Siempre creí que ser un ciclista de corte furioso era un mal camino. Pensaba que era una predisposición absurda: salir a pelear en vez de pedalear, salir a fruncir el ceño en lugar de disfrutar el viento en la cara. Pero bastó que decidiera dejar el ciclismo de domingo y ponerme serio para que se me ensuciara el alma.
Al principio no me importaba que me pasaran a llevar los autos y mucho menos las micros. “No me debe haber visto”, pensaba cuando estuve a punto de ser pisoteado por el transporte público. Pero poco a poco esta tranquilidad se fue perturbando. Cada vez que un auto doblaba en mis narices sin haber siquiera mirado por el retrovisor, o si veía cómo le daban el paso a otros autos pero no a la bicicleta eran pequeños episodios que fueron alimentando en mi corazón un rencor infinito, porque detrás de todos los hierros y cadenas y motores hay personas, y cuando un auto pasa por encima de una bicicleta, antes que un atropello es una humillación.
Pasé un tiempo moviéndome por la ciudad bancándome todo eso. Si vivíamos todos amontonados en una ciudad, cómo no nos íbamos a pelear el espacio. De cierta manera asumí que si quería movilizarme en bicicleta iba a tener que ser así: a codazos. Fue una experiencia increíble: todos los días me mandaba cuarenta minutos de ida y otros cuarenta de vuelta, la conclusión que saqué es que media hora en la calle bastan para tener un altercado.
El último de estos fue patético, pero me inspiró en mi proyecto. Ayer en la mañana iba yo por Pedro de Valdivia, calle de dos vías por donde pasan micros. En el cruce con Eliodoro Yáñez, frente a la Municipalidad de Providencia, se detiene un auto bruscamente y se abre la puerta del copiloto. Cuando el personaje sintió el choque de los metales recién me vio, pues como un ente pequeño del tránsito un ciclista viaja amedrentado cerca de la cuneta. Conociendo a los encapsulados automovilistas pasó lo de siempre, el chofer indignado se baja de la máquina quejándose del rayón, de la manchita, mientras a mí me sangraba la pierna. El tipo estaba descontrolado, decía que yo le tenía que pagar la pintura. Entonces no pude más que reírme, aclararle que él fue quien se detuvo en cualquier lugar y la piqué por Eliodoro Yáñez contra el tránsito, pues eso sí que un vehículo insignificante lo puede hacer.
Los automovilistas se sienten tan seguros detrás de esa coraza de lata. Creen que pueden hacer lo que quieren, creen que pueden adjudicarse el poco espacio que nos dejan y no señor: ¡la cuneta al menos es mía! No me la van a quitar, no me la van… ¿mencioné que hago cosas? Construyo cosas, y hace un tiempo que quería hacer una bicicleta resistente. No la había terminado, porque no sabía para qué. Pero ahora que estoy sentado sobre ella sé perfectamente lo que quiero hacer.
Gracias al marco de fibra de kévlar, gracias a mis secretillos mecánicos para ajustar ruedas y volante, gracias al grueso casco que me puse, más rodilleras, coderas, la mansa chaqueta y pantalones de cuero, puedo asegurar que el encono es cosa del pasado. Los ciclistas furiosos representan un estado de ánimo obsoleto, yo voy a marcar la siguiente etapa evolutiva del pedaleo urbano. Me acabo de convertir en un ciclista vengativo. Mi filosofía es que a ellos les importa más el rayón que a mí, entonces caballeros, choquemos a ver cómo nos va.
Salgo por primera vez armado hasta los dientes. Aunque me dispararan estaría cubierto, dicen que el kévlar es lo que hace que un chaleco sea anti balas. Me tiro por Bilbao. Esquivo un peatón imprudente, luego a un auto que trata de meterse en una esquina, la puerta de otro estacionado que se abre, y el típico idiota que no señaliza para doblar. ¿Estoy seguro de lo que hago? Quizás no sea tan buena idea. Se me está haciendo pero sigo. Cruzo Bustamante, Vicuña Mackenna y entro a la ciclovía. A lo lejos veo un furgón blanco parado en medio de mi vía exclusiva con sus luces intermitentes, como si fuera su territorio. Este huevón la cagó. Paso al cambio pesado, pedaleo y me dejo estrellar contra una de las puertas del auto mal estacionado. Con dificultad me levanto. Tomo mi bicicleta intacta. El chofer sale del edificio en el que estaba pidiendo explicaciones. Me río en su cara y sigo ciclovía abajo.
No es tan fácil como me lo imaginé. Estoy mareado, adolorido, un solo choque, un solo castigado y ya estoy hecho bolsa. Le pegué muy fuerte parece. Veo medio borroso incluso, debería ir más lento. Y la cleta como si nada, me quedó buena, afinadita, pero… pero… ¡No, qué es esto! ¡Qué está pasando! ¡Me voy a matar! Voy sin manos, por la ciclovía. Se me salió el volante, si paro de pedalear a esta velocidad me caigo encima de esas piedras que separan la calle. Al menos no vienen autos pero ¡salgan de ahí! Ni los peatones respetan, ¿por qué esperan la luz verde parados en la ciclovía? ¡Cuidado! ¡La vieja! ¡Sáquenla!
Veo solamente el pavimento, mi sangre, los pies de la gente corriendo en distintas direcciones. No me quiero mover, me duele la cabeza. No puedo levantarla pero ya sé lo que pasó. El gato es con el ratón de la misma forma que el perro se porta con él. Me convertí en el predador. Miro a la vieja, quisiera decirle algo, pedirle disculpas, enmendar mi carrera desenfrenada, pero su cuerpo no se mueve. Trato de levantarme y descubro que el mío tampoco.