- ¿Cuál muerto?
- El que se va a morir hoy. Doña Ana también las iba a comprar.
- ¡Dios mío! A propósito de doña Ana, tengo que irme ya para donde don Luis. Oiga, Jacinto, usted está loco. Nadie se ha muerto. Estas rosas las dejó acá la mujer más hermosa del mundo; tengo que llevárselas esta noche.
- ¿Y quién es la mujer más hermosa del mundo?
- Pues mi novia, Eugenia... ¿no se la he mostrado? Si usted la viera, Jacinto... ella es perfecta. Muy pronto nos vamos casar.
- ¿Casarse? A usted ya no le queda tiempo para eso, hombre.
- ¿Y por qué no? Todavía estoy muy joven, falta mucho para que me muera.
- ¿Y quién dijo que solo los viejos se mueren? - tras decir esto, Jacinto miró detenidamente a Víctor a los ojos. Este, estremecido por sus palabras, dio un suspiro y contestó:
- Pues no me importa cuándo muera, de todos modos ese día estaré casado.
- ¿Y si ese día fuese hoy?
- ¡Ah! ¿Por qué siempre termino hablando con usted? No hace más que hablar de la muerte... por que más bien no hablamos de amor. A ver, ¿Usted se ha enamorado?
- Sí, una vez. No, perdón, fueron dos.
- ¿Y qué pasó?
- Pues que se murieron.
- ¿Qué? Pero ¿quiénes eran, cómo se llamaban?
- Se llamaban... paloma.
- ¿Las dos?
- Sí, las dos. No, mentiras, no eran dos, era una.
- ¿Y cómo murió?
- Un día salió volando y algún cazador le debió disparar.
- ¡Carajo, Jacinto, me asustó! Yo estoy hablando en serio. No me refiero a palomas, sino a mujeres. – Víctor miraba con incredulidad al pobre mendigo. No podía creer que solo pensara en la muerte, de modo que sonriendo añadió:
- ¿Sabe qué, Jacinto? Yo pensaba que la vida no era tan buena, pero ya me di cuenta de que los hombres estamos vivos para amar. No piense más en la muerte; enamórese.
- Si me enamoro, me va a doler más la muerte.
- ¡Está bien! No voy a perder más tiempo con usted, tengo clase con don Luis.
- ¿Con el esposo de doña Ana? Yo pensaba que ya se había muerto.
- ¡Pues no, no se ha muerto! – dijo Víctor y partió afanado a su cita. Atravesó la plaza y cuando se disponía a cruzar la calle, oyó los gritos de Jacinto, que le llamaba y se acercaba a toda prisa.
- ¿Qué pasó? – le preguntó al mendigo.
- Nada, solo quería pedirle un favor... dígale a don Luis que me regale un dibujo, sí?
- ¿Un dibujo de qué?
- De mi paloma. ¡Ah! Y por favor dígale a doña Ana que lo siento, y a... Eugenia? Sí, a Eugenia, dígale que los siento también.
- ¿Que siente qué?
- La muerte de mi paloma.
Víctor no comprendió una palabra de lo que decía Jacinto, de modo que prefirió ignorarlo y siguió raudo su camino hasta la casa de don Luis, donde recibiría su clase de pintura como de costumbre.
El anciano de setenta y cinco años no recordaba la clase con Víctor, así que, sorprendido y algo enojado, le pidió disculpas y lo hizo esperar en el taller mientras él preparaba todo. Después de unos minutos apareció lentamente y con muy pocas ganas de hablar. Con el transcurso de los años su figura había desmejorado; su rostro, con dilatadas arrugas, lucía cansado y sus artríticas manos no parecían reflejar la belleza que sí sabían pintar. En algunos autorretratos don Luis había plasmado su figura de antaño, y en ella se veía a un hombre erguido, de claros cabellos rizados y figura elegante. Todo eso había quedado solo en pinturas, pues solo ellas y el testimonio de doña Ana y algunas coetáneas suyas daban fe de que fuera una realidad. La imagen actual era la de un hombre sin mucha presencia y con avanzada alopecia. Ya no recriminaba a nadie por llegar tarde a las clases que dictaba en el taller que había adaptado en un cuarto de su casa, ni molestaba en lo absoluto a su mujer, conformándose con todas sus disposiciones.