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Muchas veces nos preguntamos si vale la pena creer. Cuestión difícil de responder si tomamos en cuenta que vivimos en un mundo lleno de intereses e injusticias en el que a pesar de todo, seguimos creyendo. Sin embargo, cuando nacemos no tenemos creencias, solo poseemos instintos pero las iremos adquiriendo con el paso del tiempo conforme crezcamos y se vaya definiendo y formando nuestro sistema ideológico. Éste, depende de la información  que proporcionen los padres a lo largo de nuestro crecimiento junto con los aprendizajes alcanzados bajo la supervisión de los progenitores. Es así como surgen las primeras ideas religiosas, sociales, metafísicas y hasta fantasiosas que marcarán y definirán la personalidad.

Con el paso de los años, a través de las experiencias propias adquiridas en la escuela, gracias a los amigos o por medio de la familia se definen los dogmas que nos acompañarán siempre. Al final del día, se es quién es a través de las características físicas e intelectuales, pero sobretodo por la mentalidad la cual es creencia pura y eso es lo que determina el camino, el destino, el pasado y también el presente. De esta manera se constituye lo que cada uno de nosotros es, cómo es y la forma en que seremos percibidos en la sociedad, por lo tanto, también fija las condiciones en las que nos clasificarán aquellos que nos rodean en la cotidianeidad. Las creencias son una posesión individual.

Todos estos juicios son vitales pues afectan la apreciación que tendremos de nosotros mismos potencializando o limitando confianzas y capacidades, es lo que se llama “El poder de la mente” (si yo creo en mis posibilidades seré capaz de afrontar cualquier dificultad: Yo quiero…yo puedo).

Un apartado importante en el tema de las creencias es el que corresponde a la religión que es tan fuerte, que se mantiene arraigada en nuestro interior dominando y transformando ideas, comportamientos, socialización o vida espiritual. Esto se debe a que cada culto se basa en la existencia de un ser superior que domina, ayuda, vela por los hombres y los recibe en el momento de su muerte. Lo cual es trascendente para todo ser humano, necesitamos creer que esto es verdad porque la soledad es lo más temible para nosotros que somos básicamente gregarios y necesitamos formar parte de un grupo para sentirnos bien. 

De ahí que la familia sea crucial negativa o positivamente, pero decisiva al fin y al cabo. De la misma manera, el ser parte de un grupo marca, muchas veces, el grado de felicidad de una persona. Por eso, el estudio y el trabajo son tan importantes, pues no solo nos proveen de conocimientos y nos proporcionan los medios para obtener lo necesario para vivir, sino porque nos ayudan a formar parte de una escuela, una empresa, una fábrica, un despacho, etc.

Cuando se ha perdido el círculo social que frecuentábamos, no se tiene una familia y se pierde el empleo, aún entonces, queda un Dios todo poderoso que nos acompaña espiritualmente en todo momento lo cual es trascendente pues a pesar de que también requerimos espacios en solitario, éstos solo serán momentos. Y por otra parte, resulta conveniente contar con un responsable al cual adjudicarle el buen o mal resultado de nuestras tareas diarias.

Por otro lado, las creencias pueden lograr verdaderas infamias cuando son llevadas a los extremos y nuestra fe termina cegando la razón como ha sucedido a lo largo de la historia con episodios tan lamentables como la persecución de los Judíos por parte de los nazis para conseguir la raza pura y superior o las guerras en el Medio Oriente por mencionar algunas, pero también milagros cuando son positivas, como sanar de una grave enfermedad gracias a que se cree en la efectividad de un tratamiento, lograr metas inalcanzables porque se confía en la fuerza interna o conseguir la paz a través de la fe. Las creencias, por tanto son una necesidad porque consigo traen esperanza. 

En la actualidad resulta una tarea harto difícil creer porque algunas de las estructuras religiosas comienzan a tambalearse cuando se cuestionan los procederes terrenales de quienes las guían y las conforman. La patria suena vacía cuando pensamos en tantas injusticias sociales  que se cometen, cuando la gente se siente abandonada por los dirigentes, oprimida, engañada, carente de justicia. La familia suena a utopía porque  decaen las bases morales. Los empleos comienzan a no ser tan gratificantes y se antojan injustos, pesados, esclavizantes. La política falsa y decadente…como tantos otros conceptos que otrora traían inspiración a nuestras vidas.

¿En qué creer entonces? Muchos optan por inclinarse a lo que la ciencia puede comprobar, lo que tiene explicación, lo tangible. No obstante, siempre y en todo momento, por encima de cualquier idea, hay que creer principalmente en uno mismo, porque en nuestro interior está la fuerza y el cenit de nuestras capacidades exista o no un Dios determinado, una patria, la familia, pareja o hijos. Quien tendrá el libre albedrío y la conducción final será cada individuo.

Todo lo demás: posiciones sociales, el éxito financiero, la victoria intelectual y hasta una familia sólida es efímero. La vida está llena de ciclos, de rupturas interminables, de adioses. Al final del día solo queda el ser humano consigo mismo. Todo puede acabar en un instante, como ha sucedido tantas veces en tantos pueblos, Dios es un apoyo moral vital, pero su existencia depende de nuestra fe en lo que no vemos, solo hay algo definitivo e indudable además de la muerte: que somos y estamos y que a pesar de los millones de personas que poblamos y sobre poblamos este planeta futuro y existencia dependen de nuestras decisiones y nuestro proceder. El secreto está en uno mismo. Por lo tanto creamos en nosotros, solo eso se necesita para alcanzar la paz interna y la felicidad, que finalmente jamás debe estar basada en nadie más: ni en el amor de pareja, ni en la compañía de un hijo, ni en la pertenencia a un determinado grupo, ni en agradar a otro. Uno mismo debe ser certidumbre, felicidad, pueblo, paz y mundo.  

Elena Ortiz Muñiz

 

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