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Una investigación de la Agencia de Salud Pública de Barcelona que demuestra la afectación de la salud por el exceso de horas laborales, me da pie a retomar un tema que ha sido para mí una inquietud constante. Una inquietud que me deja sinsabores de frustración y de infortunio.

El estudio permite concluir que el trabajo tiene límites y que rebasados éstos la salud se perjudica. Más de 40 horas de trabajo semanal no son recomendables. Ansiedad, depresión, insomnio, hipertensión, son algunas de las consecuencias. ¡Fácil preverlo sin necesidad de estudio! Y pienso que no es en sí el trabajo sino las condiciones. De algo que hacer siempre precisa el hombre. De algo que colme sus aspiraciones, de algo que le dé satisfacciones, de algo humano que lo deje ser y realizarse. Pero no es el trabajo inclemente solamente el producto de la necesidad y la pobreza, de la explotación inmisericorde, y de la aceptación inevitable de condiciones laborales infrahumanas para sobrevivir, lo es también de la ambición que lleva al hombre a la pérdida de la moderación y la cordura, a perseguir sin límite el poder y la riqueza. En este orden de ideas, resultan o están más enfermas las mentes que los cuerpos. La consigan del mundo actual es producir sin tregua. Desde la tierna edad la formación va pervirtiendo el norte verdadero. Desde la irracionalidad de los colegios que atiborrando a los niños de tareas innecesarias les roban sus horas de familia y los van preparando para un mundo en que la satisfacción espiritual y afectiva es la menos importante.

Pero para que voy a repetirme, si creo que siguen siendo válidos los juicios que en prosa y verso expresé hace años.

“Vivir para el trabajo,
trabajar para vivir,
círculo sinfín,
absurdo de la vida.
¿Por el trabajo sometido
puede el hombre cultivar su espíritu?
¿Dedicarlo a la reflexión,
a la contemplación de lo creado?
¿A la expresión de sus íntimos talentos?
¿Nutrirlo con las cosas bellas?
Placeres elevados
o mundanos cercenados
por reglas sin sentido”.

Y en el “Epistolario periodístico” escribía sobre la calidad total y la deshumanización total:

“Imperceptible y paulatinamente el hombre ha ido perdiendo la razón de ser de su existencia y ha renunciado a su derecho a disfrutar la vida. Sicotizado con desbocadas teorías de calidad total y perfección absoluta, ha entregado sin darse cuenta su vida y su alma a las empresas, que sólo le permiten pensar en términos de producción y en superar obstinadamente las metas del día anterior para sobrevivir laboralmente, olvidándose del  bienestar de su espíritu.

Es el trabajador una máquina exigida que puede sin corazón reemplazarse. Omnipotentes las empresas, insignificante el ser humano; importante apenas como cliente del que pueda percibirse utilidad alguna. Importa más un indicador de gestión que un sentimiento, más un costo variable que una esperanza, más la orden perentoria que el llamado considerado. Como hipnotizado todo el mundo repite el estribillo de misión, visión y principios corporativos. Porque es apenas una moda, se consigna en ellos toda clase de ideas impensadas y se parcelan los valores, que son un todo íntegro, indisoluble, común y necesario para todas. Resultan así postulados necios que no se introyectan, porque suenan tan ridículos como aquél de que todas las empresas, por minúsculas que sean, se convertirán en la mejor del mundo. Realmente sólo las percibo deshumanizadas con el cliente interno, y  por interés,  con el externo humanas.

No me someto a  recitar sin razón ese estribillo de la utilidad y la competencia descarnada,  porque nunca objeto, institución o estado serán en mi sentir más importantes que el ser humano, que debe ser por el contrario para aquéllas su razón de ser. Del gerente al trabajador de menor rango, aún más aquél que éste, todos perdieron la  verdadera misión y  visión: la de sus vidas. Resignaron sus anhelos, sus deseos, sus afectos, sus esperanzas y hasta la libertad de su pensamiento en un torbellino laboral frenético. No viven, sobreviven.  Cuestionada ética del trabajo, verdaderamente propicia para el suicidio, único escape a una insatisfacción permanente. Humanicemos las empresas, racionalicemos la producción y comprendamos que el hombre es un ser anhelante de libertad que no puede ser esclavo del trabajo. Esforcémonos por la humanización total para que por fin valga la pena vida”.

 

LUIS MARIA MURILLO SARMIENTO

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