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El padre Querubín abrió la ventana de su alcoba, que daba a la placita única del poblado, de par en par para observar el comportamiento de sus feligreses ante el hecho desacostumbrado del repicar de campanas a esta hora del día y luego de tanto tiempo de silencio. El Obispo le advirtió que en el pueblo no permanecía mucho tiempo un prelado a pesar de ser uno de los más religiosos de la patria. “Son muy desprendidos a la hora de dar limosnas para el templo de Dios, y con las donaciones a los ministros de la iglesia que engordan como lechones... perdón la comparación, pero hay en ese pueblo algunas personas que, cuando un sacerdote ya no les conviene, lo aburren en la parroquia y a mí en la diócesis; el último cayó despeñado en uno de los abismos que bordean el trayecto y, como en su última solicitud de párroco piden uno de sus características, me resta darte la bendición, hijo mío, y que Dios te acompañe”. Los ojos le chispearon iluminando por un momento el cuarto, luego recorrió con la vista el espacio abierto ante la ventana mortificando con relumbrones viscerales los perros que se cruzaban en ella; acabó de abrir ventanas perezosas y se introdujo como el eco de la voz del Santísimo en los cerebros más cerrados asustando pensamientos estúpidos y estremeciendo rincones enmohecidos sin estrenar. Fue algo extraño, comentaron después en el pueblo, sentimos un temblor que comenzaba desde adentro de uno y empezó un rato después de que los mosquitos de sonido nos picaran los tímpanos para despertarnos. Algunos resistimos las picaduras de los insectos y los pellizcos de nuestras parejas afanándonos a levantarnos y hasta soportamos el vaho pestilente de los pecados mortales que salía de la cabeza huyendo del llamado de la iglesia; pero no pudimos continuar pasmados ante el llamado sísmico y perentorio que nos rebullía los tuétanos de los huesos y estrujaba los sesos.

Las gallinas pusieron huevos con la yema negra; los burros rebuznaron en coro; los perros miraron admirados con ojos casi humanos al tuerto que vio por primera vez al cura que sin parecer tan especial causaba conmociones; y los gallinazos sempiternos del firmamento de Quente congelaron sus vuelos durante dos horas sobre la plaza central. Años más tarde a los abuelos les llegaban las añoranzas durante las horas de la tarde para contarnos como habían visto a la estatua viviente del padre rodeada del aura lumínica de los arcángeles, o algo así y la sonrisa angelical que hizo pensar mal al sacristán quien la veía demoníaca; con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada directa atravesándoles los pensamientos y avergonzándoles los deseos, diciéndoles a todos en general y a cada uno por separado lo inicuos, ruines, caifaces, falsarios y malvados que eran... y  relatarían del temblor que les entró a los maridos, el llanto de muchas mujeres, los rubores de las jovencitas, la inclinación de ojos de sus noviecitos, el chillido de los niños de teta y el aullido quejumbroso de los perros, el asombro de Casimiro en el campanario, la sonrisa beatífica de yo ya lo sabía de Sibilina, asomada por una rendija de la puerta, la furia irracional de don Fructuoso Hernández cuando se enteró de que los perros del alemán Von Walter asesinaron a su hijo Venancio en la esquina de la tienda de Salvador González y el raudal de lágrimas de madre desesperada de su mujer, Clotilde Huérfano, sobre el cadáver ensangrentado de su hijo, el mayor de los tres que en ese entonces tenía don Frutos, pero el único con ella. En esos años nadie se atrevió a decir o afirmar nada concreto a pesar de que todos sospecharon que en alguna manera la culpa era del sacerdote recién llegado para demostrarles que sólo era aceptada cristianamente la unión consagrada por la Santa Madre Iglesia. A pesar de que en el momento de la muerte acababan de ver por primera vez al cura unos minutos antes, todos sintieron temor por el hombre que flotaba ante sus miradas sin querer, cuando elevaba sus ojos al cielo, y desde el fondo de sus almas deseosas de salvación, condenaban al infierno al clérigo de mierda que obligó a los perros mediante órdenes mentales  para que atacaran al niño, sólo para demostrarles que nadie escapa a las leyes de Dios Omnipotente, impunemente. Sin embargo, pasados los nueve días de duelo tradicionales, y durante muchos años, de la casa que más salían sueños lúbricos y olores de actos carnales pecaminosos hasta la calle, era la de don Fructuoso que hacía el amor con Clotilde a cualquier hora para mortificarle la vida al vicario de Cristo y sin temor a los castigos que brillaban en su mirada; sin asustarse por las amenazas de condenaciones eternas y sin importarle que se le borrara el aura seráfica ni que la sonrisita angelical se transformara en satánica.

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