Regina había sido siempre una mujer guapa y pulcra en su arreglo personal. Siempre ataviada con una falda recta a los tobillos y blusa de manga larga abotonada hasta el cuello del que colgaba, brillante, la medalla que la acompañaba desde su primera comunión.
Vivía en estricta religiosidad sin faltar jamás a sus deberes como católica. Era la principal ayudante del sacerdote en las misas diarias, personaje fundamental de los eventos dominicales, indispensable en la organización de las actividades de semana santa, reconocida catequista y admirable hija.
Un día, conoció a Augusto, quien llegó al pueblo para emplearse como contador, y a través de él aprendió que así como la fe alimenta nuestro espíritu, el amor da vitalidad a nuestro corazón.
La boda se celebró con gran alegría de los padres de la novia que ya temían ver a su hija enclaustrada en un convento marchitándose, y un enorme alivio de las muchachas casaderas a las que Regina opacaba.
Pasaron los años y ella seguía floreciendo mientras Augusto encanecía y se volvía cada vez más pobre y nervioso, enredado en papeles y absorto en sus números todo el día y gran parte de la noche.
Los hijos no llegaban a pesar de lo mucho que se afanaban en ello. La mujer optó por olvidarse de su anhelo y el marido perdió el deseo. Así que pronto volvieron con más ahínco, a sus actividades religiosas ella, y a sus cuentas y tabulaciones él.
Por esos días llegó el arquitecto. Llevaba la consigna de reconstruir un campanario y diseñar el área que ocuparían los futuros nichos. Inicialmente, se quedaría solo un fin de semana: tiempo más que suficiente para trazar los planos, tomar medidas y estudiar el terreno, sin embargo, se quedó dos meses. Los mismos en los que Regina intensificó sus labores eclesiásticas con objeto de mitigar su soledad y frustración.
Una mañana, la mujer despertó con la noticia de que Augusto había decidido partir a los Estados Unidos en busca de un mejor desarrollo económico. Al pobre marido no se le ocurrió otra idea lo suficientemente buena como para darle a su mujer la oportunidad de recobrar su libertad dignamente a sabiendas de que ella no reconocería el fracaso abiertamente y mucho menos aceptaría un divorcio que la condenaría ante la iglesia y la gente.
Poco tiempo después, Regina anunció su embarazo, mismo que fue celebrado por familiares y amigos, convencidos de que la bondad tenía un premio y ella por fin recogía los frutos de su gran fe.
Así, nació Jesús, aunque de su padre, Augusto, nadie volvió a saber. El niño fue educado con el mayor rigor en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas. La mujer tenía claro que el hijo debía dedicar consagrarse al sacerdocio.
Se lo ofreció a Dios desde que nació y así se lo inculcó a él de toda la vida. Se le inundaban los ojos de lágrimas nada más de imaginarlo oficiando las misas enfundado en su sotana blanca, dedicado a conducir al rebaño por el camino del bien.
Por las tarde, estudiaban las vidas de los santos, de los papas, de los mártires y profetas. Leían la Biblia todas las noches, participaban en todas las
peregrinaciones posibles, incluso en aquellas en las que debían atravesar los cerros o caminar por lugares en los que no existían caminos ni poblaciones durante muchos kilómetros, durmiendo a la intemperie, sobreponiéndose a los embates del clima, solo para tener la satisfacción de ver la capilla aparecer frente a sus ojos y rendirle tributo al patrono de la misma. Ningún sacrificio era exagerado, pero sí muy necesario.
Llegó el día en que Jesús ingresó al seminario siendo desde el principio un alumno destacado. Le gustaba el estudio, era disciplinado. Acostumbrado, como estaba, al ayuno y rigidez de los horarios nada suponía una privación para él, pues nunca pensó o imaginó que pudieran existir otros modos de vida.
Los domingos, asistía a las iglesias de los pueblos cercanos para vender revistas religiosas, pedir limosna para la manutención de los seminaristas y a exhortar a los jóvenes a seguir el camino de Dios.
Fue en una de esas misas donde conoció a Rosita, una joven de piel morena y largas trenzas negras. Primero, lo atrajeron sus grandes ojos cafés, luego, se fijó en la breve cintura y redondas caderas que contoneaba al caminar mientras sus sandalias dejaban al descubierto los pies más perfectos y delicados que hubiera visto en su vida.
Desde ese día, ya no fue el mismo. Vivía atormentado. Soñaba con ella, y por consecuencia, hacía esfuerzos descomunales para no dormir y caer en la tentación de la carne rezando con desesperación para suplicar, en cada misterio recorrido, que desapareciera eso que sentía. Pero no. Era inútil. Cada día que pasaba era más profundo el sentimiento, ya no lograba pensar en nada que no fuera la muchacha y esperaba con vehemencia la llegada de los domingos en donde inventaba todo tipo de pretextos para que le asignaran a él esa iglesia bendita.
Alarmado por el desmejorado aspecto del muchacho, el padre Juan decidió mandarlo llamar para averiguar lo que sucedía. Con gran vergüenza y dolor, pero al mismo tiempo aliviado por poder compartir con alguien más esa pesada carga que llevaba en el alma, Jesús le confió a su mentor sus sentimientos y ese temor agobiante al castigo divino que se suscitaría por su falta de temple para vencer los deseos mundanos. El padre Juan, escuchaba atentamente las palabras del muchacho mientras hacía lo indecible para evitar sonreír ante “tan grave problema”.