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El cielo ornó su inmensidad con la más bella de sus galas, y aquella mañana de viernes las nubes, formando  una inefable corte, abrieron paso al rey sol cubierto de esplendor. Su vigorosa luz blanqueaba las  antiguas  casas de puertas enormes y románticos balcones que exhibían todo el color de las hermosas enredaderas que los ataviaban. En la plaza central se podían ver los corrillos de beatas que acudían a misa en medio de una animada tertulia, y se percibía la algazara de los cándidos juegos infantiles de cada mañana. El pueblo de San Francisco despertaba un día más, y desde las empinadas lomas que lo rodeaban se apreciaba un paraje de ensueño.

La plaza de mercado se encontraba atiborrada de gente y se respiraban aires de prosperidad y alborozo. Los pequeños buscaban la forma de escapar a los ojos de sus madres y así fraguar sus inocentes travesuras.   Expertos tenderos  discutían febrilmente con sus compradores acerca del valor de la mercancía, haciendo gestos de estupefacción ante las propuestas de compra y luchando por obtener la mayor ganancia; aún así, y a pesar de lo exiguo de las ofertas, terminaban entregando en aquellas manos caudales de frutas y hortalizas de la mejor clase, mientras esbozaban sonrisas de aquiescencia. 

Al terminar la misa, Ana, una anciana de setenta y dos años, se dirigió como de costumbre al mercado, donde conseguiría los víveres para llevar a su hogar. Su paso era lento en demasía, y sus manos se aferraban del vetusto chal de lana que cubría su encorvada espalda. Llevaba suficiente dinero, tal vez más que  suficiente, pues su envejecido esposo había fungido como maestro de dibujo en la escuela del pueblo durante sus años briosos y por lo tanto había adquirido lo necesario como para vivir cómodamente.

Tras comprar todo lo necesario, la vieja Ana se dispuso a salir de la plaza rumbo a su casa. Sin embargo, uno de los puestos que se hallaban a las afueras exhibía unas hermosas rosas que la entretuvieron por un momento. Estaba totalmente concentrada en la belleza de estas, cuando oyó una singular voz detrás suyo:

-         ¿Quién se murió, doña Anita? – el que hablaba era Jacinto, un mendigo que vivía a las afueras del pueblo y que, según se creía, no andaba bien de la cabeza.

-         Nadie, Jacinto, no se ha muerto nadie.

-         Pero las rosas son para los muertos, no?

-         ¡Claro que no, hombre! Las rosas son para los vivos. Los vivos pueden verlas, olerlas, sentirlas; los vivos pueden amar.

-         ¿Y para qué amar, si hasta el más enamorado de todos se tiene que morir?

-         Por que es mejor morir enamorado.

-         Yo nunca me he enamorado.

-         No te afanes, ya te llegará tu hora; a todos nos llega.

-         A mi no. Ya es muy tarde.

-         ¿Por qué?

-         Por que antes de que pueda amar tendré que morir.

-         ¿Otra vez a hablar de muerte? ¿Es que no sabes hablar de otra cosa? Desde que te conozco no haces sino hablar de la muerte.

-         ¿Y es que acaso hay algo más  seguro que la muerte, doña Anita?

-         ¡Mira, yo no sé! No me gusta hablar de la muerte y no me gusta hablar contigo. Tengo mucho que hacer, Luis me está esperando.

-         ¡Ah, don Luis! ¿Cómo está? ¿Aún vive?

-         ¡Maldita sea, Jacinto! Por supuesto que vive. ¿Por qué piensas que todos tienen que morir?

-         Pues por que todos tienen que morir. 

El diálogo terminó y la anciana regresó a su casa con un vago sentimiento de  angustia a causa de las preguntas y aseveraciones de Jacinto. Este, por su parte, permaneció callado durante varios minutos, mirando las hermosas rosas como lo había hecho antes doña Ana. De repente, y sin razón alguna, empezó a bailar con desenfreno en medio de la plaza las notas imperceptibles de la música que retumbaba en su mente, mientras los espectadores se mofaban de él  como solían hacer todas las mañanas.  

En medio del bullicio de la muchedumbre que observaba a Jacinto, emergió la romántica imagen de dos jóvenes que no parecían perturbarse por lo que sucedía a su alrededor. Caminaban lentamente, suspirando a la vez y sonriendo por todo, o más bien, por nada.  Víctor, el gallardo amante, sostenía la mano de su dueña y no se permitió quitarle los ojos de encima por mucho tiempo, hasta que los envió en busca de alguna ofrenda de amor para su bien amada. Al fin, las seductoras rosas, de amor para doña Ana y de muerte para Jacinto, cautivaron a Eugenia, la enamorada doncella,  que las recibió de manos de Víctor en medio de halagos y versos  de conquista.    

Caminaron hasta la iglesia en medio del encanto y se sentaron en los escalones cercanos a la entrada. Las delicadas manos de Víctor se posaron en la albura de las mejillas de Eugenia, provocando una sonrisa tenue, pero hermosa, que realzaba su belleza de labios inocentes y  ojos fascinantes. El momento, el lugar y la compañía fueron demasiado para el corazón de Víctor, que presa de la emoción descontrolada dijo a su amor:

-         ¿Quieres casarte conmigo?

-         ¿Qué? ¿Cómo se te ocurre?

-         ¿Y por qué no?

-         ¡Por favor, Víctor! Apenas tengo diecisiete años y todavía no he hecho nada con mi vida.    

-         ¿Y eso qué? Yo tengo veintiuno y lo único que quiero hacer es estar contigo.

-         Pero es muy pronto. Ya es mucho que me dejen ser tu novia; no creo que me permitan casarme todavía.

-         Pero... yo no te dije que tuvieran que saberlo.

-         ¿Qué? ¿Me estas pidiendo que nos casemos a escondidas?

-         Pues si no nos permiten hacerlo de otra forma...

-         Pero es que yo siempre he soñado con casarme en una iglesia, con  un largo vestido blanco y una gran fiesta. Además, no llevamos ni siquiera un año de novios. ¿No podemos esperar un poco más?

-         No importa. Yo puedo esperar toda la vida si tu quieres. Lo importante es que nos amamos. No hay día en que no piense en ti, y mis ojos se cierran y se niegan a abrirse de nuevo si no es para mirarte.

-         ¡Por favor, Víctor!

-         ¡Es cierto, Eugenia! ... pero tú... ¿me  quieres?

-         Claro que sí.

-         Entonces demuéstralo.

-         ¿Cómo quieres que te lo demuestre? ¿Casándome contigo?

-         ¡Dios te oiga! Pero yo sé que no; por lo menos por ahora.

-         Entonces... ¿qué quieres?

-         Solo quiero un beso. 

Esta escena se extendió de forma monótona durante largo rato, hasta que al fin los amantes tuvieron que separase forzosamente. Eugenia, tras ser disimuladamente persuadida, prometió a Víctor que hablaría a sus padres sobre lo del matrimonio, aunque lo haría con precaución y fingiendo no estar muy convencida. Concertaron una cita clandestina en las horas de la noche, lo cual consideraban una verdadera aventura de amor. No pensarían sobre nada más en el transcurso del día; de hecho, ignoraban que buena parte de la mañana se les había pasado en tales demostraciones de afecto. Fue tan profundo su embelesamiento que Eugenia olvidó el presente floral que la había cautivado y, tras un último y apasionado beso de despedida,  partió dichosa   hacia su hogar, dejando a su hombre fuera de sí, sentado en las escaleras de la iglesia y deseando no moverse de aquel lugar a menos que estuviese desposado con ella. Víctor olvidó completamente sus obligaciones. Ya no recordaba qué era lo que debía haber hecho al principio de la mañana y por poco olvida su clase de pintura con don Luis. Mientras cavilaba con inquietud sobre su futuro,  observó en medio de la plaza central, bañado en sudor y riendo desenfrenadamente, al loco Jacinto acechando  las palomas y persiguiéndolas de un lado a otro. En tono amigable le gritó:

-         ¡Jacinto! ¡Jacinto!

-         ¿Qué?

-         Deje tranquilas a las palomitas

-         Es que me voy a llevar una para la casa.

-         ¿Y para qué?

-         Para que viva conmigo.

-         ¿Es que se  siente muy solo?

-         No,  es la palomita la que se siente sola. ¡Ah! Usted también tiene las flores del muerto.

-         ¿Cuál muerto?

-         El que se va a morir hoy. Doña Ana también las iba a comprar.

-         ¡Dios mío! A propósito de doña Ana, tengo que irme ya para donde don Luis. Oiga, Jacinto, usted está loco. Nadie se ha muerto. Estas rosas las dejó acá la mujer más hermosa del mundo; tengo que llevárselas esta noche.

-         ¿Y quién es la mujer más hermosa del mundo?

-         Pues mi novia, Eugenia... ¿no se la he mostrado? Si usted la viera, Jacinto... ella es perfecta. Muy pronto nos vamos casar.

-         ¿Casarse? A usted ya no le queda tiempo para eso, hombre.

-         ¿Y por qué no? Todavía estoy muy joven, falta mucho para que me muera.

-         ¿Y quién dijo que solo los viejos se mueren? -  tras decir esto, Jacinto miró detenidamente a Víctor a los ojos. Este, estremecido por sus palabras, dio  un suspiro y contestó:

-         Pues no me importa cuándo muera, de todos modos ese día estaré casado.

-         ¿Y si ese día fuese hoy?

-         ¡Ah! ¿Por qué siempre termino hablando con usted? No hace más que hablar de la muerte... por que más bien no hablamos de amor. A ver, ¿Usted se ha enamorado?

-         Sí, una vez. No, perdón,  fueron dos.

-         ¿Y qué pasó?

-         Pues que se murieron.

-         ¿Qué? Pero ¿quiénes eran, cómo se llamaban?

-         Se llamaban... paloma.

-         ¿Las dos? 

-         Sí, las dos. No, mentiras, no eran dos, era una.

-         ¿Y cómo murió?

-         Un día salió volando y algún cazador le debió disparar.

-         ¡Carajo, Jacinto, me asustó! Yo estoy hablando en serio. No me refiero a palomas, sino a mujeres. – Víctor miraba con incredulidad al pobre mendigo. No podía creer que solo pensara en la muerte, de modo que sonriendo añadió:

-         ¿Sabe qué, Jacinto?  Yo pensaba que la vida no era tan buena, pero ya me di cuenta de que los hombres estamos vivos para amar. No piense más en la muerte; enamórese.

-         Si me enamoro, me va a doler más la muerte.  

-         ¡Está bien! No voy a perder más tiempo con usted, tengo clase con don Luis.

-         ¿Con el esposo de doña Ana? Yo pensaba que ya se había muerto.

-         ¡Pues no, no se ha muerto! – dijo  Víctor y  partió  afanado a su cita. Atravesó la plaza y cuando se disponía a cruzar la calle, oyó los gritos de Jacinto, que le llamaba y se acercaba a toda prisa.

-         ¿Qué pasó? – le preguntó al mendigo.

-         Nada, solo quería pedirle un favor... dígale a don Luis que me regale un dibujo, sí?

-         ¿Un dibujo de qué? 

-         De mi paloma. ¡Ah! Y por favor dígale a doña Ana que lo siento, y a... Eugenia? Sí, a Eugenia, dígale que los siento también.

-         ¿Que siente qué?

-         La muerte de mi paloma.

Víctor no comprendió una palabra de lo que decía Jacinto, de modo que prefirió ignorarlo y siguió raudo su camino hasta la casa de don Luis, donde recibiría su clase de pintura como de costumbre.

El anciano de setenta y cinco años no recordaba la clase con Víctor, así que, sorprendido y algo enojado, le pidió disculpas y lo hizo esperar en el taller mientras él preparaba todo. Después de unos minutos apareció lentamente y con muy pocas ganas de hablar. Con el transcurso de los años su figura había desmejorado; su rostro, con dilatadas arrugas, lucía cansado y sus artríticas manos no parecían reflejar la belleza que sí sabían pintar. En algunos autorretratos don Luis había plasmado su figura de antaño, y en ella se veía a un hombre erguido, de claros cabellos rizados y figura elegante. Todo eso había quedado solo en pinturas, pues solo ellas y el testimonio de doña Ana y algunas coetáneas suyas daban fe de que fuera una realidad. La imagen actual era la de un hombre sin mucha presencia y con avanzada alopecia. Ya no recriminaba a nadie por llegar tarde a las clases que dictaba en el taller que había adaptado en un cuarto de su casa, ni molestaba en lo absoluto a su mujer, conformándose con todas sus disposiciones.

Durante la clase Víctor estuvo muy animado y sentía que las palabras no aguantarían más en su interior, de modo que empezó a buscar un pretexto para contar a su maestro lo que le sucedía, ya que este, además de enseñarle por medio de sus trazos, le aconsejaba valiéndose de su experiencia. Dejando a un lado el pincel, miró al anciano con curiosidad y le preguntó:

-         ¿Cuál es el secreto, don Luis?

-          El secreto, Víctor, está en que te inspires, en que demuestres tener la vocación. Muchos pueden aprender a hacer figuras tan bellas cómo las de los grandes pintores; pueden tener la técnica, el talento  y hasta algo de disciplina. Pero solo los que tienen la inclinación seguirán pintando y aprendiendo; si de verdad lo deseas, no hay obstáculos.

-         ¿Es igual para el amor? ¿Solo quienes de verdad se aman pueden seguir juntos para siempre?

-         No lo sé. Prefiero hablarte de pintura y no de amores.

-         Pero si usted tiene un gran matrimonio. ¿Cuántos años van, ah? Treinta? Cuarenta? 

-         Ya son cincuenta y dos, Víctor. Pero eso no quiere decir que hayan sido perfectos. Los jóvenes cómo tú creen que el idilio durará toda la vida, pero después de un tiempo empieza a verse la realidad. La que sea tu mujer te hará llorar, gritar y hasta querrás no volver a verla el resto de tu vida.

-         ¡Eso es imposible! Yo no podría vivir sin Eugenia.

-         Escúchame. Sin duda es una joven hermosa y tendrá sus virtudes, pero  aún así, no creas que ella será todo en tu vida.

-         Pero es que ella es todo en mi vida. Si pinto, es a ella a quién quiero pintar; si trabajo, es para darle todo lo que desee, y si vivo, es para alegrar su existencia.

-         Muy poético, mijo, te felicito. Sin embargo, lo que quiero decirte es que con el tiempo ni amar a la mejor de todas las mujeres, ni tener una gran casa atiborrada de comida, ni pintar los mejores lienzos te hará feliz. La vida es mucho más, y cuando estés viejo como yo te darás cuenta.  

Víctor estuvo en silencio por unos instantes, reflexionando en las palabras de don Luis y cuestionándose en su interior. Finalmente, alzó la cabeza y preguntó:

-         Entonces, según usted, ¿dónde está la felicidad del hombre?

-         ¿Crees que si lo supiera estaría acá, renegando de mi pasado, lamentando mi presente y anhelando mi futuro? – estas palabras fueron el final de la conversación, la cual se vio interrumpida por la presencia de doña Ana y su invitación a la mesa para el almuerzo. Víctor, como de costumbre, se negó en primera instancia, aduciendo a las molestias que podría causar, pero al fin de cuentas aceptó y se quedó a comer con ellos.

Cuando se sentaron a la mesa, maestro y alumno se extrañaron con la presencia de una mujer joven y atractiva en el comedor. Era Fernanda, una de las pocas mujeres que por aquellas tierras ganaban dinero en virtud de su cuerpo, aunque no todos lo sabían, como, por ejemplo, la pareja de ancianos. Don Luis se presentó y con total indeferencia empezó a comer sin esperar a los demás. A Víctor, por su parte, le pareció conocido aquel rostro y temió que el suyo también lo fuera para Fernanda, de modo que permaneció callado unos momentos. A pesar de sus sospechas, no fue identificado por la joven que llevaba en brazos una criatura que acaparaba toda su atención.  Seguramente no era como Eugenia; era menos bella y más sensual. Aunque en aquel momento su ropa no era extravagante, si revelaba una figura atrayente. Además, su cabello abundante y de negro brillar la hacía aún más llamativa.  Desde algún    tiempo atrás había llegado a vivir como inquilina en la casa adyacente a la de don Luis, y por ser una madre novicia pedía consejos a doña Ana sobre el cuidado de su hijo. Esta, por su parte, había sido madre en tres ocasiones, de modo que tenía mucho que enseñar y también mucho que recordar, pues ya había transcurrido mucho tiempo desde que sus hijos habían partido a hacer sus propias vidas.

Los primeros minutos transcurrieron en un incomodo letargo hasta que, buscando iniciar una conversación que acabará con el silenció, doña Ana se dirigió a Víctor:

-         Esas rosas... ¿son para tu novia?

-         Por supuesto, doña Ana, ¿para quién más podrían ser? – al hablar, Víctor miraba de soslayo a Fernanda, que estaba demasiado entretenida con su hijo como para escucharlos.

-         ¿No me regalas una? – dijo la anciana con tono rogativo.

-         Claro que sí – dijo él, y con un gesto presuroso dio una rosa a doña Ana. Después miró a Fernanda y, dubitativo, preguntó:

-         ¿Tú también quieres una? – Ella accedió condescendiente, pero si abrir la boca.

-         Las compraste en la plaza, verdad? – dijo de nuevo doña Ana- yo también quería unas como esas, pero el tonto de Jacinto me empezó a molestar.

-         ¿Cuál Jacinto, el loco? – preguntó don Luis a su esposa.

-         Sí, el mismo. – contestó ella – esta mañana me lo encontré. Me hablo, como siempre, de la muerte; no sabe hablar de otra cosa. Me dijo que las flores eran para los muertos o algo así.

-         A mí me dijo  algo parecido, – agregó  Víctor – que estas flores eran de un muerto. – Fernanda, impactada con la casualidad, también intervino:

-         Ese tipo está enfermo. No hay día que me lo encuentre sin que me diga que nos vamos a morir. Y desde que nació mi bebé no hace más que decirme qué no lo voy a ver crecer. La verdad, me asusta. Me ha tocado pedirle ayuda a los hombres del pueblo para que me lo quiten de encima.

-         ¿Sabes qué me preguntó? – dijo a su esposo doña Ana.

-         ¿Qué?

-         Que si todavía estabas vivo.

-         A mí me dijo exactamente lo mismo – añadió Víctor entre sonrisas.

-         ¿Y cuál es el problema? – preguntó don Luis.

-         Pues que ya estás lo suficientemente sepultado en esta casa como para que ese loco te mate de verdad. -  respondió doña Ana.

-         ¿Ves alguna diferencia? – dijo el viejo – de pronto ese loco tiene la razón y yo ya estoy muerto y no nos hemos dado cuenta. Ana, los viejos se tienen que morir,  y en mi caso,  creo que he durado más de la cuenta.

-         ¡Ay cállate, por Dios! – tras esta exclamación de la mujer, se oyó un grito agudo en la mesa, pues el hijo de Fernanda  había despertado e iniciaba un llanto que solo acabaría si su madre lo paseaba por la alcoba y lo arrullaba con abnegación.

Fernanda se puso de pie y empezó a caminar de un lado a otro en la estancia, cantando en voz muy baja y mirando con ternura a su hijo. Don Luis la miró intrigado y preguntó:

-         ¿Y cuánto tiene?

-         Quince meses – contestó ella.

-         ¿Y el padre? – Fernanda buscó con sus ojos a Víctor y con inseguridad respondió:

-         Se fue. Un buen día fue a trabajar y no regresó.

-         No importa, mijita – dijo doña Ana en tono consolador – usted está muy joven y es muy bonita. Ya le va a llegar un hombre que valga la pena.

-         Pues no sé, doña Anita – replicó  Fernanda-  a mí eso ya no me interesa. Lo único que quiero es que mi hijo crezca sano y que sea un buen hombre. Me lo imagino grande y fuerte, trabajando y cuidando de su madre, ¿verdad, mi amor?

-         ¿Cuidando de su madre? – intervino don Luis – Me  parece que falta mucho para que él la cuide; por ahora es usted la que tiene que cuidarlo.

-         Yo lo sé. – interpeló ella - Pero no importa cuánto deba esperar; en él están puestas mis esperanzas.

-         ¿Esperanzas de qué? – preguntó doña Ana.

-         De dejar esta vida. – al oírla, don Luis levantó el rostro e indagó con extrañeza:

-         ¿Qué vida? – Fernanda miró de nuevo a Víctor.  Este se percató del apremio de la situación y además   empezó a sospechar  de nuevo que ella lo reconocería, de modo que interrumpió:

-         ¿Pues cuál va a ser, don Luis? La vida de sufrimiento de las mujeres que han sido abandonadas – dijo esto y miró con complicidad a Fernanda, que afanosamente se despidió arguyendo que su hijo se había quedado dormido y lo llevaría a casa. Fue tal su afán que olvidó la rosa que Víctor le había regalado.      

Los demás continuaron en la mesa, comiendo y hablando sobre la pobre Fernanda y su situación. Don Luis pensaba para sus adentros sobre lo vano de las ilusiones de aquella joven que pretendía sacrificarse por muchos años para tener quién la cuidara en su vejez. Él   ya sabía que esas  pretensiones no eran del todo justificadas, pues a su edad no le faltaba nada, excepto la compañía de sus hijos, y eso lo hacía sentirse realmente descuidado.

Tras el almuerzo, don Luis se excusó y fue a dormir una breve siesta en su alcoba, mientras Víctor se fumaba un cigarrillo en el antejardín de la casa y trataba de recordar lo que había pasado con Fernanda. No recordó haber tenido nada serio con ella, pero si sentía que su rostro le era familiar. Sentía lástima de aquella mujer, de la vida que llevaba, y se encogía de angustia de solo pensar que Eugenia pudiese terminar en iguales condiciones. Se juró cuidarla y respetarla toda la vida sin importar qué estuviera implícito en aquel juramento.

Así, entre la vida y la muerte, entre el amor y el desengaño,  en medio del nostálgico pasado y las esperanzas futuras, llegaba a su fin un nuevo medio día en San Francisco, tierra de amores infantiles, canas mohínas y presagiosas flores  tras palomas muertas.

 

 

II

Para las horas de la tarde en todo el pueblo se percibía un ambiente de quietud y un silencio que dejaba de ser tranquilizador y se tornaba preocupante. San Francisco parecía muerto y solo esporádicas apariciones de gente conversando demostraban que aún había vida. Solía suceder así todas los días a esa hora, pues tras el almuerzo, un periodo de descanso sumergía a los habitantes de la población en un profundo sueño, casi tan profundo como el de la muerte.

Para muchos, San Francisco no era más que un villorrio, un caserío con parque e iglesia. Sin embargo, los últimos años habían sido de clara prosperidad:  el número de sus habitantes había crecido significativamente, así como la producción de sus campos;  familias provenientes de las grandes ciudades habían establecido negocios con características innovadoras en aquel lugar, y más importante aún, el pueblo en general se moría de ganas por dar a conocer su belleza y el encanto de sus paisajes,  enseñar a otros la unión y el empuje de su gente y, especialmente, reputarse como un lugar feliz.

En su taller de pintura, tras su breve descanso, don Luis continuó hablando con Víctor sobre los planes de matrimonio de este. Aunque no se oponía a la boda, pensaba que lo mejor, a la edad del muchacho, era conocer un poco más de la vida, del mundo en general. Víctor ni siquiera había salido del pueblo por un periodo de tiempo considerable; ocasionalmente visitaba la ciudad más cercana y no permanecía allí mas de dos o tres días. Había tenido una vida cómoda a costa de sus padres, y prueba de ello era que mientras los demás jóvenes de su edad trabajaban en el campo, él recibía clases de pintura con el patrocinio de su padre a cambio de fútiles responsabilidades.

Durante la conversación surgió nuevamente la disensión entre ambos por lo que era realmente la felicidad. Don Luis insistía en que el matrimonio no era el gran secreto para ser feliz; Víctor, por su parte, estaba convencido de que Eugenia le traería la dicha. Nunca se pondrían de acuerdo. El anciano, cansado de la vida, no pensaba que algo fuera lo suficientemente positivo como para sentir alegría; el joven, en cambio, se sabía afortunado por el más simple de los sucesos que le acaecieran.

-         Usted no entiende, don Luis. – decía Víctor – De pronto ya se le olvidó cómo se siente uno cuando ama. Si esto no es la felicidad, entonces no sé que será, pero me siento muy bien.

-         Yo no te puedo decir si serás feliz o no. – contestó don Luis- Pero de algo si estoy seguro: tu felicidad no dependerá de tu pareja. Eso es algo interno, verdad? Me refiero a la felicidad; esta en tu interior. ¿Por qué deberías esperar que agentes externos te hicieran feliz? Esa mujer, Eugenia, es por ahora tu novia; no sabemos cuanto dure eso.

-         Yo espero que sea por siempre. – Víctor hablaba con tono afectado, como si no pudiese creer que don Luis le hablara de esa forma. Este, a su vez, prosiguió:

-         Más o menos a tu edad, cuando me casé con Ana, yo pensaba que no podía estar mejor. Ahora, medio siglo después, es que me doy cuenta de que no disfruté de la vida por adquirir esa responsabilidad. Te juro que si pudiese devolver el tiempo habría actuado con más mesura. Hay mucho tiempo para casarse, pero cuando lo haces, se te agota para todo lo demás. Hay muchas cosas que ni tú ni yo hemos probado y que pueden ser la clave para ser felices.

-         Como cuáles?

-         Conocer el mundo, conocer personas y lugares importantes, dejar huella. ¿Has pensado en mi caso? Llevó más de  cuarenta años trabajando con estos pinceles y ¿de qué me ha servido? ¿Alguien me conoce? No, nadie. A mi edad puedo decir que aborrezco mi trabajo, y si lo hago es por que se ha convertido en parte de mi vida, pero daría lo que fuera por haber tomado otro rumbo.

-         No puedo creerlo. – decía Víctor mientras observaba a don Luis detenidamente.

Notó que la conversación lo había desanimado y quiso cambiar el rumbo de esta. Sin embargo, sus intentos fueron vanos, pues el anciano se hallaba frustrado y cualquier tópico serviría de base para nuevos reproches a sus decisiones del pasado. 

Finalmente, la clase terminó con éxito. Víctor se despidió de don Luis de modo amistoso, pero sin mirarle a los ojos; se sentía incómodo con su actitud.  Aun así, no permitiría que las clases se dieran por terminadas. Había mejorado notoriamente, y su progreso se debía, en parte, a su nuevo espíritu lleno de inspiraciones románticas. Había planeado su vida durante las siguientes décadas: Se casaría con Eugenia y llegaría a ser un pintor famoso y muy bien remunerado.

Al salir de la casa de don Luis, Víctor caminó con parsimonia mientras pasaba por el frente de la casa de Fernanda. Entonces vio la puerta abierta y a la mujer sentada en una mecedora arrullando a su hijo con canciones de cuna. Por varios segundos no le quitó los ojos de encima, de modo que llamó su atención. Ella levantó el rostro y lo vio de pie en la verja, así que le hizo una seña amistosa para invitarlo a seguir. Sin saber por qué, Víctor accedió y entró en la casa. Se acercó, tomó una de las rosas de su ramo, la dio a Fernanda y en susurros dijo a esta:

-         Se te quedó en la casa de don Luis. – Esa, por supuesto, no era la misma rosa, pero ella no lo sabía y el no se lo iba a hacer saber.

-         Gracias – dijo ella sonriendo. Tras unos segundos de silencio, él balbuceó:

-         Es muy lindo tu hijo.

-         Si, es el más hermoso del mundo. - contestó ella y miró con malicia a Víctor, tras lo cual agregó -   ¿ya se acordó de mí?

-         ¿Acordarme? ¿De qué?

-         No se haga el tonto. Usted y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.

-         La verdad, yo no me acuerdo. ¿En dónde nos conocimos?

-         Tranquilo, que aquí no está su novia. Nos vimos en la casa de un amigo suyo hace como seis meses, en una parranda que duró toda la noche. ¿Ahora sí se acuerda?

-         La verdad es que he estado en muchas fiestas y es difícil recordarlas todas.

-         Supongamos que le creo. De todos modos entre usted y yo no pasó nada, así que no se preocupe.

-         ¿Y cómo se llamaba mi amigo?   

-         No me acuerdo. Sé que era su amigo por que se la pasaron abrazados toda la noche bebiendo.

-         ¿Y cómo lo conociste tú a él?  

-         Por trabajo.

-         ¿Qué trabajo?

-         Pues mi trabajo.

-         ¿Y cuál es tu trabajo? – Fernanda entrecerró sus ojos color miel para recriminar a su interlocutor por la pregunta que ella consideraba absurda y por eso inquirió:

-         ¿Por qué no me pregunta lo que quiere saber de verdad, ah?

Esta pregunta paralizó a Víctor, que sintió cómo su rostro se acaloraba y no era capaz de disimularlo. Contrariamente, Fernanda se hallaba inmutable, y hasta parecía disfrutar del momento bochornoso. Con sorna, siguió provocándolo, buscando que se atreviera a indagar sobre su vida privada. Ambos sabían la verdad, pero él se resistía a hablar de forma franca y ella se divertía con su actitud.  Cuando por fin ella confesó, Víctor quiso saber mas:

-         Pero... en la fiesta de mi amigo... ¿estabas trabajando?

-         Claro.

-         ¡Pero tu hijo ya estaba!

-         Si, ya estaba. También está ahora y yo sigo trabajando.

-         Y... ¿no te da... pena?

-         Sí, me da pena, me da rabia, me da miedo. Me avergüenzo de lo que hago y espero que él nunca se entere. Claro que si se entera, espero que me perdone; al fin de cuentas lo hago por él.

Víctor trató de entender a aquella mujer. La escuchó mientras se desahogaba. Ella le relató toda su historia, que por cierto era muy dolorosa, y le aclaró por qué tenía la esperanza de que algún día su hijo la cuidara. Nunca había sido tratada con dignidad, y su estilo de vida no le permitía ganarse el sustento de otra forma. Dado que sus encantos se acabarían, esperaba que alguien se encargara de ella cuando eso ocurriera. Casi sin pensarlo, Víctor ya se había convencido de que las teorías de Fernanda eran razonables, y una parte de sí concordaba con ella. Sentía que había muchas cosas en común entre ellos; especialmente, la visión puesta en el futuro. Él soñaba con vivir el resto de sus días junto a Eugenia, y ella esperaba anhelante ver crecer a su  hijo, el único hombre que la respetaría. 

Después de una hora, la conversación llegó a su fin. Víctor había escuchado a Fernanda y ella lo había escuchado a él; de hecho, le dio varios consejos sobre algunos secretos femeninos para que convenciera a Eugenia de ser su esposa.  Toda la incomodidad se había esfumado y ya se sentían como un par de amigos entrañables. De modo que se despidieron y volvieron a lo suyo. El enamorado partía a su cita con su amada como habían acordado; la madre, continuaba cantando a su hijo canciones de amor y esperanza.

Justo al lado del hogar donde se sostuvo el mencionado coloquio, dos ancianos tomaban una taza de café, cumpliendo así con una costumbre que ya se había convertido en un rito. Don Luis lo hacía por vicio o adicción; su esposa solo por acompañarle. Siempre conversaban sobre asuntos triviales y muy conocidos para ambos, no solo por que los habían vivido juntos, sino también por que los comentaban a diario. Sin embargo, don Luis se hallaba esa tarde más nostálgico que nunca, de modo que comentó a su mujer:

-         Estoy cansado, Ana.

-         ¿De qué?

-         De la vida, creo que vivir cansa.

-         ¿Y hasta ahora te das cuenta?

-         Es que solo hasta ahora me doy cuenta de lo cansado que estoy. Antes pensaba en un futuro, creía que algo podría mejorar mi vida, pero ya no hay tiempo para nada, siento la muerte a mis espaldas.

-         ¿Es que te volviste loco? Si quieres de hoy en adelante te llamaré Jacinto. Deja de hablar de tu muerte, que todavía te queda tiempo; los tipos como tú duran mucho, yo creo que más de lo necesario.

-         Lo que pasa, Ana, es que me siento viejo y ...

-         No es que te sientas viejo, es que eres viejo.

-         ... bueno, soy viejo, es lo mismo, no me interrumpas, sí? Sé que he hecho muchas cosas y que he vivido decentemente, pero no puedo evitar sentirme frustrado. ¿De qué me han servido todos los años de estudio y trabajo?  De nada. No me siento satisfecho con nada de lo que me rodea. Tanto esfuerzo y dedicación se han ido a la basura.

-         No te entiendo. Yo también me siento vieja y cansada, pero la vida no deja de ser hermosa por ser vista con ojos maduros.

-         ¿Maduros? Yo los llamaría añejos, decrépitos.

-         Pues llámalos como quieras, para mí la experiencia que nos da la edad hace la vida más bella, solo tienes que cambiar tu actitud. Tienes que querer la vida.

-         En estos momentos lo único que quiero de la vida es que se vaya y me deje tranquilo. – Para terminar la conversación que la ofendía y agredía doña Ana sentenció:

-         No te preocupes, tal vez la vida te escuche.

El ocaso llegó en San Francisco, y el sol, renuente a partir, tardo en esconderse tras las labradas montañas que eran cubiertas por una sombra inusitada y fría. Parecía que el gran astro se resistía a dejar de ver el pueblo de casas floridas que cada mañana lo saludaba con euforia y derroche de felicidad. Cuando por fin se ocultó, su ausencia se hizo infausta, mórbida, escalofriante. La luna, por su parte, se negaba a aparecer, tal vez por desidia, por lástima o por miedo. Los impactados y escasos ojos que se percataron de esto empezaron a informarlo al resto de la población. Las gentes salieron a las calles y alzaron la cabeza con total incredulidad para comprobar un suceso anómalo: aunque alumbraba, tal vez con más brillo que nunca, la luna no había salido.  Lo que más impresionaba a los lugareños era ver la impactante imagen de un halo que se hallaba en medio de la noche, pero no tenía una luna que rodear.  El resplandor que provenía de fuente desconocida  fue menguando con el correr de los minutos, hasta que se hizo insignificante, después imperceptible y al final inexistente, de modo que el pueblo se sumió  en la más aciaga y tenebrosa oscuridad.

 


III

Todos buscaron refugio en sus hogares y esperaban que la noche clareara de algún modo con el pasar de las horas. Víctor era uno de los pocos que andaban por las pavorosas calles oscuras. El fenómeno, en realidad, facilitaba su tarea, pues sería más sencillo llevar a cabo su encuentro clandestino bajo el manto de la noche y sin visos de claridad. Tras aguardar por más de treinta minutos en el lugar donde había acordado con Eugenia, empezó a inquietarse. Pensó que tal vez ella se había arrepentido o habría imaginado que las circunstancias atípicas aplazarían su encuentro. Sin embargo, sus pensamientos fueron interrumpidos por la figura esbelta de Eugenia que se hacía más y más clara, iluminando todo su entorno.

-         ¿Por qué tardaste tanto? –  dijo Víctor inquisitivamente

-         Estaba esperando que se durmieran en la casa.

-         ¿Te vieron salir?

-         No, se imaginan que estoy durmiendo. Les dije que me iba a la cama aprovechando la oscuridad. Si se dan cuenta me van a matar.

-         Tranquila, que no lo van a saber. Y si lo supieran aquí estoy yo para defenderte. ¡Ah, mira! Dejaste las rosas en la iglesia.

-         ¡Ay, gracias! No me di cuenta... pero ¿están todas? Pensé que eran más.

-         Es que le regalé unas a doña Ana, que me pidió el favor.

-         Más te vale que haya sido ha esa viejita y no a otra ¿oíste?

-         Tranquila, no importa donde estén, yo las compré para ti.   

Tras besos, caricias y declaraciones mutuas de amor, los amantes partieron a las afueras del pueblo con rumbo a un pequeño bosque en donde acostumbraban pasar sus tardes de amoríos. No pudieron ser vistos y esto les excitaba aún más, pues por primera vez se sentían libres. Nunca antes se habían fugado en las horas de la noche, así que ese episodio lo veían como un riesgo que los uniría y demostraría cuánto se amaban.

Las horas pasaron y ya la media noche se acercaba. En el pueblo se respiraban zozobra y angustia. Fernanda se hallaba tendida en su cama junto a su hijo. No podía apreciar completamente los gestos de este y por instinto materno sentía que la oscuridad lo asustaba aunque se hallaba dormido, así que ponía su mano sobre el pecho de la criatura y le hablaba dulcemente:

-         Tranquilo, nene. Solo va a ser por un momento. Mañana otra vez saldrá el sol y no vas a tener miedo. La luna se escondió por que la noche está muy fría, pero aquí está tu madre para darte calor. ¡Eso es! Duerme, duerme sin preocuparte que yo te cuidaré el sueño... ¿qué estarás soñando?  Yo sé. Sueñas que yo te llevo a conocer el mar, y que juntos disfrutamos de la playa y el sol. ¡Te juró, hijo mío, que cuando crezcas te llevaré a conocer el mar! Por ahora solo duerme y, por favor, si puedes, sueña también conmigo.

A medida que arrullaba de esta forma a su hijo, Fernanda escuchó a lo lejos un sonido misterioso e intrigante que llamó su atención. Se levantó y fue a su ventana a ver lo que ocurría. Entonces escuchó el ruido con más claridad, y empezó a reconocer la voz de un hombre que cantaba sin mucho virtuosismo. El hombre se aproximaba y así el volumen de su voz crecía, aunque su fonación seguía siendo ininteligible. Finalmente, Fernanda develó la misteriosa figura y descubrió de quién se trataba. Era Jacinto, que completamente ebrio, se balanceaba de un lado a otro y daba portentosos gritos en su aterradora canción. Esa canción, entre otras cosas,  nunca había sido cantada, solo era una melodía voluble y desordenada que maquillaba las palabras del mendigo.  Parecía estar herido y a cada instante se quejaba en tono doloroso. Sus lamentos se oían de forma  tenebrosa cuando decía con voz visceral:

-         ¿Por qué me han herido, paloma? Yo solo he dicho la verdad. Me odian por que hablo de la muerte y lloro todo el día. ¿Por qué no vienes y me llevas contigo para así dejar de sufrir? Si pudiera volar como tú me iría por los cielos hasta otra tierra y así no vería lo que va a suceder. Quiero volar... volar como tú...

Fernanda se escandalizó con los gritos de Jacinto y pensó que el desdichado loco haría despertar a su bebé, de modo que cerró las ventanas y cortinas y volvió a su cama, donde el niño dormía plácidamente. Se acostó con mucho cuidado y de nuevo cubrió con sus manos el pecho de su hijo, buscando que los gemidos de Jacinto no llegaran hasta aquel pequeño corazón aún puro e inocente.

Don Luis y su esposa también oyeron el escándalo. Se habían acostado muy temprano, aunque no habían podido dormir.  Conversaron como todas las noches durante largo rato. Su actuar cotidiano era monótono y hasta ellos se habían cansado de hacer lo mismo cada noche. Aun así, seguían haciéndolo, pues no concebían un estilo de vida diferente.  Hasta su lecho llegaron las vociferaciones de Jacinto:

-         ¡Adiós, San Francisco! Me voy tras  mi paloma. ¡Adiós, tierra mía! Me voy muy lejos, donde no te vea sufrir.

Doña Ana se movió con inquietud y dijo a su esposo con tono colérico:

 -         ¡Loco desgraciado, me va a enfermar a mí también!  -         Ya te dije que no está tan loco, Ana.- alegó don Luis - De pronto Jacinto tiene razón; San Francisco es un moridero. Aquí solo se sufre, tal vez sea mejor largarse. – No decía esto  por que en realidad lo pensara. Más bien era presa de la ira por su propia impotencia y se escudaba culpando a todo el mundo y hasta despotricando de su tierra.  No quería que los años se le pasarán sin haber conocido la satisfacción en la vida; prefería caer de forma anticipada en un sueño profundo del que no tuviese que despertar jamás. Por eso añadió:  -         A veces me gustaría ser como él, estar lejos de todo y no pensar en nada ni en nadie. Creo que su locura lo hace realmente feliz. -         ¿Qué estás diciendo, Luis?- preguntó doña Ana - ¡Solo míralo! No hay día en que no lo golpeen o se burlen de él; nunca tiene nada que comer y por eso no es más que un mendigo; además, anda borracho, cantando estupideces y creo que ni sabe como llegar hasta su casa que, por si fuera poco, está muy retirada del pueblo. De verdad... ¿Tú crees que ese pobre loco es feliz?    -         Por lo menos es más feliz que yo – dijo don Luis.  La voz de Jacinto dejó de escucharse paulatinamente, y el senil matrimonio acabó con el parloteo de forma repentina. En la mente de la envejecida mujer habían quedado retumbando las palabras de su esposo, que en realidad eran una triste confesión de hastío y  amargura. 

Este, a su vez, continuó despierto durante un buen rato. Estaba de espaldas a su esposa, lo cual le ayudó en sus pretensiones de simular un profundo sueño. Al recordar todo lo que había dicho a su mujer, no pudo evitar traer a su memoria las más bellas jornadas de su vida; las de su lozana juventud. Imaginó todas las cosas que pudo haber hecho, y rememoró las que realmente llevó a cabo, llegando así a una terrible conclusión: sus días habían sido tiempo perdido.

Todos sus pensamientos fueron como estocadas en su corazón ahora sensible y agotado; agotado de vivir y, según él, también de sufrir. Cuando retornó de sus alucinaciones pudo sentir en su mejilla el discurrir de una lágrima que marcaba su rostro y que se uniría a muchas otras que ya habían recorrido el mismo surco y enlodaban su almohada. Un hombre de pétreo espíritu y con tres cuartos de siglo encima se hallaba en su cama llorando como un  neonato. Lentamente sus ojos se fueron secando, hasta que al fin pudieron cerrarse como lo habían estado haciendo todas las noches desde hacía setenta y cinco años; sin embargo, su cerrar fue mucho más solemne que de costumbre, pues se habían cerrado para siempre. 

El vía crucis  de Jacinto continuó hasta muy entrada la noche. Cuando abandonó el pueblo ya eran más de las diez de la noche y aún la luna no se había decidido a aparecer. De camino a su retirada vivienda, Jacinto atravesó por el pequeño bosque donde Víctor y Eugenia habían encontrado refugio para sus amores. Él ignoraba la presencia de ellos y por eso no se detuvo en su recorrido. Víctor, en cambio,  se sintió tentado a llamarlo cuando lo vio tambalearse y escucho sus lamentos por las heridas que se le habían infligido; sin embargo, Eugenia lo asió fuertemente por la camisa para que no la abandonara. Ambos entonces vieron partir al mendigo que seguía llorando:

-         ¡Huyan, huyan todos! Abandónenlo antes que sea tarde. Saquen a los niños y a las mujeres primero. ¡Corran sin detenerse! Digan adiós a San Francisco y salgan de él. Estoy borracho... y lloro por mi paloma. Lloren por sus hijos y sus madres, lleven rosas a los muertos.

Cuando los gritos de Jacinto dejaron de oírse, los dos enamorados se encontraban abrazados, cubriéndose del frío y el miedo que les produjo la aparición del mendigo. No era la primera vez que lo escuchaban hablar en esos términos, sin embargo nunca lo habían visto a esas horas y en medio de aquella tenebrosa oscuridad. Olvidando por un momento lo que acababan de ver, los novios se entrelazaron nuevamente en románticos ósculos y abrazos de amor y luego partieron de regreso hacía el pueblo procurando no ser descubiertos. Para esos momentos Víctor se hallaba más que convencido de que Eugenia era el amor de su vida. Por eso al entrar en el pueblo la llevó a la iglesia y nuevamente, como lo había hecho en la mañana, le declaró su amor, pidiéndole que accediera a casarse con él.  La escena sería idéntica a la matinal, diferenciándose solo por la hora y las circunstancias, mucho más preocupantes a esas alturas. Sin embargo, para los amantes poco importaba que la luna no hubiese salido y que todo estuviese medrosamente oscuro; de hecho, estos acontecimientos sirvieron como herramientas poéticas a Víctor, que ajeno a todo lo que le rodeaba, no se abstenía de adular a su amada Eugenia. En las escaleras de la iglesia, donde soñaban hacer pública su relación, sentían que podía acabarse el mundo o podían acabarse sus vidas; nada de eso importaría, pues para ellos lo único valioso era su amor.

Las almas de San Francisco vivieron entonces una noche sin precedentes. La oscuridad, la luna renuente a salir y los cantos y lamentos de Jacinto, más fuertes y pavorosos que nunca, hicieron que el ambiente se llenara de angustia. Un total quietismo se apoderó del lugar y se respiraban soledad y silencio por doquier.

Cuando faltaban diez minutos para que fuera la media noche, nuevos sonidos despertaron a la población. En las calles se escuchaban los perros ladrar desesperados sin razón aparente; aullaban como pidiendo auxilio o queriendo expresarse. Los trágicos gañidos de los animales alertaron a los hombres que demasiado tarde salieron en busca de ayuda. La tierra  estremeció sin compasión el pueblo que había sido peculiarmente condenado, y un cataclismo sísmico arrasó con el lugar entero. Las casas se tambalearon airadamente y sus ocupantes no hallaron refugio. La furia natural bramó con poder, haciendo veraces los dichos premonitorios que con pasión se proclamaron. En su último día San Francisco vivió sin futuro,  despidiéndose del sol y añorando la luna; tristemente, ni siquiera tuvo tiempo de llorar su propia calamidad.

FIN

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