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Acertada o no, la decisión de la Corte Constitucional de Colombia de despenalizar el aborto  tiene un carácter perentorio. Así funcionan los Estados de derecho. Y los fallos deben respetarse no por la sabiduría excepcional de sus autores –humanos como cualquiera de nosotros- sino por el respeto a las instituciones que deriva en una apacible convivencia.

Pero una sentencia polémica como la despenalización del aborto no puede sojuzgar los principios de quienes ven como acto indebido la temprana interrupción del embarazo. Por ese motivo se consagra la objeción de conciencia para quienes disienten de la determinación. Pero el error está en pensar que solamente se fundamenta en creencias religiosas como lo afirma la sentencia en sus consideraciones. Así se violaría el derecho a la objeción de los médicos agnósticos.

Yo, ginecólogo católico -por tradición-, no soy hombre de dogmas y  mi oposición al aborto se estructura en un marco moral y filosófico. Motiva mi profesión el más profundo respeto por la vida humana y el ejercicio de un apostolado eminentemente humanitario. Fuera de ese contexto puedo considerar, teóricamente, la pena de muerte como una opción válida de la sociedad para librarse de los delincuentes incontrolables más atroces. Pero el embrión está lejos de ser un asesino. Es un ser indefenso y mudo que sólo tendrá los derechos que otros le concedan.

Desde el momento de su concepción es vida humana, con alma o sin alma –elucubraciones que no llevan a nada-, y digna de respeto. Tiene por desgracia el lastre de su dependencia, la subordinación al organismo de un ser que le puede ser tan hostil como benévolo; tan maternal como homicida. Un día la ciencia proveerá a los rechazados úteros artificiales para que no deban ser sacrificados, mientras tanto la discusión del aborto resulta inevitable.

Abrazado al ejercicio de la gineco-obstetricia desde hace muchos años, doy fe de que las mujeres colombianas son más conservadoras de lo que las feministas piensan. Me asombra en cambio la facilidad con que regresan embarazadas tras de un parto. Problemas relacionados con la planificación, cuyos programas deben rendir mejores frutos que el aborto.

Decía un colega con mente despejada que ni la despenalización los incita ni la prohibición controla los abortos provocados. Y es una verdad de a puño para quienes por fuerza de la profesión conocemos el problema. Pero lo que el fallo probablemente no procura, lo intentan las autoridades, las feministas y los medios. Incitan con sus reclamos, cual si debieran practicárselo hasta las pacientes que no lo han contemplado. Intimidan al médico y a las instituciones como si ante una amenaza un profesional convencido abandonara sus valores.

Realmente con su actitud desatan nuestro enfado. A mí al menos no habrá poder que me someta a practicar abortos –desde ya aclaro que mi objeción no es religiosa-, primero renuncio a la práctica de la medicina, me someto a juicios, a la pena de muerte si se quiere, si a tal punto llegara la autoridad judicial en su sevicia. Pero siempre seré libre en mi conciencia.

Obviamente no han hecho un aborto quienes con tantas ansias lo demandan, se necesita sangre fría para volverse un carnicero. Pudieran entrenarse con paramilitares en la ejecución de los embriones y los fetos. Siempre será más fácil ordenar un trabajo sucio que tener que realizarlo.

Qué diferente en cambio es la actitud cuando la humanidad prima en las decisiones. “Primun non nocere” (ante todo no hacer daño) es la máxima latina en que se fundamenta el ejercicio médico, y siempre busca el menor entre los daños cuando un perjuicio resulta inevitable. Interrumpir el embarazo por la inminencia de muerte de la madre, no es novedad para la medicina, siempre se ha hecho por una razón de Perogrullo, si muere la madre se muere la criatura. Pero la criatura no suele irse a la basura como ocurre en los abortos provocados. Es objeto de cuidados así la muerte resulte irremediable.

Los embarazos por violación son sin lugar a dudas el aparte más conflictivo de la norma. La violada como el embrión son inocentes, si se sacrifica la criatura se comete obviamente una injusticia, también resulta injusto imponer a la mujer violada la carga de una gestación jamás buscada. Se argumentará que el mal menor en este caso es sacrificar la vida menos relevante en términos sociales. Yo considero, sin embargo, que el mal menor es el menos catastrófico, pues acabar la vida resulta irremediable. Tolerar un embarazo no pasa de una mortificación temporal que puede soportarse. En estos casos no suele ser el embarazo el que deja cicatrices en el alma, sino la violación cuya marca se lleva de por vida.

Al término del embarazo una adopción resulta más humana. Los casos de malformación fetal son el último caso despenalizado con el fallo de la Corte.  Pero no se trata de cualquier anomalía, sino de aquéllas incompatibles con la vida. Adelanta una muerte indefectible, como si al feto se aplicara la eutanasia. Por su carácter fatal genera el caso menos controversia.

A dos años de haberse dado la sentencia, en la tolerancia reside la sabiduría para aplicarla. De una parte reconocer que la mujer abortadora ha conseguido jurídicamente unos derechos y que hay personal asistencial dispuesto a practicarlo; de otra que hay  jueces, médicos e instituciones cuyos principios riñen con el fallo y que no deben ser violentados innecesariamente, cuando otros profesionales y otros centros hospitalarios pueden acatar sin resistencia.

Las voces de médicos no abortistas que en estos momentos se levantan son el justo clamor de un protagonista que no admite el papel pasivo que le han dado. Siéntase orgullosa la sociedad colombiana de sus médicos, que profesionales que con tanta pasión cuidan la vida, son garantía de que la salud de todo paciente que pase por sus manos será cuidada como bien sagrado.

 

Luis María Murillo Sarmiento M.D.

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