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La pérdida del control de la mente que tan conveniente resulta con fines terapéuticos –el control del dolor, por ejemplo, en una intervención quirúrgica- se convierte en hábito inconcebible cuando resulta de una determinación ociosa. El permanente dominio de la realidad debería ser el propósito de todo ser dotado de razón. Sin embargo el ser humano en su curiosidad y en sus escapes suele ceder la potestad sobre su propia mente. Y de dominador se vuelve esclavo, subyugado por adicciones que a más de encadenar devastan la psique y la materia.

Y si la decisión tomada en desarrollo de la autodeterminación y el libre albedrío resulta reprobable, no otro calificativo que criminal habrá de darse al consumo inducido por los traficantes de las drogas. No hay demanda sin oferta postulaba hace dos siglos el economista francés Juan Bautista Say, y aunque la extrema pobreza intelectual de los narcotraficantes hace improbable que hayan tenido contacto con la filosofía del pensador, lo cierto es que han explotado como nadie esa ley de la oferta y la demanda.

El fruto de su diabólico comercio deja, además de millones de adictos devastados, una estela de muerte, de guerras y venganzas. La penalización de ese comercio maldito, juiciosamente establecida, no ha servido para nada. La prohibición ha hecho, por el contrario más próspero el negocio. Cada capo caído tiene un sucesor inevitablemente. Se burlan los hechos de los dictados de la razón y de la ética. Por ello cuando de legalizar se habla me consterno, pero debo admitir que no siempre lo sublime vence, y que el pragmatismo puede asegurar el éxito donde lo ideal apuntala la derrota. Si el fin puede moralmente en ocasiones justificar los medios, este es justamente el hecho en el que puede hacerse la excepción al universal principio. Si la prohibición del consumo hace inexpugnable al traficante, podríamos pensar que la permisividad puede arruinarlo. Por años consideré que el comercio y el abuso de las drogas debían penalizarse.

El fallo que admitió el consumo, amparado en el libre desarrollo de la personalidad, lo recibí con pena. Pero después de tanto batallar en el campo de los principios y los valores -como médico inmerso en un comité de ética-, hoy pienso que la libertad y la bondad son los principio más trascendentales, y que el individuo es dueño de su propia vida, así existan seres tan necios que dilapidan la existencia en una mísera adicción.

También creí que la batalla sin cuartel contra el narcotráfico terminaría con un parte de victoria, pero los traficantes sobreviven campantes haciendo sentir su poder corruptor y fratricida. Ante la evidencia me doblego: son más devastadoras las secuelas del comercio ilegal que del consumo. No estoy renunciando a mis principios. Más que castigar a los viciosos hay que acabar con quienes producen y trafican. Y se acabará el comercio cuando todos los estados gratuitamente ofrezcan los venenos a todos los adictos. Rehabilitarlos será, entonces, junto con la prevención, el asunto primordial de sus políticas.

Hasta un perverso deleite me sorprende cuando imagino reducido a nada el valor de tantas toneladas de alcaloide en el instante siguiente en el que todos los gobiernos de la Tierra tomen la trascendental medida. Una quiebra atronadora, una debacle histórica que sumirá a todos los capos en la miseria material –la moral les es innata- y sin poder para sus prácticas diabólicas. De la praxis necesitan el derecho y la ética para poder triunfar.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.

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