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            -¡Qué pregunta!-la madre le sale al frente y coloca sus manos en la cintura-. ¿No lo ves?

            -¡Comadre, comadre!-el Compadre se coge la cabeza y examina a Fiorella de soslayo. ¿Sospecharía algo?-¡Por qué, dime, por qué!

            -No es momento para discutir eso-la madre baja los ojos y echa una rápida mirada a su hija-. Más bien, danos una mano. ¿Qué hacemos para deshacernos de él?

            -Sí, señor-Fiorella, por su parte, observa al Compadre con una expresión dura e inquisitiva-, usted nos tiene que ayudar.

            El Compadre estudia a ambas mujeres por unos instantes en el claroscuro del recinto, creado por la inútil luz de un foco suspendido en la pared, que difumina las siluetas. ¿Es posible que la madre haya tenido la sangre fría para hacerlo? Sí, ya lo ve. ¿Los habría sorprendido en pleno acto? Sí, el pretexto perfecto. ¿Desde cuándo ella lo sabría? Luego, vuelve a fijar su atención en el muerto y repara en el olor penetrante, que embota su nariz, y en los cúmulos de moscas que, rodeándolo, llenan el ambiente de un sonido adormecedor.

            -Al menos, cúbranlo, ¿no?-y da media vuelta y comienza un breve paseo por el corralón. ¡Qué desgraciado! Ni siquiera el vientre de la muchacha lo había detenido. Pero ¿tan ocupado habría estado como para no haberse dado cuenta de la mujer viniendo hacia ellos?

             Fiorella se escurre por el hueco sin puerta del recinto, regresa con una colcha descolorida y la despliega sobre el cadáver. Curiosamente no se observa ninguna suciedad alrededor. La mesa de carpintería, el hacha-por lo visto, certera-que cuelga de un gancho apaciblemente y la pared cercana al muerto están limpias y mojadas. Húmedas manchas se descubren también en la tierra y hasta las hojas del árbol se encuentran desprovistas de su polvo natural. Un trapo flota dentro de un balde de agua colorada.

            -Exactamente qué debemos hacer con él-el Compadre señala el bulto tapado con la colcha.

            -Primero, sacarlo de aquí-la madre inserta sus manos en el lavadero, abre el caño y el agua esparce la sangre por la piedra pulida-. Te recuerdo que ya no tardan en llegar los demás.

            -¿Y después qué?-el Compadre vuelve a divisar el hacha.

             -No lo sé-la madre sacude sus brazos-. En realidad, no lo sé.

            Un gallo canta al improviso y el sobresalto los hunde en un tirante silencio. ¿Sería capaz de seguir adelante? El Compadre sabe perfectamente lo que tiene que hacer.

            -Debemos botarlo al río-espanta a las moscas que aletean en su rostro y se percata a lo lejos de la negrura plomiza del cielo-. De madrugada, si no la gente...

             -Sí, claro-la madre termina de secarse las manos en su ropa y lanza al cadáver una mirada de desdén-. Pero dónde lo vamos a poner a éste mientras tanto.

            -Es  muy  fácil-el Compadre clava unos ojos intensos en la mujer-. Me lo llevo yo. Luego, veremos.

             Al rato, el Compadre introduce su camioneta en el garaje de la casa y entre los tres izan el fardo de la colcha-Fiorella, por sugerencia de la madre, carga sólo una pierna-, se deslizan por el corredor a paso lento y dudoso, como una tríade circense, perseguidos por un enjambre de moscas angustiadas, y, sufriendo hasta quedar exhaustos, lo depositan en la parte trasera del vehículo. Le ponen encima algunas cajas de cerveza, para ocultarlo, y, según el Compadre, para decirle a la policía, cuando pregunte, que él estuvo ahí, a esa hora y con su camioneta, para llevarse esas cajas que la madre le había regalado.

             La madre golpea la puerta despacio y el ruido se esparce en el silencio tenuemente. Es de madrugada, el cielo luce ya una gruesa capa de nubes y por las calles no se advierte a nadie, ni siquiera a ella y a su hija, que tan adheridas están a la oscuridad de una pared que por poco no forman parte de las sombras. Nuevos toques. ¡Cuánto quería acabar con esto de una buena vez!

            -¡Maldita  sea,  Compadre!-ella cruza y descruza los brazos-, ¡Qué espera, abra!            -Denme tiempo de llegar, ¿no?-el Compadre aparece en el vano de la puerta, susurrando, la cara vigilante. Y, apartándose para que las mujeres ingresen, adelanta su cabeza y curiosea hacia ambos flancos de la calle.

            Una vez dentro, su mirada se tropieza con un terreno descubierto y vasto, enmarcado por largas paredes enlucidas. Alrededor no se divisa ni la más mínima vegetación; sólo se percibe, en cambio, bajo los pies y flotando en el aire, una especie de arena escurridiza que envuelve el ambiente. Un débil disco luminoso, amarrado a una estaca, les permite movilizarse en la penumbra. La vivienda, ubicada en el centro del terreno, es un cubículo de esteras y ladrillos.

            -Tome, Compadre-Ella estira, de pronto, una bolsa raída-. Nuestras ropas.

            -¿Qué es lo que piensa hacer, ah?-Fiorella interroga ahora al Compadre con voz despectiva.

            -He planeado algo-y él entorna los ojos y, con un suave movimiento craneal, las invita a seguirlo -. Vamos.

Se dirige, entonces, hacia donde reposa la camioneta, a un lado del terreno. Las mujeres van detrás de él, pisándole los talones, ¿para que no se les escape? ¿Cómo podría? ¿Acaso no está metido en el asunto hasta el cuello? El Compadre trepa al vehículo de un salto, desbroza las cajas de cerveza y arrastra el bulto hasta hacerlo caer al suelo. El gordo, completamente desnudo, queda mirando al cielo y el Compadre, diciendo que así es mejor para lo que tiene que hacer, se apea con un nuevo salto, abre una puerta de la camioneta y extrae un hacha más imponente que la anterior.

-¿Y ahora qué?-Fiorella vuelve a ser controlada por una leve tembladera- ¿No...no lo irá a...?

-Es lo mejor-el Compadre extiende la colcha y acomoda el cuerpo boca abajo, jadeando-. Aunque creo que no lo deberían ver. Apártense.

Pero madre e hija, anestesiadas por la inercia, condenadas a la expectación, no aciertan siquiera a moverse o a interponerse, cuando él, de buenas a primeras, asesta un hachazo veloz al cuello del hombre, cuya cabeza se desprende con facilidad-¿un cuerpo hecho de paja?-, tiñendo la colcha con regueros de sangre oscura. Fiorella se vuelve, impresionada, y, después de dos o tres arcadas, vomita una masa irreconocible a un costado de la camioneta. Ella, por su parte, se emboza el rostro con las manos y reprime sus ganas de imitarla. ¡Tiene que ser fuerte, carajo! La muchacha ahora carraspea y escupe unos últimos fragmentos pegajosos y, ya erguida, lucha por recuperarse de nuevo, absorbiendo continuas porciones de aire, aunque mezclado con la arena escurridiza, lo que la hace toser aún más. Entonces, con accesos incontenibles y agarrándose el vientre, camina hasta llegar a un cañito incrustado en una pared del terreno. Allí echa agua a su rostro y enjuaga su boca. Siguiéndola, ella realiza la misma operación. ¿Tendría sentido pasar por todo esto? ¿Podría iniciar una nueva vida con el Compadre? Y qué diría su hija. ¡Cómo!, ¿acaso no la ha librado del otro para siempre? Debería estarle agradecida más bien. Cuando retornan donde el Compadre, ella advierte que el cuerpo, seccionado en pedazos, nada en grumos sanguinolentos, coágulos chupados mayormente por la colcha.

-Listo-el Compadre, veteado de sangre, lanza un bufido de cansancio y, señalando unos paquetes encima de la camioneta, avienta el hacha y restriega las manos en su ropa-. Ahora hay que meter todo en esas bolsas y costales. ¡Rápido!

Al embalar cada parte en las bolsas y luego en los costales, los tres accionan como por instinto, sin que ninguno se arredre, ni siquiera Fiorella, que coge los pedazos casi con frialdad. Tampoco tiene para elegir, ¿no? Al final, anudan los costales fuertemente y los dejan dentro del vehículo, moviéndose tan de prisa que apenas si les dan a unas nuevas moscas la oportunidad de seguirlos.

-Limpien todo mientras voy a cambiarme-el Compadre parece observar por unos instantes el trabajo de las mujeres: ella envuelve la colcha y la mete dentro de un costal y Fiorella se apodera del hacha tímidamente.

-No se preocupe, Compadre-la madre lo ve alejarse, al cabo, hacia su cubículo de esteras y ladrillos. ¿Sabe él cuánto está arriesgando ella con esto? Sí, de seguro que lo sabe. ¿Lo querría como ella?

 

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