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En los meses que siguieron por cada afrenta contra las propiedades de don Frutos ocurría uno en contra de los bienes de la Iglesia de Dios o de las santonas. Las vacas del liberal ateo y descreído se deshidrataron por causa de la diarrea y amanecieron desflorados los miles de árboles frutales de las viejas, que soñaban con esa cosecha para embolsarse una enorme cantidad de dinero, y ahorcado y crucificado el gato persa azul de Aminta en la cruz de su portón. Le degollaron el caballo azabache al patrón, ese que llevó a la guerra pero el blanco del sacerdote amaneció entre una zanja cubierto de miel y de hormigas carniceras.

En el nuevo aniversario de la llegada llovió serrín. Las campanas nuevas tenían cualidades especiales y repicaban según la melodía de los sentimientos de Querubín y lo que deseaba transmitir a sus fieles ovejas, porque le entró la fiebre pastoral y repetía que él era un pastor y nosotros su rebaño y “orad hermanos por las ovejas descarriadas” y todos sabíamos cuales eran pero, por si acaso los entendimientos duros de algunos no alcanzaban a captar el mensaje las señoritas se encargaban de explicárselo en la calle: “Fíjense que el padre es un santo varón que perdona las ofensas y nosotros nunca lograremos en esta vida a darle gracias al Altísimo por el don de su sabiduría, miren que hasta hace milagros, es un Santo Padre”, y todos: “Si, señoritas”, porque temíamos la fiscalización de sueños y el juicio del Tribunal Inquisitorial, como lo bautizó alguien, los Autos de Fe del mismo, las penitencias con vergüenza pública y el temor por otros tres días de oscuridad.

Transcurrida la noche con lluvia de hojas secas de uno de tantos aniversarios, aparecieron, espantando sueños de humanos y animales las Hermanas de la Pasión de Nuestra Señora, deslizándose sobre el suelo polvoriento de Quente y sonriendo al perrito tuerto tan simpático que meneaba la cola saludándolas con alegría; ellas presintieron la presencia de alguien que las acompañó durante todo el recorrido como Ángel de la guarda y que iba con ellas en este instante “Gracias señor por enviarnos a tu Ángel guardián”

Venancio Huérfano corría inquieto por los corredores de la casa paterna mientras sus hermanos, que no eran hijos de su mamá, jugaban con barro cerca de la porqueriza; de pronto, entró al cuarto donde estaba su padre y le dijo: “llegaron unas viejas lo más de raras”. El hombrazo no le hizo caso, se arrunchó contra su mujer y continuó durmiendo hasta que los mosquitos de sonido, que no habían vuelto a sonar desde que sus llaneros robaron las campanas, saturaron el aire reclamando a la gente su presencia en la plaza donde vieron las puertas del templo abiertas, invitándolos a entrar; el presbítero estaba engalanado con la casulla de los días festivos y un gesto triunfal de Arcángel anunciador, vieron a las señoritas en sus reclinatorios exclusivos y a las familias notables, descendientes directas de los españoles que nos trajeron la lengua y la verdadera religión instaladas en sus sitiales jerárquicos, todos deslumbrados por el brillo de las aureolas esplendorosas que portaban el cura, Aminta, Ambrosia y Anastasia.

La aureola del sacerdote parecía un espectáculo de juegos pirotécnicos en miniatura por las chispitas saltarinas y alegres y los cambios de colores, les dijo: “Hermanos míos en Nuestro Señor Jesucristo, sois muy afortunados, (todos se rieron extrañados), la religión llega a vosotros con mayores dones...” ; aquí, pensamos muchos, nos jodimos, más impuestos para la Madre Iglesia, pero no, lo que iba a decirnos era que en el pueblo estaban las religiosas de la Pasión de Nuestra Señora para ayudarle en su labor evangelizadora y no alcanzó a pronunciarlo porque lo interrumpió el ruido del tropel de mil demonios que venía de la plaza. El alboroto era provocado por los chiflidos de los vaqueros, el mugir de las reses en remolino de estampido y el ladrido de todos los malditos perros de Quente que se contaban por centenares debido al amor de todos por estos animalitos; los fieles salieron al atrio y estaba lleno de vacunos, vieron al patrón con sus llaneros imberbes al otro lado de la plaza prendiendo fuego a las mechas de cohetes festivos que se elevaban en el cielo transparente y estallaban en los aires aumentando el miedo de la manada. Los que pudieron escaparon por la sacristía, otros subieron por la escalera del campanario, muchos se encaramaron sobre las bancas y hubo pisoteados, acorneados y magullados. Don Fructuoso diría tiempo después: “Ese día si fue el mierdero, jajaja...”.

No pudimos conocer a las monjitas el día señalado por el eclesiástico. Las beatas perdieron sus aureolas doradas, las familias ricas el arreglo y la compostura de sus trajes domingueros y el resto de los feligreses sombreros, pañoletas, misales y otras cosas; José María flotó sobre el ganado tratando de sacarlo de la casa de Dios, su sonrisa se tornó vengadora y su aura se aquietó en el tono violeta de la ira. Alguien escuchó que dijo con mucha rabia “Ese don Fructuoso es un hijo de la gran puta”.

Hubo pólvora festiva en las cuatro esquinas del parque y llaneros felices. Los animales defecaron del susto y casi hay mayor cantidad de plastas que cuando la feria. El patrón reía con carcajadas de satisfacción tan sinceras que Casimiro llegó a pensar que esa si era la risa de un santo varón. Sibilina derramó lágrimas silentes por el maltrato que infligía el impío a las personas ejemplares y pedía a Dios “un castigo terrible contra ese diablo en persona humana y...”, para su sorpresa personal, la de las señoritas en especial, la del pueblo en general y la del patrón en particular el párroco dio la orden de asear la plaza y el templo, sembrar plantas nuevas y elevar una plegaria por todo el rebaño de ovejas descarriadas; el domingo, por fin, presentó a las religiosas en la misa cantada de las doce sin la solemnidad que había deseado.

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