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Un arriero resumió el sentir de todos los viajeros: “Padrecito, a usté lo salvó jue la Virgen María porque el pueblo lo necesita, con su perdón padre, si el caído hubiera sido uno de nosotros... cuando el indio se va de culo, no hay barranco que lo tranque, perdón, su reverencia...” Sonrió de nuevo a causa del recuerdo ante la mirada fija de Casimiro que, sin saber porqué, se echó la bendición pensando que aquel santo varón tenía risa de demonio. Le ordenó al hombrecito hincado a sus pies tocar sin descanso las campanas, sin atender a la insinuación de que reposara del fatigoso viaje y se encaminó a las escaleras con sus maletas mientras el sacristán atravesaba el descuidado jardín y pensaba como abrir la puertita lateral que daba acceso a la sacristía; se imaginaba que la cerradura debía estar oxidada y enmohecida pero, se abrió sola cuando estuvo junto a ella, como invitándolo a pasar, Parecía una sonrisa de metal colonial sobre la vieja madera. ¡Virgen del Carmen!, Pensó asustado y por tercera vez, desde que se levantara unos minutos antes, se echó la bendición. 

Lo que no realizaba Casimiro en la iglesia o en la casa lo hacía su mujer Sibilina en su papel de  ama de llaves. El eco que despertó a su marido también resonó en su sueño como algo conocido; ella ya sabía de quien se trataba porque en sus sueños de siesta y en sus sueños nocturnos había seguido con fervor al vicario de Cristo; lo acompañó por los caminos del páramo brumoso bordeando los abismos de pesadilla y llegó con él hasta el parador de las mulas flotando junto a él, sin que la notara, por las calles polvorientas y solitarias, hasta la esquina donde encontró al perro y se sonrió. Ella quedó extasiada en la contemplación de la sonrisa y cuando esta dejó de reverberar en los calores cálidos del mediodía y quiso alcanzarlo el sacerdote había llegado a la puerta; entonces decidió retornar a su cuerpo en la alcoba y esperar a que el eco entrara a despertar a su marido. Algunos sueños no escapaban a charlar durante las horas de la siesta ni fisgoneaban. Eran los de los niños, los de la pareja de la casa cural y los de las tres señoritas principales. Sin embargo, la persona más enterada de todas las vidas y secretos de Quente era Sibilina. Ella los llevaba en el registro de sus sueños insomnes porque como nunca dejaba de soñar nunca dormía y su vigilia era un encierro rutinario en tanto que sus sueños eran un viaje por  el itinerario que se trazaba despierta y luego cumplía cuando soñaba y escapaba de su cuerpo a conocer sitios y personas. Al sacerdote ya lo conocía en la conciencia de sus sueños y lo había acompañado por desfiladeros infinitos; cruzando con él y con su mismo temor  puentes inverosímiles y temido junto a él que se devolviera a la capital diocesana a solicitar otro destino, de manera que la impaciencia pegajosa que la consumía no era por ver a un desconocido sino el deseo de ponerse a las órdenes del sacerdote visto y reverenciado en sueños. Deseaba el regreso de su esposo para que la llevara a donde el cura, para besarle el anillo y pedirle la bendición. Escuchó los pasos recios de este hombre consagrado en la planta de arriba, el abrirse puertas por su propia alegría y la entrada del cura  en la alcoba destinada a su servicio; oyó el descenso de las maletas sobre las esteras tejidas por los indios y el bostezo enorme de la casa entera sacada de su reposo de años.

El padre Querubín dio a Casimiro la orden de repicar sin descanso y lo siguió con la mirada hasta la puertilla como para ordenarle abrirse en el momento preciso. Se levantó unos centímetros sobre el suelo y levitó unos centímetros en dirección a las escaleras seguido por las maletas; pisó cada uno de los escalones comprobando su resistencia y repitió las pisadas sobre las tablas de la segunda planta hasta encontrar la habitación que intuía suya. Cambió las vestiduras talares sucias de sudor y de polvo por una sotana blanca, bonete del mismo color y zapatos negros de charol. Entretanto ordenaba sus pensamientos, antes de salir al atrio a conocer y ser conocido por sus feligreses;  persiguió algún recuerdo que cruzó por el aire ante sus ojos pero se le perdió en el laberinto de la memoria y desistió de perseguirlo cuando escuchó el tañido de metales de las tres campanas de la torre, que desgranaron sus sonidos en mosquitos del trópico zumbones, amenazadores y desesperantes que salieron a picar a los habitantes del poblado y a los animales que se encontraban durmiendo. Esto devolvió los sueños a sus orígenes por la presencia del nuevo párroco quien llegaba provocando un movimiento de reflujo y, al llegar, sólo había recibido como saludo el meneo de cola de un miserable perro callejero. Casimiro desde la altura del campanario podía observar los tejados de todas las casas del pueblo, los patios, los solares y los caminos extendidos como patas de araña en todas las direcciones de la verde sabana. Imaginó lo que podría suceder entre los importantes de Quente y el cura porque, ni a las tres señoritas principales que vestían ropas estrafalarias de la moda europea, que hablaban tres idiomas para entenderse entre ellas y sólo preparaban recetas de alta cocina ni a don Fructuoso, quien poseía la mayor fortuna y poder político, les iba a gustar   la intromisión de un cura en sus asuntos. Todo: casamientos, bautizos, negocios, número de hijos, linderos, cosechas, edictos, sacramentos o lo que fuera, antes de llevarse a término debían ser consultados con ellas o con él. Jamás, que se recordara, ninguno de sus antecesores estuvo de acuerdo por razones políticas. Ahora, hoy, llega este sacerdote haciendo tantas cosas raras y tiene esos dientes tan enormes para devorar cristianos (“Que la Virgen me perdone”), sonríe igual que debe hacerlo el demonio, le da órdenes y él, Casimiro, como si nada, le hace caso de inmediato. ¿En qué estaría pensando?

 

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