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Los padres respetables de mi pueblo, en especial los de mi barrio, compartían su programación de fin de semana conmigo porque tenía más dinero que ellos o, más bien, ganaba lo mismo pero, como no tenía sus obligaciones, podía gastarme lo que se me diera la gana en lo que se me daba la gana y ellos no. Con los años y estudio sus hijos me superaron en todo menos en inteligencia; me borraron de sus memorias y hasta me quitaron el saludo durante  una época en que fui pobre, muy pobre. Las invitaciones en el barrio me sobraban y,  aprendí de  mi padre  que el dinero se hizo para gastarlo, por eso él nunca ahorró  un solo peso, decía: “cada peso que se ahorra es un peso que uno deja de gastarse en ser feliz”, no sé de donde sacó esa frase pero a todos sus hijos nos ha acompañado  a lo largo de la vida y nunca aprendimos a ahorrar, cosa que si hizo y hace nuestra madre.

A ese primer grupo que tuve a mi cargo  lo amé, mejor dicho nos amamos y, cuando terminó el año, con sus problemas y ensayos pedagógicos, nos prometimos encontrarnos nuevamente; algunos cumplieron la promesa. El segundo año fue el del famoso plan de emergencia que no me dejó casi nada.

El nuevo edificio ocupaba media manzana, tenía dos pisos y podía albergar seiscientos niños en cada jornada; treinta profesores, dos directores... Allí empecé mi tercer  año; el negro grandote había sido nombrado jefe de grupo, lo cual significaba que todos los maestros de primaria de la localidad tenían dependencia directa o indirecta de él. El negro era excelente como persona y simpatizó conmigo, yo tenía cierta prevención contra los negros, malas costumbres de la secundaria, pero no había tenido ningún trato con personas de esa raza; en el internado hubo costeños, mestizos o medios mulatos, ninguno negro. El hombre era simpático y manejaba una charla impresionante; como a la semana ya me había inscrito en la asociación  de amigos de C... el pueblo de él, en lo más lejano y olvidado de la república. Cuando Oliva se dio cuenta de que yo simpatizaba con el supuesto mozo de ella (al negrazo le achacaban haber sido uno de los amantes y algo me decía que si), se dio a la tarea de intrigar con él para que me perdiera la confianza. Le funcioné al revés, la cizaña que sembró afianzó nuestra amistad y, en el transcurso de los días, conocí tres o cuatro negros inteligentes, paisanos de Losada, que se hicieron mis amigos y los recuerdo con mucho cariño. Uno fue Nelson Serna, insigne declamador y poeta y de quien abusé de su confianza al llegarle a tempranas horas de la mañana, un sábado, borracho y con amigos a que nos demostrara sus dotes. Nelson declamó como los dioses. Jamás repetí esa indiscreción con él ni con nadie.

Una de las clases que más agradaba a mis muchachos era Sociales porque aprendían dramatizando y, aun hoy, cuando los encuentro, más viejos que yo (en apariencia), recuerdan esas clases cuando las batallas las hacíamos en vivo y nos divertíamos como locos. El profesor Villa enseñaba las tablas a lo bestia; pasaba por turnos a los niños y los colocaba a un metro del tablero; el niño, en posición de firmes apoyaba sus manos contra el tablero quedando en una posición de noventa grados, aquí comenzaba el interrogatorio: ocho por seis, siete por nueve, ocho por ocho, seis por seis... y a cada equivocación un tablazo en el trasero; así, uno tras otro todos los niños del curso; no tengo otra forma de decirlo, el tipo era y, si está vivo, es un hijo de puta.

Oliva tenía la mala costumbre de no dormir como los seres humanos. Se acostaba a horas inauditas y lo mismo se despertaba a las dos, tres o cuatro de la mañana y no respetaba el sueño de los demás. Como era uno de sus inquilinos, debía acomodarme a los horarios y costumbres de la casa; lo malo es que ella no fastidiaba a su familia sino a los que pagábamos arriendo; el primer año estuve compartiendo la habitación con un profesor de matemáticas, medio ido de este mundo, de apellido Ríos; el pobre hombre  estaba que daba la vida por una vecina y no podía explicarme porqué, a mi me parecía pequeña, gorda, cachetona, sin gracia y todos los atributos completos para ser lo más lejano a una  mujer apetecible, pero el hombre mordía tierra por ella, de malas. Compartíamos la misma pieza pero no las ideas, estudiaba en una universidad nocturna  y llegaba a las diez y media u once de la noche a contarme de las clases fulgurantes del genio de turno; lo escuchaba como oír llover y hasta roncaba durante su discurso pero él igual, seguía, lo malo era que, muchas veces, cuando se dormía, yo quedaba despierto pensando en Pitágoras, Newton, Euclides  o el matemático de turno mientras el hijo de madre empezaba a roncar hasta el otro día. En las noches eternas sin poder dormir leía de todo: clásicos rusos, Kafka, Vargas Vila, los Malditos franceses, El tercer ojo, Alejandro Dumas, Julio Verne, La Biblia, poesía de quien fuese, etc. y, al otro día, amanecía con unas ojeras de miedo.

Continuará…

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