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Los niños se encargaron de quitarme los temores porque desde el primer momento se mostraron interesados en todo lo que les decía y es que yo no era el profesor sino uno de ellos y en el descanso compartía sus charlas y sus juegos ante la mirada recriminatoria del que ya sabemos; Profesor, ¿podemos quitarnos el saco? Si, claro, y nos quitábamos el saco y así quedábamos cómodos y nada de filas de pupitres, todos en rueda y el maestro entre ellos  y varias veces al sentir golpes en la puerta personalmente abría y la persona que llamaba se quedaba mirándome  y preguntaba ¿Perdón, está el profesor? El profesor soy yo y,  lo mismo que el primer día,  la coloreada y la pena y las disculpas pero tranquilos, no se preocupen pierdan cuidado. A mis dieciocho años, recién graduado, no revelaba más de quince o dieciséis y hoy, tantos años después, la gente siempre me pone menos años, culpa de la genética digo, porque en  la familia abundan los centenarios y yo que culpa, mi madre es octogenaria y hasta ahora le están saliendo las canas; un vez alguien por ofenderme dijo ‘es que los indios no encanecen’, claro, le dije, pero es una tribu hasta rara, de raza  blanca, cabello rubio y ojos verdes. Terminé mis estudios pedagógicos el último día de noviembre y el siguiente trece de febrero empecé a trabajar. En el barrio de la pequeña ciudad donde pasé parte de mi niñez yo era el único joven que trabajaba y no tenía que depender de nadie, de manera que tan pronto me sentí económicamente independiente, lo primero que hice fue irme de la casa; mis amigos y vecinos me envidiaron desde el primer momento porque los viejos, entre los jóvenes, tenían  desde veinte a veinticinco años y para todos sus gastos debían contar con padre y madre. A raíz de mi partida, cada vez que visitaba a mis padres, al principio con frecuencia y luego ocasionalmente, yo era el único que podía comprar lo que se me viniera en gana, jugar tejo y tomar cerveza mala costumbre que adquirí desde los inicios. En el barrio lo pasábamos muy sabroso pero, me daba rabia que el dinero de los gastos del grupo salía casi  en su totalidad de mis bolsillos, alguna vez colaboraban  de forma mínima y poco significativa; en cambio en la localidad donde trabajaba, desde el principio me hice amigo de los padres de familia y un grupo de vagos de buena familia que me ayudaban a gastar y a levantar novias. Siempre fui tímido y, ante la desenvoltura de los demás me achicaba y me bloqueaba; al final de mi carrera envidié la facilidad con que hombres y mujeres jóvenes se desenvolvían con el sexo opuesto. Mientras tanto y en algunas ocasiones, mi destino  siguió todos los caminos retorcidos porque no encontraba más salidas.

Durante los seis años que estudié interno envidié igualmente a todos los compañeros que vivían en la capital y salían los fines de semana a encontrarse con amigas y novias, al regreso contaban sus hazañas con pelos y señales; la experiencia me enseñó después que en la adolescencia se acostumbra uno a mentir pero yo me había criado en un pueblo conservador y en una familia a ultranza donde todo era pecado y cada que decidía mentir o torcerme los remordimientos de conciencia eran tan fuertes que me doblegaban y definitivamente no podía; con el tiempo y las malas compañías aprendí demasiado, saliendo alumno sobresaliente para sobrevivir en la jungla de cemento capitalina pero robar o quitarle a padres y estudiantes no logré asimilarlo.

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