Recuerdo cuando niño el soberado, espacio interno entre la primera planta y la techumbre acaballada de la casa, albergue de roedores y bichos raros repugnantes; era también el sitio a donde llegaban a parar todos los objetos en desuso y de otros, que en ocasiones muy pocamente se usaban, y luego allí se encarrilaban para que no estorbaran en los pasillos. Me parecía que en ese sombrío y lóbrego lugar, Vivian insospechados gnomos y fantasmas que en el día dormitaban a sus anchas entre los pulverulentos cacharros, y llegada la noche salían por entre las sombras a rondar por las habitaciones de la morada para asustarnos. Le tenía pánico a aquel lugar por alguna razón. Pero el final de toda historia es el preaviso del inicio de otra.
Mi padre por circunstancias de la vida murió de muerte natural. A mi madre, mis hermanos y a mí, su repentina partida además de caernos como un baldado de agua fría, nos conmovió hasta las lágrimas. Sorpresivamente esta desventura nos transporto a una realidad de abandono e impotencia, y a una serie de sucesos que por obvias razones su permanencia en cada uno de nosotros, activo como respuesta una serie de sentimientos encontrados de índoles diferentes, difíciles de superar en corto plazo. No estábamos preparados para soportar el después de ese momento. Nuestras vidas cambiaron de tajo y las consecuencias de esta mutación no se hicieron esperar.
Por muchos años nos acicateo el infortunio; parecía de nunca acabar esta contienda con el sufrimiento. Mi madre económicamente quedo mal amparada. No sabía hacer nada más que no fueran los quehaceres del hogar. Por ello, mientras conseguía que hacer para sobrevivir, decidió poner en venta su casa único patrimonio que mi padre le había dejado, para conseguir cubrir algunas deudas y los gastos del día a día como llevar a cabo la difícil tarea de salir a alquilar dos pequeñas piezas de habitación para alojarnos…
Hasta aquí, lo anterior fue un breve preámbulo de la historia que me remonta a aquel lugar, al soberado o“desván”. Había tantos y tantos cachivaches, que para desocuparlo, hubo necesidad de pedir ayuda a vecinos y amigos. Teniamos que entregar la vivienda a sus nuevos propietarios que junto con algunos moblajes, compraron. Súbitamente, estando de ayudante en esta labor en un aislado rincón, oculto entre todo ese mundo de cacharros, apareció un baúl de vieja data, forrado en cuero, con goznes de cobre enmohecidos, todo empolvado y cubierto de telarañas. En ese momento, no sabía que contenía, ¿Cuál era su origen?, ni ¿porque estaba en ese lugar? Pero advertí que pesaba mucho porque intenté levantarlo, sin lograrlo.
Cuando a su turno bajaron el anticuado baúl, hice que lo depositaran en uno de los cuartos vacios de la plata baja, para abrirlo. Cuando abri el cofre, ¡Ho! sorpresa, éste solo contenía libros… muchos libros de hojas ambarinas los llamados de tapa dura, empolvados sin hojearlos por mucho tiempo. Sus títulos en alto relieve impresos, resaltaban con el gris y azul oscuro de sus lomos y portadas. Me causó tanta curiosidad y asombro su existencia que sin pensarlo dos veces pedí a mi madre permiso, para que me dejara guardar el viejo baúl con su valioso contenido al pie de mi cama, en la nueva morada.
Desde ese momento, el hábito por leer se apoderó de mí. Cada vez que podía me daba un banquete de lectura, leyendo ejemplares como: El libro de regalo de la princesa María, hermosa antología de cuentos, versos y artículos, publicada antes de la Primera Guerra Mundial. El jardín secreto de Frances Hogson Burnett, El ganso en la nieve de Paul Gallico, las zapatillas de ballet de Noel Streatfield, Obras completas de Oscar Wilde, las aventuras de Sherol Holmes, El tulipán negro y los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. En fin, Los libros viejos son como los viejos amigos: nos dan recompensas generosas y duraderas, y leerlos es aprender constantemente cosas nuevas.
Cuando era un joven adolecente, siempre pensé que soñar despierto era inofensivo. Que La belleza de mis sueños radicaba en su improbable realización. Pero ahora que soy adulto a prudente distancia con el tiempo en su habitual devenir de mi existencia, veo que mis sueños se van haciendo realidad. Ellos me han dado mi hogar, mi trabajo y mis tres hijos.
Tenía razón Francisco Bacón en afirmar que “la lectura hace al hombre completo. La conversación lo hace ágil. La escritura lo hace preciso”. Nada me falta, si entre mis manos reposa un libro para ser hojeado devorando ávidamente su contenido. El olor característico de sus hojas amarillentas al paso por mis dedos, despabila mis sentidos.