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A pesar de que la vida es en general una cuestión sencilla de entender y disfrutar, los seres humanos, supuestamente pensantes y racionales, hemos complicado todo de tal manera que en la actualidad ni nosotros mismos nos entendemos. La modernidad, los avances tecnológicos y el modus vivendi consecuentemente nos han aislado de quienes nos rodean invadiéndonos con fruslerías y minucias que nos alejan de la verdadera existencia espiritual, de nuestro yo y los sentimientos que pueblan nuestro interior.

De ahí que la soledad se erija como la gran soberana ahora, cuyo séquito lo integran la falta de valores, la inconciencia y el materialismo entre otros personajes no menos nocivos. Aquellas interrogantes ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? planteadas por Sócrates en la antigüedad parecen cobrar mayor importancia en nuestros tiempos gracias a los factores antes mencionados. La búsqueda del interior se ha vuelto más complicada que nunca porque en medio de esa incomprensión de lo que nos rodea acabamos por no entendernos a nosotros mismos, por desconocernos. Vemos en el espejo reflejada una imagen que se antoja ajena, que no corresponde a lo que sentimos, queremos o pensamos ¿Qué pasa? ¿Por qué hemos llegado hasta acá?

La respuesta es simple: Hemos dejado de pensar, y sobretodo de reflexionar, nos estamos hundiendo en la profundidad de nuestra propia indiferencia. Nos acostumbramos a recibir todo procesado. No hay más que apretar un botón para que cualquier inconveniente quede resuelto: desde las teclas del ordenador que nos soluciona cualquier interrogante y nos permiten hacer un texto con sinónimos variados, sin corrector ni equivocaciones posibles hasta el encendido de los electrodomésticos que nos librarán del esfuerzo de tallar ropa, fregar platos, exprimir naranjas o levantarnos para encender el televisor.

Y para los adolescentes ha sido la gloria: los videojuegos alivian momentáneamente del abandono, los congelados sustituyen a la perfección la mano de la madre en la cocina, el teléfono celular libra a los padres de la culpa por dejar solos a los hijos para trabajar cada día más. Pero, en todo este proceso se ha perdido la esencia de los detalles: el encanto de recibir sorpresivamente una carta por correo de aquel amigo que se mudó fuera de la ciudad; la sensación de que nuestra madre está al lado en aquella entrevista trascendente a través de esa camisa lavada a mano y amorosamente planchada con dedicación, la convivencia familiar que se generaba cuando el hijo mayor lavaba los platos mientras el menor los acercaba, mamá los secaba y papá los guardaba entre chistes, anécdotas y canciones; ese sentimiento indescriptible al entrar a casa después de la jornada y percibir ese aroma de la sopa recién hecha, el estofado en el horno y el café a punto dándonos la bienvenida.

¿Y qué decir del futuro? Aquel que añorábamos con tanta ansiedad cuando niños, que nos hacía soñar en ser bomberos, astronautas, maestras o veterinarias. Ahora parece que todo aquello se ha difuminado, no quedan más que noticias tristes, panoramas desoladores y vidas en desgracia. Por eso nos anestesiamos voluntariamente, nos volvemos zombies para evadir la realidad. Inventamos una rutina que nos ocupe cada minuto, que no nos permita tiempo para soñar, pensar o recapacitar.

No todo está perdido. Porque aún existen ángeles vagabundos. Todos han sido concebidos a través de un acto de amor sin precedentes. Son ellos quienes eligen a sus creadores, preparan el entorno para que de pronto, la armonía envuelva el ambiente, la inspiración flote en el aire y se establezca una conexión perfecta entre el corazón y la mente. El hacedor sabe exactamente a dónde quiere llegar y lo que debe hacer aunque no tenga experiencias previas.

El climax se acerca y la emoción estalla en forma de tinta grana que recorre los pliegos níveos antes inmaculados y ajenos al contacto, mismos que se estremecen cada vez más rindiéndose ante el contacto del ente que con pasión ciega lo recorre, lo llena y lo somete tatuando cada centímetro de su ser. La fecundación culmina. Han nacido. Su presencia causa sentimientos tan disímiles como almas hay en el mundo. Habrá quienes serán destruidos sin compasión por las mismas manos que los hicieron.

Algunos progenitores llorarán invadidos por una emoción profunda, se sentirán llenos de callada admiración por ellos mismos orgullosos de lo que son capaces de crear. Otros los condenarán a llevar una existencia oculta por el temor de que sean rechazados, tachados de insuficientes, imperfectos y mediocres. Muchos morirán. Los que consigan salir a la luz alcanzarán destinos tan variados como indefinidos. Los más afortunados, que son una minoría, conseguirán llevar una existencia feliz llena de elogios, homenajes y éxitos, se alojarán entre maderas finas y piel lustrada, serán acariciados y acunados por manos perfumadas y suaves, valorados en su justa medida. Pero la gran mayoría de ellos irán por la vida errantes y sin destino fijo. Quizás los encuentren en alguna plaza, abandonados en plena calle, delante de un tablero en cualquier oficina, surgirán del escritorio de una secretaria entre otros en iguales condiciones, asomándose tímidamente en cuanto espacio hallen acomodo.

Tal vez los despreciarán, los patearán, se burlarán, los desdeñarán sin compasión. Pero nunca faltarán aquellas buenas personas que sabrán apreciarlos, que los arroparán con cariño y les darán cobijo, que incluso los llevarán ante otros ojos y otras mentes dándolos a conocer, ayudándolos a cumplir su misión.

Muchos son los ángeles vagabundos que pueblan el mundo. Caminantes incansables, mártires de la incomprensión, de la incultura, la falta de tiempo y la soberbia. Que a pesar de su peregrinar –o tal vez a consecuencia de él- logran erigirse con dignidad poco a poco. Pues para ello han sido concebidos y liberados: para recorrer cada rincón y espacio posible andando sin reposo, ni distinción de idiomas, climas, horarios o situaciones geográficas.

¡Esa es su vida! Y solo de esta manera pueden ser plenamente. Esos ángeles vagabundos son cada una de las obras que surgen en un momento de inspiración, son chispas divinas que han sido liberadas para recordarle a los hombres a qué han venido a este mundo, para alejarlos de ese estúpido materialismo en el que se encuentran perdidos y hacerlos concientes de las maravillas que le rodean. Simplemente pasan por delante de la gente en forma de frases, cuentos, poemas, ensayos o novelas.

Aquellos que se dan la oportunidad de mirarlos y examinarlos a veces sonríen con sus locuras, otras desean acompañarlos en aquella aventura de pedirle a la luna cosas imposibles. Gracias a esos erráticos seres recuerdan que existe un sentimiento llamado amor que han dejado olvidado en algún recodo del camino pero que al evocarlo les emociona, los invade de nuevo, los llena por completo. Los ángeles vagabundos en su recorrido van dejando versos en los que construyen sueños y hablan de tantas cosas que habían quedado mudas, durmientes en pleno corazón. Pero también vuelan como aves permitiéndose arrastrar por el viento dejando a su paso leyendas, historias, cuentos y fantasías que al final resultan ser parte de la realidad. Llevan a quien los recibe un mensaje de esperanza, de paz, de alegría de bienaventuranza a pesar de las guerras, el hambre y la desolación. Por eso también rezan, elevan al cielo oraciones sinceras, plegarias sentidas nacidas del alma que estremecen a quien las escucha por su entera sinceridad. Muchos son los que han tenido la fortuna de encontrarse con un ángel vagabundo.

Hay cientos de ellos, miles ¡Son tantos! Están a la espera de ser leídos y de que cada vez sean menos quienes los rechacen y los dejen en el olvido silenciando su voz. Si es que a tu paso te encuentras con uno dale cobijo, no lo abandones, escúchalo y después déjalo libre, compártelo, entrégalo a otro para que siga su camino y lleve por doquier esas palabras escritas con tanta dedicación.

Y tú, amigo escritor ¿Cuántos ángeles vagabundos tienes presos en tu cajón, a cuántos has condenado a vivir entre los archivos de un ordenador? Porque cada texto que creamos, cada obra que surge en un momento de sutil inspiración, cada escrito, cada poema, cada frase ha surgido por que alguno de estos seres benditos te ha elegido para ser su autor Deben partir para encontrar su camino…

¡Sácalos de ahí!

Déjalos libres…

Permíteles vivir.

Elena Ortiz Muñiz

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