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El árbol de Navidad quedó listo por fin. Tuvimos que cambiar la posición de los muebles para poder proporcionarle el digno lugar que merece pero valió la pena. Trato de ataviarlo con ornatos distintos que se suman a los de años anteriores para que siempre haya cosas nuevas en él, en esta oportunidad una amiga muy querida me regaló una bola de barro que aprovechamos muy bien para hacer la estrella y los colgantes, todos tienen la misma forma –los corté con un molde- pero cada integrante de la familia dibujó con un palillo en ellos lo que quiso. Los llevé a hornear y después nos sentamos dos tardes completas a pintar las figuras.

El resultado me encantó porque al mirar detenidamente el árbol encontramos dibujado el rostro de mi hija de 5 años con tres ojos, la oreja en la nariz y la boca chueca, a nuestro perrito jugando con su pelota, una puesta de sol, la familia entera, a los Reyes Magos, una vaca o una casita de forma indefinida con la chimenea encendida. Las estrellas de fieltro que cosí el año pasado ahora están al pie del árbol y los muñecos del año antepasado en los respaldos de los sillones en la sala. Me gustó mucho, creo que es la mejor decoración que hemos hecho: “Llena de calor de hogar” según mi hijo.

No sé si por las escenas de los colgantes o porque me estoy poniendo vieja pero el caso es que me he quedado meditando mucho en la Navidad. No es la melancolía habitual, sino otra clase de añoranza que no sé bien cómo explicar. Sentí nostalgia al colgar las botas de cada integrante de la familia que yo misma corté y cosí para cada uno y contar cuatro, porque hace algunos años durante nueve Navidades fueron solo tres y la cuarta parecía un imposible, y de hecho el último médico así lo aseveró, para él no había nada qué hacer, no habría un nuevo embarazo y punto. La bota se quedó cortada e incompleta año tras año hasta que un día tomó forma y el nombre Diana fue bordado con emoción sobre ella porque a pesar de los pronósticos y el imposible la concepción aunque tardía, se realizó, lo cual me llenó de fe y alegría. Mi pequeña tenía ya cinco meses de nacida y yo seguía dándole los buenos días con lágrimas en ojos al comprobar que no había sido un sueño, que era real, mía y la podía besar, amar y abrazar hasta cansarme.

Pero este año, hay en mí una tristeza distinta. Dentro de una semana será el tradicional Concierto de Navidad de la Orquesta de Cámara infantil y juvenil en la que participan mis hijos, la pequeña debutará en los cascabeles y mi joven violinista se estrenará como violín primero. Desde hace tres años entre pieza y pieza uno de los integrantes lee frases acerca de la Navidad, son de mi autoría. Han gustado mucho porque conforme transcurre el concierto, las palabras hablan del milagro divino realizado en un portal, nos llevan a recordar el ponche de la abuela y las galletas recién horneadas de la tía, el aroma de la Navidad con perfume de pino, canela y limas, los regalos, los sueños que persisten, la fe, el cielo estrellado, los abrazos, la paz…

Pero por mucha melancolía que todos estos eventos traigan a nuestras vidas no puede uno cegarse ante la existencia de otra cara, la que nadie ve o finge no ver, la que no es conveniente, la que eclipsa toda alegría y entusiasmo. Porque detrás de los regalos y las tradicionales compras decembrinas seguramente habrá un comerciante que aprovechó la situación para engañar a los compradores con precios abusivos, las tarjetas de crédito llegarán indudablemente a su límite en un afán por aprovechar esas rebajas que solo el espíritu  navideño consigue y que por allá de marzo o abril harán llorar al deudor por el acoso que sufrirá a costa de los cobradores que se encargarán sin escrúpulos pero con eficiencia de recuperar la suma prestada para que el banco no pierda nada. Muchos de nosotros tendremos la fortuna de compartir la cena con familiares y amigos, pero muchos otros no tendrán nada para cenar, algunos ni siquiera la compañía de alguien. Con la impotencia de no encontrar empleo, se sumarán a las decenas que aprovechan el alto de los semáforos para vender cualquier cosa, quitar el polvo del carro, limpiar el parabrisas o arrojar naranjas al aire a cambio de unas monedas que no servirán para una cena digna, que no comprarán los sueños de sus hijos plasmados en una carta llena de inocencia y esperanza en la que con letras trémulas piden por una muñeca nueva, un carro de control remoto o la bicicleta magistral que exhiben en el almacén de la esquina que nunca llegarán. Cuántas madres se irán a la cama con lágrimas en los ojos, sufriendo al saber que a la mañana siguiente la desesperanza y la impotencia se instalarán en los corazones de sus hijos que no comprenderán ni se explicarán por qué aunque fueron buenos no los premiaron como a otros niños con los regalos anhelados ¿Acaso la Navidad no tiene la misma magia para un pobre que para un rico? No. No es igual para quien nada tiene que para el que posee todo. Eso es una realidad.

Mi inquietud y mis cavilaciones se profundizaron aún más cuando descubrí en la web un artículo de Néstor Pedraza en donde además afirma que “En muchos lugares se ha prohibido hacer sonar las campanas de las iglesias a media noche del 25 de diciembre por ser éste un detonante de suicidios”

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