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Viajó por todo el mundo, se casó tres veces. Triunfó, pero no era feliz. Finalmente, su tercera esposa lo abandonó también, descubrió que la casona era demasiado grande para él solo, se sentía desolado, sin un amigo verdadero en quien confiar, sin amor, sin hijos. Con  gran fama y mucho dinero pero al mismo tiempo, sin nada. Comenzó a extrañar su departamento de paredes descascaradas y viejas y la vista a ese parque que le dio tantas historias y tantos personajes para sus obras. Fue hasta el desván y sacó una caja de cartón empolvada en donde guardaba aquellos textos tantas veces rechazados por las editoriales y que, desilusionado, jamás había vuelto a abrir. Se los entregó a su agente para que un corrector los pusiera en orden y los fuera entregando a la editorial cada que le solicitara un nuevo trabajo. Salió de su mansión con lo que pudo meter en una maleta con la intención de no regresar. Llegó hasta las puertas de aquel edificio desvencijado en el que por suerte el departamento que alguna vez habitó estaba desocupado y listo para ser alquilado.

No lo pensó dos veces, pagó todo un año por adelantado y regresó a su vieja guarida donde tantos sueños había fabricado. Estaba desconcertado, deprimido, desubicado, se sentía vacío. No comprendía por qué si había logrado cumplir todas sus metas estaba tan solo y sin pretensiones por las cuales esforzarse y luchar. A fuerza de tanto pensar llegó a la conclusión de que habiendo alcanzado lo soñado, el error estuvo en no fijarse nuevas metas, si la vida no tiene obstáculos ni quimeras deja de ser vida y comienza a ser el principio de la muerte. ¡Pero él solo tenía 34 años! No podía ser posible que su existencia culminara ahí. Se acercó a la ventana y miró el parque. Parecía que el tiempo no había pasado en aquel lugar, todo seguía igual: las mismas personas, las mismas bancas, los mismos atardeceres. Lo vio caminando, el hombre de bigote llegaba puntual a la cita, eran las cinco en punto.

El escritor salió corriendo del inmueble, se sentó en la banca frente a él y miró el libro que lo ocupaba: “Un cielo despejado” el autor era Víctor Cavazos. Se quedó ahí observándolo pasar las hojas absorto en la historia. Una tras otra las letras escritas en las páginas eran devoradas por él, humedecía sus dedos para deslizarlas con más facilidad. Iba a la mitad de la historia, por sus gestos Víctor imaginaba en qué parte:  -“Capítulo VI”- pensó  – Cuando descubren que la niña tiene leucemia, a partir de ahí se desencadena la parte más sentimental de la historia”.  Después de un buen rato el hombre cerró el libro, aún no lo había terminado. Suspiró melancólicamente y con el dorso de la mano se empezó a limpiar las lágrimas de los ojos. El autor lo miraba conmovido y recordó las palabras pronunciadas una tarde: “Algún día, será un libro mío el que tenga entre sus manos, lo miraré desde acá grabando en mi mente cada uno de sus gestos, tratando de adivinar el capítulo en el que está por sus reacciones. Terminará el libro y una lágrima aparecerá acompañada de un suspiro. Lo veré cerrando mi obra mientras con la palma de su mano acaricia la portada como agradeciendo los buenos momentos que le brindé a través de mis letras. Entonces, sabré que he conquistado mis sueños”.

Se acercó al hombre y sentándose junto a él le extendió un pañuelo, aquel lo recibió agradecido y terminó de secar sus ojos humedecidos. Sacó una libreta y una pluma y escribió: “Gracias”. Víctor lo miró desconcertado. El hombre escribió: “¿le pasa algo? El escritor tomó la pluma y respondió con su peculiar letra de molde: “Desde hace mucho tiempo lo veo sentarse en esta banca a leer, pensé que era usted profesor o algo parecido. De pronto descubro que no puede hablar … y no es que sea inaudito no hablar sino que ahora lo admiro más” “Me llamo Ernesto. Soy sordo y mudo – garabateó el caballero – Me encanta leer porque los autores logran decir por escrito lo que yo no puedo oralmente. Mis padres me ocultaban porque sentían vergüenza de mi, no tengo estudios, mi esposa me enseñó como pudo a leer y escribir, desde entonces, los libros han sido mi refugio en este mundo sin palabras. No tengo dinero para comprarlos, pero un hombre me los presta y a cambio, yo arreglo su jardín” Víctor empezó a llorar conmovido. No sabía qué decir. “El libro que tiene entre sus manos – escribió – es mío. Yo soy Víctor Cavazos, alguna vez, cuando solo era un aspirante a escritor, mirándolo desde mi ventana, juré que un día estaría usted aquí sentado leyendo un libro mío y lo vería llorar conmovido, sin embargo, soy yo el que está enternecido leyendo sus palabras”. El escritor volvió a su departamento, pero nunca su vida fue la misma. Comenzó a descubrir cosas de las que antes no era conciente por estar inmerso en sus sueños propios sin preocuparse por sus semejantes. Se dio cuenta por primera vez del gran compromiso que supone ser leído, de los alcances que las palabras pueden llegar a tener y de tantas cosas que podía realizar a través de la notoriedad y fortuna adquiridas.  La casona en que vivió aquellos años de fama y bonanza se convirtió en una biblioteca gratuita, su vida vacía se llenó con buenas obras gracias a la fundación “Don Ernesto” que ayudaba a que cualquier persona sin distingo de edad, sexo, raza, religión, situación económica o discapacidad pudieran estudiar y aprendieran a leer y escribir para que lograran descubrir ese mundo lleno de posibilidades sin límite que ofrecen los libros y de esta manera encontraran una motivación para salir adelante.  Se quedó a vivir en ese cuartito frente al parque, aunque nunca volvió a portar ropa gastada, vieja y zurcida, a veces desayunaba café negro y pan del día anterior para no perder la humildad, nunca olvidaba mirar hacia el parque en donde Don Ernesto, siempre a las cinco en punto llegaba con su libro bajo el brazo, ése que cada semana la fundación que él había inspirado con su historia le enviaba gratuitamente hasta su casa y lo saludaba con la mano antes de sentarse a escribir.

Elena Ortiz Muñiz

 

 

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