En Zipaquirá viví en los límites de la homosexualidad y presencié tantas y tantas cosas que ahora, en la distancia, a veces pienso que fueron sueños y no quiero dar nombres porque yo puedo asumir la parte que me toca pero mis antiguos amigos y camaradas tal vez no. Vivimos una realidad triste y solitaria, en estos momentos sé que, la mayoría, disfrutan económicamente de momentos holgados con sus mujeres y sus hijos y no desean rememorar los momentos vividos hace casi cuarenta años y yo, no quiero recordárselos. Todo lo que escribo está pensado para dejar un testimonio de un ser humano que vivió una vida especial y que quiere dejar su evidencia para su mujer y sus hijos y, de pronto, para algún curioso que se quiera meter en la historia real de muchachos que vivieron muchos años antes que él en el mismo colegio, bajo el mismo techo, los mismos salones pero en otra época, con profesores distintos y una visión de la vida que en nada se parece a la de las generaciones de hoy. En el momento de escribir estas líneas me entero de que mi colegio ya no es ni la sombra del que tengo en los recuerdos.
Todo cambió para desmejorar; la fama de ser una de las mejores escuelas normales quedó en la historia; ahora es un colegio integrado (no sé por qué demonios no les dejaron el término de mixtos a los colegios que acogen hombres y mujeres, sino integrado), con una notoriedad desastrosa, donde ya no preparan jóvenes para la docencia y los que estudian allí no sienten el orgullo de ser sus alumnos. Yo tengo recuerdos amargos debido a mi indisciplina, no por la formación y educación recibidas allí y, pase lo que pase, llevaré con la frente alta y con mucho orgullo y altivez el título de ex alumno de la Escuela Normal de Zipaquirá. Recuerdo mi llegada a esa pequeña ciudad, procedente de otra pequeña ciudad, con un baúl arcaico y un maletín triste que tal vez había pertenecido a mi abuelo; me acompañaba mi papá y, como llegamos temprano, con demasiado tiempo por delante, buscó una tienda, igual que hacía siempre, y se sentó a tomar cerveza; en pocos minutos se hizo amigo de la señora y por derecha la nombró mi acudiente en el colegio; a esa maldita vieja nunca la vi representándome y más bien era mi propia madre la que con lágrimas en los ojos me salvó de la expulsión definitiva en varias ocasiones por algún desliz infantil o juvenil, en especial durante los primeros cuatro años. En quinto y sexto grado me ajuicié, creo, no estoy seguro, pero lo cierto es que no me quitaron más sábados y domingos como en primero y segundo.
Mi padre fue una embarrada en muchos aspectos porque sólo se preocupaba por él y, sin embargo, tenía una forma tan especial de ser que uno no tenía otra posibilidad que amarlo, a pesar de lo que dijera mi madre. Ella, igual que toda esposa de borracho, espera que su cónyuge cumpla las promesas y, mientras tanto se queja, delante de quien quiera oírla, de todas las desgracias que tiene que soportar con el alcohólico. Mi padre tomó lo suficiente para emborracharse ese primer día y, cuando llegó la hora, me dijo que me fuera; la señora me vio tan desvalido y solo que le dijo que me llevara y volviera; el viejo hizo las cosas tan rápido, como las recuerdo, que me dolieron y sentí que él y mi madre en alguna forma se estaban deshaciendo de mí. No sé porque lo hacía mi papá pero estoy seguro de que se comió a esa maldita vieja, no sólo ese día si no muchísimos otros y yo la odié y después supe por las lenguas viperinas de mis compañeros que mi padre iba a Zipa, de vez en cuando, y se la comía y no pasaba por mi colegio a visitarme.
Don Leopoldo, que en paz descanse, fue un padre recordable pero, según mi madre poco responsable; como ya estaba dicho; no sé qué pensar después de tanto tiempo; personalmente, y fuera de Zipaquirá, tengo otros recuerdos que no comparten mis hermanos: el restaurante, los billares, la carbonería, sus negocios fantásticos, la buseta que manejó en los últimos años de vida en Ibagué y tantas otras ideas que viví y compartí con él porque me consideraba el depositario de sus sueños y continuador de sus ideas. Mi hermano Néstor es como su segundo yo y tiene unos sueños locos parecidos a los de mi padre; le voy a colaborar con dinero y mercancía para que cumpla sus metas pero este no es el tema del libro, lo que pasa es que me acostumbré a escribir y escribir todo lo que me llega a la cabeza y me siento súper bien. Don Leopoldo me dejó tirado en un internado de una ciudad desconocida, a los doce años, en la primera vez que yo viajaba lejos del pueblito de mi infancia, de la casa y de las faldas de mi abuela y de mi madre, que no me quería tanto, a una ciudad que quedaba en el fin del mundo (es un decir, porque la distancia en tiempo era de tres horas y unos 90 kilómetros de distancia mal contados. En la época, y lleno de miedos, me parecía el otro lado del mundo (hoy se recorre la distancia en una hora y media en carro particular); me sentí como un gusanito en una fiesta de gallinas, indefenso, triste y solitario; ese día aprendí a no llorar nunca más porque lloré mucho y se me secaron los manantiales de las lágrimas. Por el resto de mi vida casi nunca lloré y, cuando lo hice, después de los cincuenta años, casi me muero.
Mi mujer de toda la vida, mis amigas de siempre, y todas las mujeres que me acompañaron en una u otra forma me enseñaron a ser hombre, de esos que sienten ternura y se apenan por los sufrimientos ajenos. Hombre de los que aman a las mujeres, que no hombres de los que quieren aparentarlo; sin embargo, no lloraba y no porque no deseara hacerlo, no lloraba porque no me salían lágrimas y no podía inventarlas. En el colegio si lo hacíamos y era muy fácil, cuando nos citaban a responder por faltas contra la disciplina ante el prefecto, nos aplicábamos en los ojos Mentol #4, una pomada espantosa que aflojaba los manantiales de las lágrimas y entrábamos en la oficina hechos una Magdalena. Alguno ensayó con cebolla pero el director detectó el olor no le comió cuento, entonces todos decidimos no utilizar este remedio.
A Zipaquirá le debo una curación milagrosa. Transcurridas casi cuatro décadas nadie ha encontrado otra explicación racional. Desde bebé sufrí de ataques de asma que me llevaban a las puertas del infierno. El que no sufre de asma no alcanza a comprender la angustia de un enfermo que está convencido de que le llegó la última hora en una muerte lenta y dolorosa por asfixia. El aire no quiere entrar en los pulmones y uno siente que todo empieza a desaparecer en un ahogo mortal. Trata de introducir oxígeno en los pulmones y sólo se escucha un sonido agónico característico. Suena como un fuelle en mal estado que ya no quiere funcionar y en cada ataque uno se encomienda a Dios, a Su Madre Santísima y a todos los santos, busca con ansiedad una ventana, si está en un cuarto o lugar cerrado, o sale a lugares abiertos tratando de respirar. Después de un tiempo más o menos prolongado que al paciente le parecen siglos, retorna la respiración, desaparece el ahogo y la vida vuelve a ser feliz. En este estado lamentable transcurrieron los primeros meses de mi vida como interno en el colegio de mi juventud. Como los profesores habían sido avisados mi cama estaba en la puerta de uno de los tantos dormitorios idénticos con treinta camas cada uno. Era el primero del tercer piso y si me ahogaba salía a un corredor larguísimo con balcón que daba al patio que cumplía también como cancha de baloncesto.