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-         A mí me dijo  algo parecido, – agregó  Víctor – que estas flores eran de un muerto. – Fernanda, impactada con la casualidad, también intervino:

-         Ese tipo está enfermo. No hay día que me lo encuentre sin que me diga que nos vamos a morir. Y desde que nació mi bebé no hace más que decirme qué no lo voy a ver crecer. La verdad, me asusta. Me ha tocado pedirle ayuda a los hombres del pueblo para que me lo quiten de encima.

-         ¿Sabes qué me preguntó? – dijo a su esposo doña Ana.

-         ¿Qué?

-         Que si todavía estabas vivo.

-         A mí me dijo exactamente lo mismo – añadió Víctor entre sonrisas.

-         ¿Y cuál es el problema? – preguntó don Luis.

-         Pues que ya estás lo suficientemente sepultado en esta casa como para que ese loco te mate de verdad. -  respondió doña Ana.

-         ¿Ves alguna diferencia? – dijo el viejo – de pronto ese loco tiene la razón y yo ya estoy muerto y no nos hemos dado cuenta. Ana, los viejos se tienen que morir,  y en mi caso,  creo que he durado más de la cuenta.

-         ¡Ay cállate, por Dios! – tras esta exclamación de la mujer, se oyó un grito agudo en la mesa, pues el hijo de Fernanda  había despertado e iniciaba un llanto que solo acabaría si su madre lo paseaba por la alcoba y lo arrullaba con abnegación.

Fernanda se puso de pie y empezó a caminar de un lado a otro en la estancia, cantando en voz muy baja y mirando con ternura a su hijo. Don Luis la miró intrigado y preguntó:

-         ¿Y cuánto tiene?

-         Quince meses – contestó ella.

-         ¿Y el padre? – Fernanda buscó con sus ojos a Víctor y con inseguridad respondió:

-         Se fue. Un buen día fue a trabajar y no regresó.

-         No importa, mijita – dijo doña Ana en tono consolador – usted está muy joven y es muy bonita. Ya le va a llegar un hombre que valga la pena.

-         Pues no sé, doña Anita – replicó  Fernanda-  a mí eso ya no me interesa. Lo único que quiero es que mi hijo crezca sano y que sea un buen hombre. Me lo imagino grande y fuerte, trabajando y cuidando de su madre, ¿verdad, mi amor?

-         ¿Cuidando de su madre? – intervino don Luis – Me  parece que falta mucho para que él la cuide; por ahora es usted la que tiene que cuidarlo.

-         Yo lo sé. – interpeló ella - Pero no importa cuánto deba esperar; en él están puestas mis esperanzas.

-         ¿Esperanzas de qué? – preguntó doña Ana.

-         De dejar esta vida. – al oírla, don Luis levantó el rostro e indagó con extrañeza:

-         ¿Qué vida? – Fernanda miró de nuevo a Víctor.  Este se percató del apremio de la situación y además   empezó a sospechar  de nuevo que ella lo reconocería, de modo que interrumpió:

-         ¿Pues cuál va a ser, don Luis? La vida de sufrimiento de las mujeres que han sido abandonadas – dijo esto y miró con complicidad a Fernanda, que afanosamente se despidió arguyendo que su hijo se había quedado dormido y lo llevaría a casa. Fue tal su afán que olvidó la rosa que Víctor le había regalado.      

Los demás continuaron en la mesa, comiendo y hablando sobre la pobre Fernanda y su situación. Don Luis pensaba para sus adentros sobre lo vano de las ilusiones de aquella joven que pretendía sacrificarse por muchos años para tener quién la cuidara en su vejez. Él   ya sabía que esas  pretensiones no eran del todo justificadas, pues a su edad no le faltaba nada, excepto la compañía de sus hijos, y eso lo hacía sentirse realmente descuidado.

Tras el almuerzo, don Luis se excusó y fue a dormir una breve siesta en su alcoba, mientras Víctor se fumaba un cigarrillo en el antejardín de la casa y trataba de recordar lo que había pasado con Fernanda. No recordó haber tenido nada serio con ella, pero si sentía que su rostro le era familiar. Sentía lástima de aquella mujer, de la vida que llevaba, y se encogía de angustia de solo pensar que Eugenia pudiese terminar en iguales condiciones. Se juró cuidarla y respetarla toda la vida sin importar qué estuviera implícito en aquel juramento.

Así, entre la vida y la muerte, entre el amor y el desengaño,  en medio del nostálgico pasado y las esperanzas futuras, llegaba a su fin un nuevo medio día en San Francisco, tierra de amores infantiles, canas mohínas y presagiosas flores  tras palomas muertas.

 

 

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