Cuando sale, el Compadre coloca sus ropas sucias y las del muerto junto a las otras, y, llevándolas hasta un barril oxidado por detrás de la vivienda, enciende una fogata y las entrega a las llamas.
La camioneta bordea el ligero abismo del río con las luces apagadas; sólo el motor, que ruge levemente, avisa el recorrido. Aun así, nadie de los que vive en la zona se les cruza de por medio y los pocos que desde sus casuchas miserables ven esa rara evolución no sospechan para nada lo que ocurre. En medio del dulce zangoloteo del vehículo, el Compadre atenaza el volante con una expresión gravemente sombría y Fiorella mira las calles absorta. Es la madre, entonces, la única que se ocupa de aventar los paquetes en diferentes lugares, distantes entre sí, con la idea de que si no se quedan en la pendiente, al caer al agua, la corriente los separe todavía más.
El Compadre estaciona el vehículo con una diestra maniobra de retroceso y las mujeres descienden.
-¿Están tus hijos en casa?-el Compadre fija sus ojos en la madre, mordiéndose los labios.-Sí, Compadre-la madre voltea, incómoda, y examina el rostro de su hija-. Los dejamos dormidos.
-Bueno, ¿ya saben lo que tienen que decir, no?-el Compadre sacude la cabeza y aferra la palanca de cambios.
La camioneta se pierde lentamente en la subida del cerro y Fiorella entra en la casa como una flecha y, ya en el corralón, cae sentada al suelo con la debilidad de un estropajo. ¡Dónde estás, Leonardo, dónde! Pero, al pasear sus ojos por los contornos del árbol, se promete, sí, pese a lo que lleva en su vientre, no volver a sufrir por eso. ¡Cuántas veces había soportado la poderosa arma del hombre, y sus besos y caricias, en su cuerpo adolescente y, más tarde, en sus carnes maduras de mujer!
-¿Por qué nunca me lo dijiste, ah?-la madre se pone al lado de la muchacha. -Por miedo-Fiorella retrae los brazos y acaricia su vientre-. Me decía que si hablaba nos mataría.
-Ya no vale la pena acordarse de eso-la madre se apoya en sus hombros-. Si quieres podemos ver a un doctor. No es muy difícil encontrar uno que...haga... O por qué no lo buscas a Leonardo y le dices que...es suyo. Tu estado es un detalle que no podemos trascurar. Habrá que encontrar una solución, antes de que la policía pregunte.
-No, mamá, Leonardo no-Fiorella inicia un último llanto liberador, a la vez que se distrae pensando cuánto ha cambiado el humor de su madre. De desdeñosa había pasado a ser comprensiva e, incluso, le había colocado las manos en su cuerpo amistosamente-. Lo otro...quizá, ya veremos.
-¡Gordo maldito!, no tenía por qué seguir abusando de ti-la madre le aprieta los hombros con suavidad-. Si lo hubiera sabido desde un principio...
-Pero ¿irán a creernos?-Fiorella suspira hondamente y procura no lloriquear más, pues sabe que lo que viene será duro-. Sí, precisamente la policía.
-Ya no llores, ¿quieres?-la madre aparta sus manos-. No tiene sentido, ya nos deshicimos de él, de nada sirven las lágrimas.
-¿Mis hermanos van a ser los primeros en saberlo?-Fiorella restriega su cara en un brazo y advierte que el cielo de nubes compactas comienza a mandar unas primeras gotas de lluvia.
-Sí-la madre hunde los ojos en el suelo-. Tengo que avisarles que tu padre ha desaparecido.
Este cuento pertenece a la colección de relatos "Los Hombres huecos", que se puede adquirir en la siguiente dirección: http://www.lulu.com/content/3770639