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Han pasado trece meses desde que fumé mi último cigarrillo, después de 16 años de fumadero constante. Trece meses sin gastar dinero en tabaco, ni dañar mi cuerpo con nicotina, alquitrán y otros venenos. Trece meses en los que dejé de ser un flaco escuálido, por debajo del peso mínimo que debería tener. Y lo mejor del cuento, es que todo esto sucedió sin proponérmelo.

 

Fue el 15 de abril del 2009. Recuerdo muy bien esa fecha, ya que en la mañana, un familiar entraba a trabajar a un nuevo empleo y le preocupaba el que fumara casi dos cajetillas diarias de cigarrillos. Medio en serio, medio en broma, me decía que lo mejor sería que le pusieran la oficina en la calle, ya que de todas maneras se la pasaría más tiempo ahí… Yo lo comprendía perfectamente, puesto que para esa fecha me fumaba paquete y medio de cigarrillos al día y, aunque había intentado dejarlo en varias ocasiones, no lo había logrado y me había resignado a seguir fumando el resto de mi vida.

Nos reímos antes de salir al trabajo, preparándonos a ser incomprendidos en el mundo de las oficinas donde es “prohibido fumar”, conscientes de que no sería posible adaptarnos, ni dejar el vicio. Ambos fuimos a nuestros respectivos trabajos y el día, por lo menos lo que a mi respecta, transcurrió entre el trabajo y la calle, fumando.

Por la noche, al llegar a la casa, la cara de felicidad de mi familiar me indicó que algo había ocurrido. Intrigado, inquirí el motivo, a lo que me respondió:

- ¡En todo el día me he fumado dos cigarrillos! Y no tengo ganas de fumar.

No lo creí. Simplemente consideré que no era posible semejante milagro.

- ¿Cómo le hiciste?

- Antes de entrar al trabajo, pasé por la farmacia para comprar chicles con nicotina(*), pero no había. El farmaceuta me recomendó unos parches, que decidí probar, ya que tenía una reunión de trabajo y no podía perder tiempo buscando chicles…

- ¿Y?

- ¡Pues desde que me lo he puesto, no he fumado ni un cigarrillo! Simplemente me he olvidado de la necesidad.

Me negué a creerlo, achacando la falta de ganas de fumar a la concentración del trabajo, pero me cuidé de mostrar mi incredulidad, por lo que apoyé a mi familiar.

- Te felicito, - dije.

- ¿Quieres probar un parche?

Sin pensarlo, dije que sí.

- ¿Cómo funciona?

- Fácil: te pones un parche en la mañana, después de bañarte, y te dura 24 horas.

- Entonces en la mañana lo haré…

En eso quedamos y la noche siguió con su rutina, aunque yo no podía dejar de asombrarme de que mi familiar siguiese sin fumar un solo cigarrillo.

En la mañana del día 16 de abril del 2009, antes de colocarme el parche de nicotina, me fumé el que sería mi último cigarrillo. Seguía en mis trece de que no sería posible dejar de fumar, ya que, después de todo, llevaba fumando 16 años.

Una vez puesto el parche, estuve atento a todo síntoma que presentara mi cuerpo. El primero de ellos fue mareo. Un ligero mareo que duró unos pocos segundos, para dar paso a una salivación excesiva. Hice caso omiso a esas señales de malestar y salí al trabajo.

Desde la mañana, la oficina estaba muy atareada y desde las 7:30 a.m. yo tenía bastante trabajo que hacer. Eran las 10:00 a.m. cuando me di cuenta de que hacía rato tenía que hacer algo, pero no acertaba a comprender qué, hasta que una compañera de trabajo me preguntó si la acompañaba a fumar… ¡Hasta ese momento, no había tenido la mínima necesidad de cigarrillo! Acompañé a mi compañera, e incluso encendí un cigarrillo, pero el sólo olor me dio náuseas y la salivación aumentó en exceso. Así que lo apagué de mala gana…

En todo el día no fumé un solo cigarrillo y me producía malestar cuando alguien prendía uno a mi lado. Ante las constantes preguntas de mis compañeros de trabajo respecto al por qué no fumaba, decidí contarles la verdad. Recibí una salva de aplausos y la noticia se regó como candela por toda la oficina. Obtuve felicitaciones y regalos de mis compañeros por dejar de fumar, así como frases llenas de desdén, tipo: “a ver si aguanta la semana…”. Creo que esto último me dio pie a aguantar más de una semana, tan sólo por cerrarle el pico a los envidiosos.

Así pasó el día. Físicamente, no tenía ganas de fumar. No obstante, me sentía mal… Podría decir que desubicado… Con exceso de tiempo extra en mis manos y fuera de la rutina a la que estaba acostumbrado…

Mi modo de vida había cambiado, tan sólo que tardaría más o menos una semana en darme cuenta de ello. Esa noche decidí realizar el tratamiento completo del parche de nicotina. La prueba me había parecido un éxito, así que decidí invertir dinero en mi salud, que (seamos sinceros) se lo merecía.

El tratamiento en sí se dividía en tres etapas y duraba más o menos setenta días. Se iniciaba con una dosis de nicotina alta y con el tiempo se reducía hasta llegar a cero. Por más extraño que parezca, a los tres días de usar el parche quise volver a fumar. No físicamente… Mi cuerpo no me pedía ni una gota de nicotina.  Pero mi mente asociaba ciertas actividades irremediablemente con el cigarrillo y me generaba la necesidad psicológica de encenderlo. Algunas de esas actividades era la hora del almuerzo, tomar  café, cerveza, al despertar, al tener frío, estrés y (quizás la costumbre más difícil de todas) a la hora de escribir cualquier tipo de texto.

Las primeras cuatro semanas fueron las más difíciles en cuanto al costumbrismo, pero gracias al apoyo y las pullas de mis compañeros de la oficina, logré superar ese obstáculo. El trabajo, la Comunidad Literaria Rincón de los Escritores (https://www.larmancialtda.com) (que en ese momento era 100% gratuita y me generaba bastantes horas de trabajo diarias), la rutina diaria y el hogar tuvieron que sufrir modificaciones en cuanto a mi relación para con ellos. De otra forma, habría encontrado cualquier excusa para volver a fumar.

A los dos meses (y faltando dos semanas para finalizar el tratamiento) ya me sentía un poco más tranquilo. Me estaba acostumbrando a mi nueva forma de vida y a los beneficios que trae consigo el dejar de fumar (quizás el que más me costó asimilar es el exceso de tiempo libre que aparece, al dejar de invertirlo en aspirar humo).

El beneficio más grande fue el reencuentro con los olores. Había olvidado a lo que huele una mañana fresca, la tierra bajo las primeras gotas de lluvia, el pasto recién cortado, el viento del norte con el olor característico de la nieve… Había olvidado que el olfato representa una parte fundamental de la vida de cualquiera y ahora recuperaba con gusto aquellas sensaciones de la infancia que había dejado en un pasado oculto bajo espesas nubes de humo.

Los sabores de los alimentos también fueron variando, regresando a lo que son originalmente. Ya no tenía necesidad de tomar café negro o colas para bajar el sabor a humo en la garganta. Claro está que al principio, la manía de meterme un filtro de fieltro en la boca fue tácitamente reemplazada por la de caramelos, dulces o cualquier otra cosa semejante a un cigarrillo, que fuese acompañada por el succionar que tanto gusta a los fumadores. No obstante, al ver la sobrebarriga que se me estaba formando, decidí finiquitar mi relación sentimental con los dulces y regresar al régimen alimenticio que tenía antes. De esa simple forma (con un poco de fuerza de voluntad) logré controlar el temor (y la excusa de todos los que dicen querer dejar el cigarrillo) de engordar.

Otra ventaja fueron los comentarios de mis compañeros de trabajo, quienes me decían que mi tez se estaba aclarando. Ya no tenía la piel amarillenta y reseca. También resaltaban el hecho de que me veía más alto al dejar de encorvarme al sentirme ahogado. Y la sensación de ahogamiento, que los últimos meses antes de dejar el cigarrillo me acosaba, también había desaparecido.

Lo único desagradable del proceso fue el sentir, de vez en cuando, cómo salía un sabor a cenicero de los pulmones, al liberarse estos poco a poco de toda la porquería acumulada durante 16 años de lastimarme a mí mismo.

Pero se acercaba el día que temía más. Era el día en que terminaba el tratamiento y con él los parches. Ya no tendría mi salvavidas de nicotina pegado al hombro y durante la última semana me asaltaba la pregunta ¿podré?

No negaré que la semana después de quitarme el parche de nicotina fue difícil. Pero más fue el temor que cualquier otra cosa, ya que durante los setenta días anteriores había modificado mis costumbres y modo de vida. Eran las tres cuartas partes del camino. La cuarta parte faltante era mi fuerza de voluntad. De vez en cuanto tenía tentación de fumarme un cigarrillo, pero entonces me preguntaba:

¿De veras quieres desperdiciar tres meses de pruebas superadas? ¿De verás quieres demostrar ante ti mismo que no eres capaz de regalarte un bien?

Y me daba cuenta de que no…

 

Ya ha pasado más de un año desde que fumé mi último cigarrillo. Físicamente obtuve muchos beneficios. Mi salud ha mejorado, mi peso se ubica de acuerdo al promedio de mi estatura (mido 1 metro 92 centímetros y cuando fumaba pesaba 74 kilos. Hoy peso 86 kg.). No me ahogo y le he cogido un gusto inmenso a las caminatas, más que nada por la noche, cuando el aire es fresco. Los dientes ya no son de un color amarillento opaco y duermo por las noches sin sobresaltos. A Dios gracias ya no tengo tos de fumador y mi afición a las bebidas gaseosas y café han desaparecido.

 

No extraño el cigarrillo, pero ello se logró después de casi diez meses sin fumar. Comparto mi experiencia con ustedes ya que si usted fuma y quiere dejarlo, debe saber que no es el cigarrillo ni la nicotina su principal enemigo. Es usted mismo, como lo descubrí yo, y las costumbres a los que viene ligada la actividad de aspirar humo. Es un trabajo que requiere de deseo y fuerza de voluntad. Lo último más que todo. También el apoyo de los amigos, familiares y compañeros de trabajo.

 

Venciendo las costumbres, se vence el cigarrillo.

 

(*) Me reservo el derecho de mencionar las marcas de los medicamentos y remedios utilizados.

 

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