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Ir a: Yo profesor me confieso (1)

CAPÍTULO DOS

Continúa mi relato de lo ocurrido durante
ese primer año de trabajo que fue el inicio
de una larga marcha como educador.

Con Oliva fue otro cuento; ella me dijo que era mi mamá en mi trabajo y yo le creí y me ofreció la casa y resulté viviendo en ella, la casa, no Oliva, pero igual yo no tenía privacidad; el hijo mayor de ella, que tenía mi edad y mi talla,  se ponía mi ropa, usaba mis lociones, mis zapatos, todo.

Viví durante dos años y medio en esa casa y me quedaron amargos recuerdos; allí se respiraba pobreza espiritual y si se piensa en la material era pura y física apariencia, a la muchacha del servicio le inventaban platos rotos o joyas robadas para no pagarle y acrecentarle la deuda, cuando se volvía impagable la pobre mucama prefería irse sin avisar y listo. Los niños me querían o, mejor dicho, me quisieron hasta el punto de enfrentarse con el verdugo, que así llamé a Villa delante de los alumnos y él no se metió conmigo porque me vio en el patio haciendo ejercicios de verdad con mi curso, en pantalón corto  y camiseta y no como él en zapatos tenis, pantalón holgado y sus chaquetas acolchonadas para verse más grande de lo que era en realidad; durante tres años había impresionado en esa escuela y yo, sin querer,   estaba demostrando que el tigre no es como lo pintan.

Mi madre habló con doña Emelina, una profesora de los tiempos en que mi mamá estudió su primaria, de su mismo pueblo y con muy buenos recuerdos de su ex alumna. Por casualidad su territorio pedagógico (la dama era supervisora escolar), era el que me convenía por la cercanía a la pequeña ciudad de residencia de mi familia. Y ella  nos envió a  donde Oliva como el hada salvadora; era de su confianza y, aunque yo no era el hijo preferido de mi santa madre, como confiaba en su profesora del jurásico, me mandó de cabeza a la casa de la señora Oliva que sería, según los cálculos, mi segunda madre. Mi pobre progenitora toda la vida a pecado por inocente, jamás ha podido entender que caras vemos y corazones no sabemos y que la maldad se esconde detrás de una máscara hipócrita. Oliva fue, y es, una actriz consumada, de manera que nos convenció de su bondad, honradez y demás virtudes con las que quiso adornarse. Mi madre me entregó en sus manos sin que ninguno de los dos percibiera el menor signo de doblez o mala intención. Allí, en la casa de mi compañera de trabajo y, tres años más tarde directora, aprendí a ser alcahueta, tramposo, mentiroso, doble...  lo demás no lo puse en práctica porque iba en contra de los principios que me inculcaron desde mi santa infancia. En las largas noches leía, leía y leía sin parar, no importaba qué... los griegos y latinos, novelitas de vaqueros, folletines, revistas, cuentos;  los clásicos rusos,  y me detenía en el jugador de Dostoievski porque empecé a frecuentar  casinos y no comprendía la idiotez de un ser humano que se juega  hasta el pellejo por la vuelta incierta  de una ruleta o una carta que le puede salir; esta es la hora en que no entiendo a los jugadores, incluyendo a mi amigo Jaime Ortiz, que ha dedicado gran parte de su vida a perder dinero, mucho dinero para un profesor, apostando lo que no tiene para ganarse un dinero utópico que jamás a de llegarle .A Jaime Ortiz lo conocí en la escuela nueva, a  donde llegué después de dos años en la escuelita ruinosa que me marcó para la vida. De mi estatura y contextura, rubio, blanco, de ojos azules, tenía las armas para triunfar; impresionaba a las mujeres y no supo aprovecharlo; a mí, la vida me negó presencia pero me dotó del placer de la palabra; después de grandes y grandísimas vergüenzas aprendí a comportarme, aunque jamás superé la timidez por completo. Las damas fueron mis grandes amigas,  la alegría de muchos años y,  todas las mujeres, siempre aportaron la compañía y el consuelo o, viceversa. De cualquier manera, aprendí a acomodarme y, durante los años que llevo en este mundo han sido mi consuelo, mi felicidad, mi amor, mi paño de lágrimas, Dios las bendiga.

Donde Oliva pasé una temporada experimental, por llamarla de algún modo, qué experimental iba a ser si yo no tenía ninguna experiencia de la vida y ella la tenía toda. Le colaboré con los amantes, con todos, aunque ella decía que su gran amor era Jorge Zuluaga. Les ponía los cachos, a él y a don Albeiro, su marido; y yo le ayudaba porque no sabía que más hacer. Acostumbraba viajar a mi pueblo de provincia los viernes pero ella se inventaba un baile al cual asistiríamos ambos, ella  y yo. Su marido, don Albeiro, no desconfiaba de mí; salíamos juntos de la casa, ella y yo, y nos poníamos cita para dos días después, se iba con Jorge y yo para donde me daba la gana, pasadas  las cuarenta y ocho horas esta vieja mal parida, que me citaba a las cuatro de la tarde,  llegaba a las seis y, de encarame,  llegaba brava, pero yo le tenía miedo. En la distancia del tiempo pienso que había podido chantajearla pero, en la época no se me ocurrió. Me aterrorizaba. 

En el curso había un niño de apellido  Bravo que de verdad era bravo, peleaba en todos los recreos y lo salvé de la tortura con Oliva porque me caía simpático y le podía llevar la contraria a Villa. Cuando me posesioné del curso hicimos un  pacto tácito de no-agresión con el niño que funcionó durante el año.

Dos años  después, algunos pasaron conmigo al edificio nuevo pero, los que se fueron para otra escuela quedaron grabados en mi corazón; como quince años después tuve otro curso que amé y se fue como se van las cosas buenas de la vida. El día de nuestro primer encuentro estaban sentados, quietos, como les había enseñado el maestro Villa; cuando entré se pusieron de pie y esperaron a que los saludara, yo no entendía tanta reverencia y simplemente les dije:

-          ¡Hola, niños, soy su nuevo profesor y amigo, siéntense!

-          ¡Sí, señor! -contestaron, y me senté en una silla triste que pretendía ser un sillón acompañada de una mesa desvencijada y más humilde que el asiento. Al principio los miré detenidamente, no lo podía creer, había comenzado a trabajar y a ganar, ya podía cortar el cordón umbilical y mandar para el puto infierno a los viejos del barrio que me auguraban un futuro vuelto mierda a pesar de que les gastaba  la borrachera.  

Los padres respetables de mi pueblo, en especial los de mi barrio, compartían su programación de fin de semana conmigo porque tenía más dinero que ellos o, más bien, ganaba lo mismo pero, como no tenía sus obligaciones, podía gastarme lo que se me diera la gana en lo que se me daba la gana y ellos no. Con los años y estudio sus hijos me superaron en todo menos en inteligencia; me borraron de sus memorias y hasta me quitaron el saludo durante  una época en que fui pobre, muy pobre. Las invitaciones en el barrio me sobraban y,  aprendí de  mi padre  que el dinero se hizo para gastarlo, por eso él nunca ahorró  un solo peso, decía: “cada peso que se ahorra es un peso que uno deja de gastarse en ser feliz”, no sé de donde sacó esa frase pero a todos sus hijos nos ha acompañado  a lo largo de la vida y nunca aprendimos a ahorrar, cosa que si hizo y hace nuestra madre.

A ese primer grupo que tuve a mi cargo  lo amé, mejor dicho nos amamos y, cuando terminó el año, con sus problemas y ensayos pedagógicos, nos prometimos encontrarnos nuevamente; algunos cumplieron la promesa. El segundo año fue el del famoso plan de emergencia que no me dejó casi nada.

El nuevo edificio ocupaba media manzana, tenía dos pisos y podía albergar seiscientos niños en cada jornada; treinta profesores, dos directores... Allí empecé mi tercer  año; el negro grandote había sido nombrado jefe de grupo, lo cual significaba que todos los maestros de primaria de la localidad tenían dependencia directa o indirecta de él. El negro era excelente como persona y simpatizó conmigo, yo tenía cierta prevención contra los negros, malas costumbres de la secundaria, pero no había tenido ningún trato con personas de esa raza; en el internado hubo costeños, mestizos o medios mulatos, ninguno negro. El hombre era simpático y manejaba una charla impresionante; como a la semana ya me había inscrito en la asociación  de amigos de C... el pueblo de él, en lo más lejano y olvidado de la república. Cuando Oliva se dio cuenta de que yo simpatizaba con el supuesto mozo de ella (al negrazo le achacaban haber sido uno de los amantes y algo me decía que si), se dio a la tarea de intrigar con él para que me perdiera la confianza. Le funcioné al revés, la cizaña que sembró afianzó nuestra amistad y, en el transcurso de los días, conocí tres o cuatro negros inteligentes, paisanos de Losada, que se hicieron mis amigos y los recuerdo con mucho cariño. Uno fue Nelson Serna, insigne declamador y poeta y de quien abusé de su confianza al llegarle a tempranas horas de la mañana, un sábado, borracho y con amigos a que nos demostrara sus dotes. Nelson declamó como los dioses. Jamás repetí esa indiscreción con él ni con nadie.

Una de las clases que más agradaba a mis muchachos era Sociales porque aprendían dramatizando y, aun hoy, cuando los encuentro, más viejos que yo (en apariencia), recuerdan esas clases cuando las batallas las hacíamos en vivo y nos divertíamos como locos. El profesor Villa enseñaba las tablas a lo bestia; pasaba por turnos a los niños y los colocaba a un metro del tablero; el niño, en posición de firmes apoyaba sus manos contra el tablero quedando en una posición de noventa grados, aquí comenzaba el interrogatorio: ocho por seis, siete por nueve, ocho por ocho, seis por seis... y a cada equivocación un tablazo en el trasero; así, uno tras otro todos los niños del curso; no tengo otra forma de decirlo, el tipo era y, si está vivo, es un hijo de puta.

Oliva tenía la mala costumbre de no dormir como los seres humanos. Se acostaba a horas inauditas y lo mismo se despertaba a las dos, tres o cuatro de la mañana y no respetaba el sueño de los demás. Como era uno de sus inquilinos, debía acomodarme a los horarios y costumbres de la casa; lo malo es que ella no fastidiaba a su familia sino a los que pagábamos arriendo; el primer año estuve compartiendo la habitación con un profesor de matemáticas, medio ido de este mundo, de apellido Ríos; el pobre hombre  estaba que daba la vida por una vecina y no podía explicarme porqué, a mi me parecía pequeña, gorda, cachetona, sin gracia y todos los atributos completos para ser lo más lejano a una  mujer apetecible, pero el hombre mordía tierra por ella, de malas. Compartíamos la misma pieza pero no las ideas, estudiaba en una universidad nocturna  y llegaba a las diez y media u once de la noche a contarme de las clases fulgurantes del genio de turno; lo escuchaba como oír llover y hasta roncaba durante su discurso pero él igual, seguía, lo malo era que, muchas veces, cuando se dormía, yo quedaba despierto pensando en Pitágoras, Newton, Euclides  o el matemático de turno mientras el hijo de madre empezaba a roncar hasta el otro día. En las noches eternas sin poder dormir leía de todo: clásicos rusos, Kafka, Vargas Vila, los Malditos franceses, El tercer ojo, Alejandro Dumas, Julio Verne, La Biblia, poesía de quien fuese, etc. y, al otro día, amanecía con unas ojeras de miedo.

Continuará…

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