamos a una humilde casa y un perro pastor se nos aproximó meneando la cola a modo de saludo y le "habló" a Julián de Malturgia.

-¿Qué te dice? -pregunté intrigado.

-Que la única hijita de su amo está muy enferma y hay gran desolación en su casa. Me pide que la sane.

-¿Y este buen perro cómo conoce tu poder?

-¿Cómo? Oh, amigo Normando -me respondió sonriendo-. Los animales escuchan a su corazón en vez de su razón, y por eso alcanzan el verdadero conocimiento con más facilidad que los hombres. Para ellos la razón es simplemente un medio más para sobrevivir, no es el centro de sus vidas, ellos saben que lo importante es el corazón.

"Si quieres alcanzar el verdadero conocimiento válete de tu corazón, con la razón nunca lo lograrás. El conocimiento es como el agua de un lago, con tu razón sólo podrías señalarla y decir que está ahí, mas no la conocerías; en cambio con tus sentidos, que son la extensión del corazón, podrías probarla, sentirla y disfrutarla al beberla o nadar en ella".

Entramos a la casa y nos presentamos en nombre de Dios.

Julián preguntó por la pequeña niña enferma, lo que sorprendió mucho al par de esposos:

-¿Cómo sabes que mi pequeña agoniza, acaso eres un brujo o un demonio? -inquirió el padre de la criaturita.

-No teman -dijo Julián de Malturgia-. Los caminos de Dios son misteriosos. Permite que él -agregó señalándome- la tome en sus brazos y la sanará.

Yo abrí los ojos incrédulos pero no hablé. No sabía exactamente lo que se proponía el monje maltés, pero confiaba en él.

La pareja me miró, la madre aprobó con un gesto y en seguida fue en busca de la bebita.

Me la entregó, yo miré a Julián quien con una socarrona sonrisa me invitó a cargarla. Nunca en mi vida había tomado en mis brazos a una niña de tan pocos meses de nacida, pero recordé cómo lo hacía mi madre con mi hermano menor y, cuando llevé a la bebita contra mi pecho sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, una sensación que jamás imaginé existía.

El tibio cuerpecito me envolvió. La miré a sus ojos, ella dejó de llorar y me sonrió; yo en vez de sonreir, lloré. La estreché con suavidad contra mi corazón, cerré mis humedecidos ojos y oré en voz alta:

-Dios Padre, si es tu voluntad, te pido en nombre de Jesús de Nazaret, tu Hijo, que sanes a esta nena que sostengo en mis brazos. Porque el Maestro dijo: "Todo lo que pidan en mi nombre mi Padre se los concederá".

Por unos momentos más la abracé y luego la devolví a su madre. Ella le tocó la frente y exclamó:

-¡Ya no tiene fiebre! ¡Ya no llora! En verdad la ha curado, llevaba más de tres días con calenturas, llorando y vomitando. Gracias, forastero...

Yo ya no escuchaba sus palabras, ni las de su esposo, me encontraba sumergido en otro mundo, en una extrañísima sensación que se apoderaba de mí. No me sentía capaz de pronunciar palabra alguna, estaba mudo y paralizado, no lograba explicarme qué me pasaba. Hasta que el monje me palmeó la espalda y me susurró al oído:

-"...el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan".

Aquella misma noche la bebé comió y durmió tranquilamente.

Aunque mi razón a veces dudaba, algo dentro de mí me serenaba diciéndome que la pequeña ya estaba sanada, y eso me hacía sentir de maravilla.

Todo era alegría en aquel hogar. Hasta el perro pastor me lamía y relamía las manos, era su manera de agradecerme el... ¿el milagro?

***

Luego de firmar el tratado con Saladino, el rey Ricardo I "Corazón de León" emprendió el regreso a Inglaterra. En el año 1192 fue hecho cautivo por el duque de Austria, Leopoldo, quien lo entregó al emperador de Alemania Enrique VI; dos años después recuperó su libertad mediante un cuantiosísimo rescate.

Por este infame secuestro, el duque Leopoldo de Austria fue excomulgado por el Papa Celestino III.

Después de la liberación de Ricardo, se rumoraba que aun había un misterioso caballero en los calabozos de Leopoldo.

***

El Danubio es un hermoso valle, y Viena la ciudad más bella de éste. Ni siquiera el codicioso duque de Austria opacaba el esplendor de la ciudad.

Anochecía cuando pasamos frente a las puertas del castillo de Leopoldo. Detuvimos nuestras cabalgaduras y lo observamos detenidamente a una distancia prudente. Julián de Malturgia señaló hacia el pórtico principal y exclamó:

-Ahí está el escudo de armas.

-¿De cuál escudo me hablas?

-Aquel del sueño que tuve en Pomerelia, ¿recuerdas?

-¡Ah! ¿Entonces ahí está el Libro de la Vida?

-Sí, lo presiento - se volvió hacia el halcón sobre su hombro derecho y algo le dijo. El gris cazador de los aires emprendió el vuelo, rodeando las torres del castillo se posó en una de sus ventanas enrejadas. Luego regresó al hombro de su amo.

-Allí, en esa torre, está el hombre a quien buscamos. Pero como lo temía, está muy bien custodiado -dijo señalando con los ojos a los guardias apostados a la entrada, en los jardines y en las torres.

-¡Qué curioso! -reflexioné en voz alta-: La vida nos ha colocado en el mismo sitio el Libro de la Vida y el objetivo de la misión que el Papa nos encomendó.

El anciano pontífice, Celestino III, en Roma nos encargó el rescate del misterioso caballero que todavía tenía secuestrado Leopoldo. Por quien el Duque pedía a cambio la Espada Esmeralda (ambas mitades) en vez de oro, como precio por su liberación.

El duque de Austria, sabía muy bien a quiénes tomó como rehenes y cuánto valían para sus pueblos o familias. Ricardo y sus caballeros ingleses, mucho oro; pero por el misterioso caballero, un tesoro de la Iglesia, que el Papa difícilmente se negaría a entregar. ¿Por qué? Porque era sangre de su sangre. El rehén era sobrino de Celestino III.

¿Pero a quién enviar en tan delicada misión: encontrar la mitad perdida de la Espada Esmeralda en cualquier lugar de Europa, para después solicitar la otra mitad bajo custodia de la respetada Orden Teutónica, y así, poder ir a canjearla por el rehén de Leopoldo?

Pues quién mejor que un sabio monje políglota con extraños poderes, y un guerrero normando que había luchado al lado de Ricardo "Corazón de León".

-Se trata de una señal de que el destino está de nuestro lado -replicó Julián. Continuó-: Tenemos ya la Espada, ahora debemos intentar liberar al sobrino del Papa, sano y salvo.

-¿Tienes algún plan?

-¿Plan?... Mmm... No -luego de una pausa me miró detenidamente ostentando esa sonrisa socarrona que le detestaba y agregó-: Pero alguno se te ocurrirá.

***

-¡Brrr!... ¡Qué frío hace en este calabozo! Al menos el lobo y el halcón alcanzaron a escapar -murmuré.

Debo reconocer que Julián jamás me reclamó por el fracaso del plan que se me había ocurrido. A veces, inclusive, pienso que él sabía de antemano que no tendría éxito, pues cuando se lo expuse lo aceptó sin reparo. ¿Acaso era ése su plan, que nos tomaran prisioneros?

El hecho fue que nos capturaron y nos encerraron en la estrecha celda de la torre, junto con el misterioso caballero. Quien no dejaba de burlarse de mi plan fallido. Así que como no quiero que nadie más se burle, no lo detallaré en esta crónica.

También el infame Duque se alzó con la Espada Esmeralda. Lo que no dejaba de preocuparme, ¿ahora qué razón tendría para mantenernos con vida?

-Ninguna. Claro está, hermano Normando -fue la respuesta del monje a mi preocupación-. Así que debemos salir de aquí.

-¿Escapar? ¡Imposible! -gritó mofándose de un modo imprudente el "sobrinito".

-Nadie puede liberarse si le falta el deseo de ser libre -replicó con voz queda Julián de Malturgia.

Después de un largo silencio y bajo la mirada inquisidora del monje, el romano sólo atinó a decir:

-Pero que esta vez no lo planee el normando.

Este hombre no era joven, por su aspecto flaco y barbado, parecía haber superado el medio siglo de vida hacía ya muchos años, no obstante se le veía saludable pese a su encierro. Tal vez un poco pálido por la falta de sol.

Una sombra cubrió la pequeña ventana enrejada de la torre. Era el halcón gris que se paró sobre ésta, desde el exterior. Julián lo miró a sus ojos. Al rato dijo:

-Hora de irnos.

El sobrino me hizo una cara como tratando de decirme que mi amigo había enloquecido.

El monje colocó su mano sobre la cerradura, escuchamos un ruido seco, el de un candado que caía al piso, la gruesa puerta se abrió como por arte de magia.

-¿Cómo hizo esto? -Inquirió el viejo caballero.

-La mente humana es más poderosa de lo que creemos -respondió Julián.

De un salto me reincorporé del suelo y me asomé con cautela dispuesto a una feroz lucha cuerpo a cuerpo con el centinela.

¡Cuál centinela! Con extrañeza, no descubrí ninguno.

-¿Dónde está el guardia? -exclamé.

-Está entregado en las manos de Eros con una sierva del Duque, en las escalas de la torre -dijo el monje con serenidad.

-¿Cómo lo sabe? -preguntó de nuevo el sobrino.

-Él lo sabe todo, y lo que no, ese halcón se lo dice -le respondí. Ahora me miraba como si el loco fuera yo.

En efecto, la parejita estaba tan entregada a su acto que fue muy fácil sorprenderlos, encerrarlos en la misma celda y tomar su espada, con la que "silencié" al segundo centinela, el de la entrada de la torre.

La oscuridad de la media noche nos permitió evadir a los demás guardias del castillo.

-Busquemos los caballos -sugerí.

-No. Primero la Espada Esmeralda -dijo Julián.

Me mordí la lengua, el riesgo se me hacía demasiado alto.

No se cómo avanzamos por los intrincados pasillos del castillo sin que nos descubrieran, tal vez el frío de la noche adormiló a los guardias. Hasta que entramos al salón principal, y junto al sillón del Duque, encontramos colgada la Espada.

-Listo, ahora sí, nos vamos -susurré.

-Se te olvida algo, nos falta el Libro de la Vida -volvió a detenerme el monje.

-¿Y dónde está? -me impacienté.

-No lo sé, hay que buscarlo.

Fue increíble. Pasamos casi dos horas abriendo cuanto libro y desenrollando cuanto pergamino encontrábamos, sin que nos descubrieran. Pero fue inútil. Hasta que el viejo caballero, que sólo se limitaba a seguirnos, decidió saciar su curiosidad o acelerar su fuga:

-¿Me pueden decir qué es lo que buscan?

El monje maltés fue al grano:

-El Libro de la Vida.

-¿Es muy antiguo? -preguntó de nuevo, pensativo.

-Debe serlo -respondió Julián acercándosele -. ¿Lo ha visto?

-Bueno... Podría ser. Si es muy antiguo debe tratarse de un pergamino, ¿no es así?

-Cierto -afirmó Julián.

El hombre sacó de su camisa raída un pequeño rollo y se lo entregó a Julián diciendo:

-Tal vez sea este, lo encontré en un orificio muy escondido entre las piedras de uno de los muros del calabozo, hace ya bastante tiempo. Lo traté de leer pero está escrito en una lengua que desconozco.

Mi buen amigo lo desenrolló con cuidado, lo ojeó y su cara se iluminó con una gran sonrisa.

-¡Sí, es éste! ¡Es el Libro de la Vida!

***

-El amor no causa sufrimiento, ésa es una idea falsa de muchos. Lo que nos hace sufrir es el apego que conlleva el amor. Apegarnos a algo es dañino, apegarnos a alguien lo es más.

"Hay que amar, hay que querer, pero no convertir a ese ser en el objeto de nuestra felicidad. Menos sentirnos dueños o con derechos sobre ese ser, porque todo ser es libre, si no de cuerpo sí de espíritu, y querer no es atar. El error estriba en llegar a creer que sin el ser o los seres a quienes amamos seremos infelices. No es así. El amor y la libertad andan tomados de la mano.

"Lloramos, sufrimos, cuando perdemos al ser que amamos porque nos hemos apegado a él, no porque lo amamos. Cuando perdemos un amigo, una esposa, un hijo o una madre; lloramos por la ausencia física mas no por el sentimiento, porque el amor no muere.

"El amor es espiritual, por tanto es eterno, viene del corazón; mientras el apego es emocional, producto de la razón, es finito y muere. Es ésto precisamente lo que nos ocasiona dolor, el aceptarlo".

-¿Acaso se puede amar sin apegarse? -pregunté.

Julián respondió:

-Claro que se puede, es más, se debe amar sin apegos. El apego engendra temores, los temores engendran demonios a los que llamamos celos, tristezas, exigencias, angustias, tensiones, desengaños, reclamos, condiciones. Demonios que hacen sufrir a quienes se ama y a quien ama.

-¿Y cómo se puede amar sin apego?

-El fuego se combate con fuego. Como el apego es producto de tu razón, úsala en su contra. Piensa y toma conciencia de que a quien amas no lo necesitas para ser feliz, y que en caso de faltar, podrás vivir bien sin ese ser. Que mientras esté a tu lado lo disfrutarás, pero que algún día no estará. Nadie necesita a nadie para ser feliz.

"Los seres que amamos, la vida nos los ha cruzado en nuestro camino. Pero unos nos acompañarán más trecho que otros, rara vez alguno nos acompaña todo el recorrido. Porque cada quien tiene su propia senda que ha de seguir. Cuando esa senda es paralela a la nuestra nos acompañamos, habiendo momentos en que nos debemos separar.

"Tu lobo te acompañó desde aquel día en que intervino a nuestro favor. Cumplió con su misión, la que la vida le dio como cazador, y como guerrero a su manera. Ya se fue a un viaje sin retorno, así tenía que ser. Su espíritu estará en ti, en tus recuerdos, en tu amor".

Aquella noche en el castillo, luego de encontrar el Libro de la Vida, deslizándonos entre las sombras alcanzamos el jardín sin ser vistos por los guardias del Duque. Estábamos próximos al bosque que nos aseguraría la libertad cuando un par de centinelas nos descubrieron.

En la oscuridad se confundieron los gritos, las espadas y la sangre. Eran demasiados contra nosotros tres, o dos más bien, porque el viejo caballero se encontraba muy débil para dar combate. Una espada alcanzó mi hombro y una lanza la pierna del viejo. Pensé morir bajo las estrellas de Viena. Pero la vida quería otra cosa. De entre los árboles emergió como la más feroz de las bestias mi amigo lobo, que abalanzándose contra la media docena de guardias les mostró el lado más aterrador de su poderío, peleando una batalla que no siendo suya, nos permitió la fuga. Su última batalla. Su vida fue el precio por nuestra libertad.

Perdí a un leal amigo, a quien no sabía que apreciaba tanto hasta aquella noche. En verdad, amaba a mi lobo.

También perdimos allí a nuestros valiosos caballos, pues no nos podíamos dar el lujo de buscarlos en las custodiadas pesebreras del duque Leopoldo.

Como suponíamos que nos buscarían hacia el sur, en dirección a Roma, decidimos huir hacia el oeste, hacia Francia.

De carreta en carreta y otras veces haciendo largos trayectos a pie, atravesamos Estiria, Baviera, Sabia y media Francia. Ahora nos encontrábamos en la ciudad de Bourges.

Varias semanas huyendo habían diezmado nuestras carnes y huesos. Por fin estábamos fuera del alcance del Duque y de su socio el Emperador. Sin embargo, el sobrino de Celestino III cayó gravemente enfermo, lo que pudo ser debido a una infección oculta de la herida en su pierna sumada al debilitamiento por tanto tiempo de encierro.

Julián no lograba curarlo. "Nadie es profeta en su casa". El viejo caballero adolecía de fe, quizás por sus orígenes "eclesiásticos". Así que sus esperanzas de salvación se centraron en la medicina francesa ortodoxa y en las infusiones que le daba a beber el monje; que preparaba con las hierbas y polvos de sus misteriosas bolsitas de cuero, las que todavía no me explico cómo logró evitar que le decomisaran nuestros carceleros en Viena.

Por fin, al cabo de dos meses, empezó a mejorar.

Habíamos perdido todo: las espadas (la samurai del monje y la mía, una preciosidad que me había obsequiado el rey Ricardo), el poco dinero que nos quedaba, ropajes, caballos; hasta mi jabalina y mi arco. Nada más contábamos con la vestimenta que llevábamos, la Espada Esmeralda, las dos espadas de los descuidados centinelas y el Libro de la Vida.

Sobrevivimos durante la huida gracias a la generosidad de los campiranos, monjes y curas, y de lo que cazaba el halcón gris. Un excelente cazador. Virtud que mi estómago llegó a tener en alta estima.

-De igual forma -continuó hablando Julián-, debemos desprendernos de nuestras posesiones, de los bienes materiales, de ese querer atesorar...

-Sí, ya entiendo -interrumpí-. A ese desprendimiento se refería Jesús de Nazaret cuando dijo: "Si quieren alcanzar el Reino de los Cielos, den todo lo que posean a los pobres y síganme". No era literal, se refería a no afanarse por atesorar, a vivir ligero como Él, sin apego a lo material. Así se halla la plenitud en la vida, ¿cierto?

Julián de Malturgia afirmó con su cabeza, esbozó una amplia sonrisa, y tomando un sorbo de su copa de vino me dijo:

-Tal vez ya no necesites saber el contenido del Libro de la Vida.

-¡Oh, vamos! ¡No me vengas con eso! Después de tantas aventuras, de casi dos años de buscarlo, de recorrer medio continente, de aguantar frío, penalidades, hambre, de estar encarcelado, de ser herido, de huir, de perder un buen amigo y el mejor caballo que haya montado; ¿y que no voy a conocer el contenido de ese bendito pergamino? ¿Bromeas acaso?

El monje lo extrajo de entre su túnica y observándolo exclamó:

-Así es la vida, mi querido Normando.

-Ya debes haber leído algo, anda, cuéntame -rogué.

-Está escrito en arameo, lengua muy antigua como tú sabes. Una lengua muerta que no conozco bien. Así que no he podido avanzar cuanto quisiera en su lectura.

-¿Y entonces?

-Necesito ayuda para traducirlo. Puede ser de otros textos antiguos o... O cierto viejo amigo lingüista.

-¿Qué estás insinuando?

Mi miró fijamente, pensando muy bien las palabras que iba a decirme:

-Creo que lo mejor será que una vez nuestro amigo se recupere, nos embarcaremos, tú te encargarás de llevarlo a Roma y entregarlo a su tío junto con la Espada Esmeralda, cumpliendo así nuestra misión. Mientras yo, en uno de los puertos de escala, tomaré otro barco rumbo a Malta.

-¿Y en Malta nos encontraremos? -vacilé. Un extraño mal presentimiento me invadió, pero opté por no discrepar.

Pareció que no me escuchó esta última pregunta. Con otro trago de vino tinto se sumergió en sus pensamientos, dando por terminada aquella conversación.

Una semana después, cuando el viejo caballero se sintió fuerte, reemprendimos el viaje, hasta un pequeño puerto francés en el Mediterráneo. Allí tomamos un barco que haría escala en Cagliari, donde Julián tomaría otro rumbo a Malta, y nosotros dos continuaríamos hacia Nápoles y luego a Roma.

Gracias al linaje del caballero rescatado, durante su enfermedad pudimos pernoctar en la casa arzobispal de Bourges, con buen alimento, buen vino y caliente cobija. También allí nos dieron las monedas suficientes para cubrir los gastos del viaje hasta Roma.

Pero una cosa era lo que planeábamos y otra muy distinta lo que el Destino nos deparaba.

***

Llega el momento en que nos preguntamos ¿para qué es la vida?, ¿cuál es la esencia de la vida? Tal vez ese momento se asoma cuando la vida toma giros insospechados, cuando nos lleva por caminos jamás imaginados, o debido a sucesos que nunca pensamos nos habrían de ocurrir.

Ahora sé, sin lugar a dudas, que todos los seres tenemos un plan de vida desde el momento mismo de nacer, o desde antes. Por eso notamos que unos caminos son más fáciles que otros, la vida nos facilita unas cosas mientras otras las dificulta.

La misión de cada quien se cumplirá mejor recorriendo los caminos que se le abren, no obstinándose en marchar por los que le son cerrados. Así, se logrará el aprendizaje que todos debemos realizar en esta vida.

La vida es un instante en la eternidad para aprender. Es la oportunidad de evolucionar en espíritu a través de la materia.

Hay que estar atento a las señales que la vida nos da. Lo que podamos considerar impedimentos, inconvenientes u obstáculos, debemos entenderlos como señales en el camino. Igual con las que llamamos oportunidades. Hay que estar atento como el lobo.

El destino está escrito, lo escribimos nosotros mismos cada día; día que en otro plano ya pasó. El camino está trazado, más el hombre es libre de recorrerlo o desviarse de éste. Sin embargo, cada vez que se aparta del camino, debe estar dispuesto a asumir las consecuencias.

La vida no sólo se debe aceptar como va llegando, sino también acogerla de buen modo y colaborarle. No oponérsele, menos luchar contra ella, porque finalmente ella siempre gana, y quien se le enfrenta termina vencido y agotado.

Todo camino pasa por partes llanas, faldas y cuestas. Cada tramo se debe recorrer al ritmo apropiado, siempre disfrutando del paisaje, conociendo, aprendiendo. Sin olvidar que después de las bajadas vienen las subidas y viceversa.

¿Por qué unos deben recorrer caminos más difíciles que otros?

Bendito quien ha transitado en la vida por un camino difícil, pues él habrá avanzado más que los que no. Recuerden el sermón de la montaña, las bienaventuranzas del Nazareno.

Las riquezas que importan son las que acumulamos en el Cielo, con nuestro espíritu, no las que atesoramos en la Tierra, con el trabajo de nuestro cuerpo o de nuestra inteligencia. Las del Cielo no se ven ni se pueden tocar, como el oro o los bienes en la Tierra, pero perduran eternamente porque son aprendizaje, conocimiento del espíritu. El verdadero tesoro de todo Ser.

Así pues, nada debe preocuparnos en este mundo, porque nada de él es importante. La vida es como un chispazo de luz en una oscuridad eterna; dura lo que demora en caer una manzana del árbol, comparada con todo el tiempo que le tomó a ese árbol crecer. Vale más el árbol que una manzana.

No escribo nada nuevo, porque ya estaba escrito. No digo algo que antes nadie hubiera dicho. Muchos antes de mí lo han dicho y escrito, muchos después de mí también lo harán. Pero, hijos míos, incluso así, son muchos quienes oyen pero no escuchan y miran pero no ven.

En mi camino encontré a un maestro, doy gracias a Dios por tan especial obsequio. Un día la vida me llevó hasta su puerta, y un día también me separó de él. Mas sus enseñanzas quedaron en mí. Transformó mi vida para siempre. En él encontré además de un maestro y un amigo a mi hermano de espíritu.

Recuerdo todavía hoy, tantos años después, cuando escribo esta crónica, la última vez que le vi: el reposaba sobre la popa del barco, quemando unos tallitos de palo santo, como lo acostumbraba. Me acerqué y le pregunté:

-¿Por qué quemas tallos de palo santo, tienen algún significado especial?

Me respondió sin apartar la vista del humo:

-En realidad ningún rito debe tener un significado diferente al simbólico, pues nada hay mágico en este mundo porque todo el mundo en sí es mágico. Pero un rito, cualquiera que sea, se realiza para mantener toda nuestra atención en él. Por eso los ritos nos hacen sentir bien, porque apagan nuestra mente e invitan a la meditación, nos apartan del mundo para concentrarnos en ellos. Sino es así, de nada sirven los ritos.

"Me gusta quemar palo santo, porque cuando el fuego apaga, el dulce aroma del humo me acuerda que los sentidos, como el del olfato, son el regalo que Dios nos dio para sentir el mundo. Sin ellos ni cuenta nos daríamos que estamos vivos, en este plano de su Creación, en la materia. Dios se comunica constantemente con cada uno de nosotros a través de los sentidos".

Al anochecer de aquel día, la más impresionante tormenta que haya visto mis ojos envolvió nuestra embarcación. Naufragamos. Unos maderos del destrozado barco fueron la salvación del viejo caballero, de dos marineros y la mía. Milagrosamente alcanzamos tierra al día siguiente.

De la suerte corrida por los demás nunca me enteré.

En mi corazón, confié en que Julián de Malturgia se hubiera salvado de una u otra forma. Acepté sin agravios el destino y concluí la misión, o parte de ella, pues la Espada Esmeralda se la tragó el mar. El viejo caballero fue recibido con un conmovedor abrazo por su anciano tío.

¿Tío o no?, eso no importa, nadie debe juzgar a nadie, menos condenar, sino "el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra".

El Papa Celestino III, quien moriría a los noventa y dos años en 1198, un año antes que Ricardo I "Corazón de León", me recompensó con generosidad. Y con ese oro regresé a Malta esperando encontrar a mi buen amigo monje, pero no estaba allí.

Decidí esperarlo y me establecí como comerciante. Viajaba entre la Isla y las costas continentales, llevando el delicioso vino del monasterio y trayendo mercancías que se necesitaban en Malta.

No lo hacía tanto por las ganancias de aquel comercio, más bien porque esperaba saber algo sobre Julián. Pero el tiempo transcurrió sin noticias suyas.

Conocí a una bella maltesa (vuestra madre) que me cautivó el corazón, la desposé, y no puedo negar que me siento feliz con el hogar que formamos. Ustedes, amados hijos, fueron la culminación de mi realización como hombre.

Los demás monjes y yo sólo hemos escuchado rumores de viajeros y marineros que dicen haberlo visto con un halcón al hombro. Unos que en Ceuta, otros que en Toledo, otros que en Túnez, otros más que en Jerusalén... Quizás así haya sido, a lo mejor todos lo han visto. Él tenía muy clara su misión: difundir el Mensaje de Jesús de Nazaret, sin la distorsión que han hecho algunos hombres.

Han pasado poco más de veinte años desde el naufragio que nos separó, tiempo suficiente para reflexionar sobre la pregunta de cuál es mi esencia, que alguna vez él me hiciera. Le volvería a responder que soy un guerrero, pero también le diría que el verdadero guerrero no es quien lucha contra otros, sino quien da las batallas contra los desafíos que lanza la vida, para el bien de sus semejantes y del suyo propio. Se es guerrero de espíritu no de cuerpo.

Las armas de un guerrero pueden ir desde una espada hasta una pluma. Prefiero esta última.

Concluir esta crónica antes de presentar mi última batalla, ha sido otra batalla hermosa de mi vida. Espero, queridos hijos, haberla brindado con excelencia, para su disfrute, su aprendizaje y un mayor conocimiento de la vida de su padre. Porque todo guerrero debe dar cada batalla de un modo excelente, entregando siempre lo mejor de sí, de lo contrario no será digno de llamarse guerrero.

Aunque todos llevamos adentro un maestro, espero algún día encontrarme de nuevo con el monje Julián de Malturgia. Que me cuente qué estaba escrito en el Libro de la Vida o si el mar también se lo arrebató. No obstante, la verdad es que ya no me importa saberlo, pues creo que cada Ser escribe su "Libro de la Vida", con enseñanzas distintas y necesarias para cada cual.

O a lo mejor, alguno de ustedes es quien lo encuentra. De todos modos, busquen a su maestro, dentro de ustedes, en su corazón.

Que Dios Padre los bendiga.

Por ahora, me voy a quemar unos aromáticos tallos de ese precioso arbolito llamado palo santo.

*FIN*

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