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Como todas las mañanas hasta ese día, don Pedro Olarte entró en la cafetería de doña Margarita para tomar un café, que sería el primero de nueve o diez durante la jornada. Acostumbraba don Pedro ubicarse en la mesa más cercana a la puerta de la entrada para así poder divisar el panorama comercial y el desarrollo de los eventos de cualquier tipo en la cuadra en la que permanecía todo el día, desde las 7:30 a.m. hasta entrada la noche, cuando ocupando la misma mesa cambiaba el café por unas cuantas cervezas.

La cafetería de doña “Márgara”, como la llamaban todos, era uno de esos negocios legendarios de todo sector. En ese lugar se enamoraron decenas de adolescentes, se concretaron negociaciones millonarias, se jugaron dilatadas partidas de ajedrez y dominó y, por si fuera poco, se concibieron varias criaturas. Doña “Márgara” había presenciado cómo en la puerta de su tienda se disputaban las más patéticas y pintorescas refriegas entre improvisados púgiles que, avivados por el alcohol, terminaban combatiendo por política, fútbol, religión o por algún mal negocio que terminaba afectando también el humilde mobiliario compuesto de seis mesas y al menos unas quince sillas distribuidas indiscriminadamente, las cuales nunca, y por ningún motivo, se encontraban aseadas, al igual que las paredes y el techo que dejaban ver a las claras los efectos de la humedad.

Aunque don Pedro sabía que en el gremio poco madrugador de los comerciantes el trabajo no empezaría hasta pasadas las nueve de la mañana, prefería estar temprano fuera de casa y así remplazar el hostigante ruido de los reclamos de su esposa por el sonido familiar de la cuadra que por mas de veinte años lo había acompañado. Mientras oía las populares rancheras mexicanas que doña Márgara tanto disfrutaba, pensaba en asuntos sin importancia, esperando que algún colega suyo apareciese para así hablar de asuntos no más importantes; ya que don Pedro era en realidad uno de esos personajes a los que la vida da tantos golpes que ya no se preocupan por esquivar uno más. Había comprendido que llorar por el pan no quita el hambre, y por eso aprendió a ignorar las circunstancias desagradables de la vida y a conformarse con nada, aunque se le tomará por irresponsable o incapaz. Tal actitud no obedecía a la de un guerrero que tras una prolongada batalla, agotado de tanto luchar, se rendía ante fuerzas superiores a las suyas esperando su final. No; en realidad don Pedro se asemejaba más a un bufón que consciente de su condición degradada, prefería acostumbrarse a vivir como le había tocado. Se percibía en su aguante cierta grandeza; por otro lado, una desagradable falta de espíritu. Era, además, un sujeto bastante pintoresco. Sus ojos saltones, brillantes y sin un color definido transmitían inocencia y lástima; su cabello rubicundo, estaba siempre despeinado y el bigote mal recortado daba una total asimetría a su rostro. Aunque era de una imponente estatura, si alguna vez decía que no tenía que comer no habría quien lo dudara, pues era de muy pocas carnes y su rostro siempre estaba demacrado. Sin embargo lo que lo hacía más peculiar, era el frecuente movimiento compulsivo de sus cejas mientras cerraba los ojos, lo cual tornaba insoportable sostener una conversación con el siquiera unos minutos.

A medida que el tiempo transcurría, iban apareciendo paulatinamente en el recinto los amigos, y aún más, los enemigos de don Pedro. Muchos de los últimos habían sido antaño sus más fieles compañeros, pero la vida creó entre ellos barreras de todo tipo, especialmente económicas. Se podía decir de él que no era un potentado como muchos de sus contemporáneos; pero tampoco era uno de aquellos sujetos sin criterio ni identidad que solían servir y adular servilmente a quien más conviniera. Por otro lado, entre sus más fieles camaradas se encontraba don Isaac: un viejecito indefenso e inofensivo, sin un ápice de dinero pero con vasta experiencia en los negocios, y quien además había tomado involuntariamente la posición de tutor y maestro de don Pedro en todas las ramas, ya que este concordaba en cada una de sus opiniones, más que por afinidad ideológica, por ignorancia.

Pasadas las nueve de aquella fría mañana, un furgón muy antiguo y estropeado se aparcó frente al negocio y de él bajó un joven de humilde apariencia que revelaba ser el hijo de don Pedro, no solo por su contextura física, sino también por la tristeza de sus ojos de color indefinido. Para acabar con cualquier duda sobre su parentesco, el enojado padre la emprendió contra el infeliz mediante variadas imprecaciones y ofensivos epítetos que aludían a su irresponsabilidad y descuido con los asuntos del hogar, algo que por demás era falso, ya que Raúl, como se llamaba el desdichado, había resultado ser un joven bastante aplacado y sobrio. Algunos decían que el padre debía comportarse como lo hacía el hijo, y don Pedro, sin comprender que esto constituía un insulto, lleno de orgullo atribuía la conducta intachable de su hijo a la buena educación que recibía en el hogar.

El disgusto y la humillante reprimenda se basaban en la tardanza de Raúl en recoger el furgón que se encontraba en la casa del dueño del mismo, es decir, don Eduardo Bermúdez, uno de los tres hombres mas adinerados de aquel lugar y uno de los diez más mezquinos y desagradables que se hayan conocido en la historia humana. Es imposible describir su repugnante figura con todos los detalles sin asquearse, por lo cual solo diremos que era de muy baja estatura, quizá hasta el enanismo, y poseía un abultado vientre que no le permitía moverse con facilidad y del cual parecía sentirse orgulloso, pues nunca lo disimulaba y, antes bien, lo exhibía como si fuese un preciado don de la naturaleza. En sus ojos color miel se percibía todo el resentimiento y la amargura reprimidos desde su niñez y se dejaba ver claramente la traición, ya que nunca miraba al prójimo fijamente a los ojos. Su tez, excesivamente blanca, estaba salpicada por manchas de distintos colores y tamaños, las cuales aumentaban copiosamente con el transcurso de los años así como el volumen de su portentosa nariz. Sin embargo, ninguna de estas características sería siquiera equiparable en materia de repulsión colectiva a la sola presencia de don Eduardo, que para muchos era la personificación de la envidia, la avaricia y la bajeza moral. La gran mayoría de los vecinos habían sido explotados por él. Muchos, como don Pedro, trabajaban en pésimas condiciones por un salario insignificante; otros, pagando los descomunales intereses que cobraba por los prestamos de dinero, perdieron sus bienes dados como prenda de garantía, y hasta se hizo de dominio público el hecho de que varias doncellas del barrio habían sufrido sus indecorosas y lascivas propuestas. Es cierto que muchas de estas últimas no eran tan inocentes ni tan doncellas como aseguraban; sin embargo, el repudio de las masas no es siempre objetivo y esta no era la excepción.

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