—Tienes que soltarla.
Denis se había aproximado a Stevenson desde el extremo de su mesa de trabajo, en el luminoso edificio del Centro de Inserción. Las mesas se encontraban delimitadas por un cerco de mamparas cuya altura no sobrepasaba la cintura de un hombre. Desde el corredor, cada mesa, cada espacio cercado, semejaba los compartimentos de un panal.
Al otro lado del corredor, una pared de cristal cerraba la estructura rectangular de lo que era la colmena de oficinas; último piso del Centro. Eran las nueve de la noche, y los dos hombres constituían el único signo de vida en todo el nivel.
—Necesito más tiempo, es un hueso duro de roer. Veinte días son demasiado poco.
—Conoces el Protocolo. Nunca, bajo ningún concepto, una retención puede exceder de los veinte días.
Denis, sentado sobre la mesa, le observaba con actitud autoritaria y paternal a un tiempo. Desde su elevada posición, la identificación cosida a su mono de trabajo se impuso con mayor fuerza a un Stevenson acorralado en su silla. T-2480, la placa refulgía en el pecho izquierdo del hombre que había irrumpido en su despacho. La circunstancia de que su número de identificación, T-2481, estuviera una sola cifra por delante de la del compañero sentado sobre su mesa, era suficiente para conceder a Denis una mayor antigüedad. Y en toda jerarquía, la ausencia de grado, ya fuera entre peones o soldados rasos, se suplía con la devoción hacia el veterano.
—Solo un día, un día más y conseguiré que todos sus principios se desmoronen –insistió.
—No puedes hacer eso, es injusto e ilegal –objetó Denis.
—Tampoco puedo, o no podemos, o no deberíamos soltarla en esas condiciones, con toda esa mierda en la cabeza.
—No hagas eso.
—¿Hacer qué? –preguntó Stevenson.
—Convertir el trabajo en un asunto personal.
El funcionario murmuró una queja. Sus ojos se clavaron en la superficie de la mesa para huir de la mirada reprobatoria del compañero.
—¿Cuántos años tiene? –quiso saber Denis desde la ventaja, tanto de su rango numérico como de su elevada posición sobre la mesa de trabajo.
—Setenta y algo.
—¡Ya ves! —exclamó— una vieja. Esta gente morirá pronto, y con ellos todo su mundo. El futuro es nuestro.
El funcionario se levantó de la mesa, anduvo dos pasos y se detuvo frente a una de las mamparas que constreñían el alveolo en el que trabajaba Stevenson.
—Libérala o me veré obligado a informar de una infracción en el Protocolo de inserción de inadaptados.
—Sociales –dijo Stevenson.
—¿Qué?
—Inadaptados sociales. Te olvidaste de la última palabra, el propósito por el cual trabajamos: fomentar y proteger un modelo social.
A la entrada de una celda como de papel masticado por las mandíbulas de una abeja, Denis se encaró a su interlocutor. A la autoridad que emanaban sus ojos se habían añadido unas gotas de hostilidad.
—¡Stevenson!, no me toques las narices. Suelta a esa mujer.
Denis, sin añadir palabra al imperativo, se alejó por el corredor. El hombre sentado tras la mesa pudo ver su torso, su cabeza, su pelo, antes de que desapareciera engullido por los alvéolos de la colmena.
Stevenson recogió un formulario de un cajón y se levantó. A paso cansino se dirigió hacia el ascensor que había de conducirle hasta la planta baja, donde se encontraban las dependencias habilitadas para mantener recluidos a los inadaptados. T-2480, una sola cifra había bastado para que Denis le impusiera su criterio. Una sola cifra, cuanta injusticia germinaba a diario en el mundo ¡Perra vida!, murmuró para sí.
En la planta baja, un guardia uniformado tras una mesa custodiaba una hilera de puertas, iguales unas a otras. T-2491, la placa era bien visible en su pecho azul-marino.
—Buenas noches, Stevenson.
El funcionario lanzó un gruñido por todo saludo, rebuscó en sus bolsillos y extrajo un manojo de llaves. Escogió una de ellas y abrió la puerta más cercana a la mesa del guardia.
—Señora Matthew, el aislamiento ha concluido. Puede irse a su casa.
La habitación estaba a oscuras. Pulsó un interruptor y una mujer mayor, hasta entonces recostada sobre la cama instalada en el extremo del pequeño habitáculo, invirtió una inusual energía en recoger unos enseres personales diseminados por la estancia y el baño adosado a esta.
—Cuánto me alegro, hijo mío, que al fin todo esto haya terminado.