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Un escalofrío paralizó a Stevenson en el centro de la celda. La frase, “hijo mío”, recorría su espinazo cada vez que era pronunciada por la anciana. Así había sido durante los veinte días que había permanecido bajo su custodia. Veinte largos días que presenciaron, uno a uno, el fracaso estrepitoso de las tácticas de desprogramación aplicadas sobre la inalterable  mentalidad de la mujer.

—Antes de irse, tendrá que firmarme estos papeles.

El hombre tendió el formulario en el aire. La mujer se apoderó de un cojín depositado sobre la cama, su última pertenencia, y lo introdujo en una abultada bolsa de viaje. Finalizado el acto, prestó atención al funcionario y aceptó los papeles.

—¿Qué es?

—Nada, simples formalidades. En el documento se especifica que ha cumplido con los veinte días que prescribe la ley, con los plazos necesarios para la aplicación de los recursos neurolingüísticos que permiten modificar o aliviar casos como el suyo.

—¿Qué pasaría si me negara?

—Que su presencia podría ser requerida de nuevo en estas dependencias.

La señora Matthew apoyó los papeles en una mesita. Stevenson, con una actitud fría y distante, le ofreció una estilográfica.

—Soy una persona perfectamente normal. Son ustedes quienes viven en la aberración –dijo, mientras estampaba su rúbrica en diez papeles distintos, sin dedicar una lectura previa a un texto engorroso, repleto de tecnicismos.

El funcionario cerró los ojos con hastío, había oído aquella frase cientos de veces desde que la mujer fuera puesta a su cargo.

La anciana sacudió el fajo de términos burocráticos en la superficie de madera, con la intención de igualar las esquinas del grupo de folios. Con gesto resuelto, entregó el formulario a su carcelero.

—Tantos días —suspiró—. Le he cogido cariño. Usted es un buen chico, sólo que mal orientado. Todos ustedes están mal orientados, me dan pena. Todo huerto se apaga sin la tutela del hortelano. La falta de abono y las malas hierbas acaban por asfixiarlo.

—Sí, señora, lo que usted diga –refunfuñó Stevenson.

Observó a la señora Matthew. Vestía una túnica gris cortada a la altura de los tobillos y raída por el uso. La obesidad parecía haberse concentrado de manera especial en sus piernas, dos columnas corintias que dificultaban su movilidad. Aún así, la vieja suplía el contratiempo con un despliegue de energía asombroso para su edad. El rostro era una herida donde el tiempo había practicado unas intensas y no solicitadas clases de esgrima. Pese a todo, sus ojos grises conservaban el fulgor de la juventud. La observó de nuevo, de arriba abajo. Denis tenía razón, no representaba ningún peligro. Era sólo una vieja indefensa, pueril y estúpida. Sin embargo, la frustración por la derrota le llenaba de animadversión hacia ella.

La anciana extrajo un monedero del bolsillo de su túnica.

—Tenga, mi dirección. Venga a visitarme. Prepararé una tarta de manzana para usted. En mi cocina hay un horno de alta tecnología, las confecciona en cuestión de minutos.

Stevenson sostuvo la tarjeta con dedos inseguros. No se había movido del centro de la estancia desde su irrupción en la cámara de aislamiento, y cuando la señora Matthew se despidió a sus espaldas siguió en la misma postura, hasta olvidar el motivo por el cual acudiera a la celda.

Necesitaba despejar su cabeza, con esa idea decidió acudir al teatro cortical. Abandonó la cámara y el edificio sin despedirse del guardia. En el exterior, la noche permanecía agazapada fuera de la ciudad, acosada por la ubicuidad de las luces que despedían calles y estructuras urbanas. Como un lobo famélico emboscado en las tinieblas que crecen en los límites de una fogata, el cielo nocturno, con todos sus acontecimientos celestiales, esperaba paciente en el exterior de la emanación de cristal, acero y cemento, la interrupción eléctrica que le permitiera recuperar la ciudad.

Tomó una acera móvil de un ágil brinco, la cinta le transportó hacia arriba, hacia la bóveda de una metrópolis construida de puentes levadizos, engarzada en una telaraña surgida del abdomen de un arácnido descomunal: el centro de la ciudad, donde todas las aceras y calles elevadas confluían en una hilatura de acordes suaves, de sonoridades construidas con el trasiego de los peatones y el murmullo originado por la tensión de los cables que sostenían las cintas de transporte.

Se apeó de la acera en el nivel más alto. El teatro cortical era una estructura piramidal bañada en láminas de cuarzo. Entró en ella en busca de las cabinas de emisión. Ordenadas en hileras interminables, las cápsulas se distribuían pegadas unas a otras. El fulgor del metal despedía un tono ocre aligerado por cúmulos de vetas blanquecinas, como de madera de nogal. El hermanamiento del metal con la madera, o su mimetismo, confería a las cabinas el aspecto de un ejército de féretros puestos en pie en la trastienda de una funeraria. Se introdujo en uno de los receptáculos libres y tanteó en un panel, en busca del menú. Escogió una obra vieja, desleída por el tiempo, casi descatalogada de los archivos por falta de público. “Macbeth” daba vueltas en torno al tema de la ambición y la traición, y de cómo, la conjunción de ambas, podía destruir la vida de un hombre. Al pulsar la tecla de apertura del telón, sintió como si el receptáculo se transformara en una sábana y se pegara a su cuerpo, amoldándose a él, adaptándose a las muecas de su rostro, a la curvatura de sus hombros, a las vicisitudes de un abdomen reacio a desprenderse de un ligero sobrepeso. Envuelto en esa segunda piel, experimentó el fogonazo de la representación cortical. Aún de manera indolora, creyó que su cabeza se abría. Despojado el cerebro del cubículo protector del cráneo, notó como unos filamentos palpaban sus lóbulos frontales. La zona cortical de su cerebro se derrumbaba en fragmentos, en restos de arcilla expulsados de una pieza de barro al ser sometida a la fuerza combinada del torno y las manos del alfarero. El efecto podía resultar inquietante para un neófito, incluso desagradable; pero la multiplicación de estímulos compensaba con creces las incomodidades.

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