En medio del bullicio de la muchedumbre que observaba a Jacinto, emergió la romántica imagen de dos jóvenes que no parecían perturbarse por lo que sucedía a su alrededor. Caminaban lentamente, suspirando a la vez y sonriendo por todo, o más bien, por nada. Víctor, el gallardo amante, sostenía la mano de su dueña y no se permitió quitarle los ojos de encima por mucho tiempo, hasta que los envió en busca de alguna ofrenda de amor para su bien amada. Al fin, las seductoras rosas, de amor para doña Ana y de muerte para Jacinto, cautivaron a Eugenia, la enamorada doncella, que las recibió de manos de Víctor en medio de halagos y versos de conquista.
Caminaron hasta la iglesia en medio del encanto y se sentaron en los escalones cercanos a la entrada. Las delicadas manos de Víctor se posaron en la albura de las mejillas de Eugenia, provocando una sonrisa tenue, pero hermosa, que realzaba su belleza de labios inocentes y ojos fascinantes. El momento, el lugar y la compañía fueron demasiado para el corazón de Víctor, que presa de la emoción descontrolada dijo a su amor:
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Qué? ¿Cómo se te ocurre?
- ¿Y por qué no?
- ¡Por favor, Víctor! Apenas tengo diecisiete años y todavía no he hecho nada con mi vida.
- ¿Y eso qué? Yo tengo veintiuno y lo único que quiero hacer es estar contigo.
- Pero es muy pronto. Ya es mucho que me dejen ser tu novia; no creo que me permitan casarme todavía.
- Pero... yo no te dije que tuvieran que saberlo.
- ¿Qué? ¿Me estas pidiendo que nos casemos a escondidas?
- Pues si no nos permiten hacerlo de otra forma...
- Pero es que yo siempre he soñado con casarme en una iglesia, con un largo vestido blanco y una gran fiesta. Además, no llevamos ni siquiera un año de novios. ¿No podemos esperar un poco más?
- No importa. Yo puedo esperar toda la vida si tu quieres. Lo importante es que nos amamos. No hay día en que no piense en ti, y mis ojos se cierran y se niegan a abrirse de nuevo si no es para mirarte.
- ¡Por favor, Víctor!
- ¡Es cierto, Eugenia! ... pero tú... ¿me quieres?
- Claro que sí.
- Entonces demuéstralo.
- ¿Cómo quieres que te lo demuestre? ¿Casándome contigo?
- ¡Dios te oiga! Pero yo sé que no; por lo menos por ahora.
- Entonces... ¿qué quieres?
- Solo quiero un beso.
Esta escena se extendió de forma monótona durante largo rato, hasta que al fin los amantes tuvieron que separase forzosamente. Eugenia, tras ser disimuladamente persuadida, prometió a Víctor que hablaría a sus padres sobre lo del matrimonio, aunque lo haría con precaución y fingiendo no estar muy convencida. Concertaron una cita clandestina en las horas de la noche, lo cual consideraban una verdadera aventura de amor. No pensarían sobre nada más en el transcurso del día; de hecho, ignoraban que buena parte de la mañana se les había pasado en tales demostraciones de afecto. Fue tan profundo su embelesamiento que Eugenia olvidó el presente floral que la había cautivado y, tras un último y apasionado beso de despedida, partió dichosa hacia su hogar, dejando a su hombre fuera de sí, sentado en las escaleras de la iglesia y deseando no moverse de aquel lugar a menos que estuviese desposado con ella. Víctor olvidó completamente sus obligaciones. Ya no recordaba qué era lo que debía haber hecho al principio de la mañana y por poco olvida su clase de pintura con don Luis. Mientras cavilaba con inquietud sobre su futuro, observó en medio de la plaza central, bañado en sudor y riendo desenfrenadamente, al loco Jacinto acechando las palomas y persiguiéndolas de un lado a otro. En tono amigable le gritó:
- ¡Jacinto! ¡Jacinto!
- ¿Qué?
- Deje tranquilas a las palomitas
- Es que me voy a llevar una para la casa.
- ¿Y para qué?
- Para que viva conmigo.
- ¿Es que se siente muy solo?
- No, es la palomita la que se siente sola. ¡Ah! Usted también tiene las flores del muerto.