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Hace veinte años, cuando la Guerra Fría estaba en un punto crítico, un hombre norteamericano y una mujer soviética, se convirtieron en los mejores amigos, en un país latinoamericano lacerado por una guerra civil.
La primera impresión que tuve de Nicaragua fue una pista de aterrizaje circundada por hileras de cañones antiaéreos. Corría el año de 1984 y yo, un mozuelo de 9 años recién cumplidos, llegaba desde la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, acompañando a mi madre para ayudar al gobierno de Daniel Ortega en la reconstrucción de un país socialista.
Mi madre, Larisa Manrike, ingeniero mecánico, con master of science en ingeniería y especialización en máquinas hidráulicas, ya había vivido en Nicaragua durante dos años, durante los cuales participó en la construcción de diferentes proyectos, todos relacionados con la rehabilitación de una nación destrozada por el gobierno de Anastasio Somoza, por la guerra que le libraron los sandinistas, por los continuos terremotos y ahora, por la resistencia que realizaban los contras al gobierno socialista, apoyados por la CIA norteamericana.
La Unión Soviética no era el único país que estaba identificado, no tanto con el gobierno de Ortega, como con la gente necesitada del país. Había suecos, canadienses, suizos, noruegos e incluso algunos norteamericanos, trabajando en labores sociales. La mayoría no llegaba a los treinta años. Todos idealistas, con una única meta: hacer el bien para el pueblo nicaragüense.
Ni que decir que odiábamos a los gringos. Ellos representaban todo lo malo que pasaba en el mundo. Además, nos encontrábamos en plena Guerra Fría. En mi cabeza, todavía estaban frescas las enseñanzas de mi escuela soviética, en las que USA era igual a holocausto. Y si en ese momento alguien me diría que terminaría debiéndole la vida de mi madre a un gringo y que además éste moriría en su lugar, jamás lo creería.