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En un reino lejano había una princesa que nunca quería comer. Estaba tan pero tan consumida que bastaba con que alguien soplara delicadamente frente a ella para que perdiera el equilibrio. El rey y la reina, naturalmente, estaban muy preocupados. No importaba cuánto se esforzaran por ofrecerle platillos deliciosos, pasteles finos, frutos exóticos o brebajes revitalizantes: la princesa se negaba a probar bocado.

Como es costumbre, anunciaron en cada rincón del reino que aquel que consiguiera encontrar el mal que le aquejaba recibiría una gran fortuna como recompensa. Desfilaron hombres viejos y médicos jóvenes, hechiceros y naturistas, sabios y charlatanes, pero nada mejoraba.

Cuando habían perdido toda esperanza, se presentó ante ellos uno de los jardineros de palacio asegurando que tenía el remedio para curarla. Llevaron al sirviente frente a ella. El jardinero sacó de sus bolsillos una latita de metal que acercó a la nariz de la enferma, ésta comenzó a toser sin control, entonces, aprovechando la confusión, con el rostro sonrojado y los ojos humedecidos por la emoción acercó lentamente sus labios a los de su princesa besándolos tiernamente para después escapar a toda prisa. Los reyes estaban furiosos ¡Qué burla había sido ésa! Mandaron emisarios a buscar al joven para castigarlo por su osadía ¡Atreverse a engañarlos para robar un beso de la princesa, él, un plebeyo, un simple sirviente, un verdadero atrevido!

De pronto, ante la mirada incrédula de todos, la princesa no solamente ya no tosía sino que también comía.

Buscaron al jardinero en todos los rincones del reino sin resultado. Pidieron ayuda en comarcas vecinas pero todo fue inútil. Jamás pudieron encontrarlo.

La princesa recobró la salud y el color de sus mejillas tersas como la piel del durazno, pero siempre vivía sumida en una eterna melancolía.

Solamente cuando las estrellas brillaban en el oscuro cielo de la noche, era capaz de sonreír desde su balcón mirando arrobada las luces parpadeantes.

Y entre ellas, había una, una en especial que se perdía en la multitud de luces titilantes y que aprovechaba el anonimato para extender su luminosidad y acariciar el rostro y el cabello de su princesa amada.

Era el jardinero, el mismo que una mañana, tiempo atrás,  refugiado entre las rosas rojas que con tanto afán cultivaba, se atrevió a enviarle un beso a la hermosa princesa con la que soñaba noche y día en el justo momento en que ella bostezó. Después de aquello la princesa dejó de comer.

Cuando el humilde joven vio que no había poder en la ciencia ni en la capacidad humana para devolverle las ganas de comer, pensó en la posibilidad de que su beso pudiera haberle obstruido la garganta impidiéndole probar bocado. Por amor se arriesgó, pero sabía que aquel beso le costaría la vida, su cabeza rodaría irremediablemente. Porque comprendía, que cuando el corazón alcanza niveles imposibles, no queda más remedio que resignarse o morir.

Huyó para siempre del reino sabiendo que nunca más regresaría. Moriría, sí, pero nunca frente a ella.

Por eso, cuando su espíritu enamorado alcanzó el cielo, dedicó la eternidad a velar los sueños de su amada, quien nunca sabría por qué no conseguía amar a nadie, pues solamente se estremecía su alma y corazón al recordar un bostezo que la hizo vibrar, un beso robado que le devolvió la vida y el momento sublime en que las estrellas aparecían en el cielo, para hacerla sentir nostálgica, feliz e idolatrada.

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