II
Para las horas de la tarde en todo el pueblo se percibía un ambiente de quietud y un silencio que dejaba de ser tranquilizador y se tornaba preocupante. San Francisco parecía muerto y solo esporádicas apariciones de gente conversando demostraban que aún había vida. Solía suceder así todas los días a esa hora, pues tras el almuerzo, un periodo de descanso sumergía a los habitantes de la población en un profundo sueño, casi tan profundo como el de la muerte.
Para muchos, San Francisco no era más que un villorrio, un caserío con parque e iglesia. Sin embargo, los últimos años habían sido de clara prosperidad: el número de sus habitantes había crecido significativamente, así como la producción de sus campos; familias provenientes de las grandes ciudades habían establecido negocios con características innovadoras en aquel lugar, y más importante aún, el pueblo en general se moría de ganas por dar a conocer su belleza y el encanto de sus paisajes, enseñar a otros la unión y el empuje de su gente y, especialmente, reputarse como un lugar feliz.
En su taller de pintura, tras su breve descanso, don Luis continuó hablando con Víctor sobre los planes de matrimonio de este. Aunque no se oponía a la boda, pensaba que lo mejor, a la edad del muchacho, era conocer un poco más de la vida, del mundo en general. Víctor ni siquiera había salido del pueblo por un periodo de tiempo considerable; ocasionalmente visitaba la ciudad más cercana y no permanecía allí mas de dos o tres días. Había tenido una vida cómoda a costa de sus padres, y prueba de ello era que mientras los demás jóvenes de su edad trabajaban en el campo, él recibía clases de pintura con el patrocinio de su padre a cambio de fútiles responsabilidades.
Durante la conversación surgió nuevamente la disensión entre ambos por lo que era realmente la felicidad. Don Luis insistía en que el matrimonio no era el gran secreto para ser feliz; Víctor, por su parte, estaba convencido de que Eugenia le traería la dicha. Nunca se pondrían de acuerdo. El anciano, cansado de la vida, no pensaba que algo fuera lo suficientemente positivo como para sentir alegría; el joven, en cambio, se sabía afortunado por el más simple de los sucesos que le acaecieran.
- Usted no entiende, don Luis. – decía Víctor – De pronto ya se le olvidó cómo se siente uno cuando ama. Si esto no es la felicidad, entonces no sé que será, pero me siento muy bien.
- Yo no te puedo decir si serás feliz o no. – contestó don Luis- Pero de algo si estoy seguro: tu felicidad no dependerá de tu pareja. Eso es algo interno, verdad? Me refiero a la felicidad; esta en tu interior. ¿Por qué deberías esperar que agentes externos te hicieran feliz? Esa mujer, Eugenia, es por ahora tu novia; no sabemos cuanto dure eso.
- Yo espero que sea por siempre. – Víctor hablaba con tono afectado, como si no pudiese creer que don Luis le hablara de esa forma. Este, a su vez, prosiguió:
- Más o menos a tu edad, cuando me casé con Ana, yo pensaba que no podía estar mejor. Ahora, medio siglo después, es que me doy cuenta de que no disfruté de la vida por adquirir esa responsabilidad. Te juro que si pudiese devolver el tiempo habría actuado con más mesura. Hay mucho tiempo para casarse, pero cuando lo haces, se te agota para todo lo demás. Hay muchas cosas que ni tú ni yo hemos probado y que pueden ser la clave para ser felices.
- Como cuáles?
- Conocer el mundo, conocer personas y lugares importantes, dejar huella. ¿Has pensado en mi caso? Llevó más de cuarenta años trabajando con estos pinceles y ¿de qué me ha servido? ¿Alguien me conoce? No, nadie. A mi edad puedo decir que aborrezco mi trabajo, y si lo hago es por que se ha convertido en parte de mi vida, pero daría lo que fuera por haber tomado otro rumbo.
- No puedo creerlo. – decía Víctor mientras observaba a don Luis detenidamente.
Notó que la conversación lo había desanimado y quiso cambiar el rumbo de esta. Sin embargo, sus intentos fueron vanos, pues el anciano se hallaba frustrado y cualquier tópico serviría de base para nuevos reproches a sus decisiones del pasado.
Finalmente, la clase terminó con éxito. Víctor se despidió de don Luis de modo amistoso, pero sin mirarle a los ojos; se sentía incómodo con su actitud. Aun así, no permitiría que las clases se dieran por terminadas. Había mejorado notoriamente, y su progreso se debía, en parte, a su nuevo espíritu lleno de inspiraciones románticas. Había planeado su vida durante las siguientes décadas: Se casaría con Eugenia y llegaría a ser un pintor famoso y muy bien remunerado.
Al salir de la casa de don Luis, Víctor caminó con parsimonia mientras pasaba por el frente de la casa de Fernanda. Entonces vio la puerta abierta y a la mujer sentada en una mecedora arrullando a su hijo con canciones de cuna. Por varios segundos no le quitó los ojos de encima, de modo que llamó su atención. Ella levantó el rostro y lo vio de pie en la verja, así que le hizo una seña amistosa para invitarlo a seguir. Sin saber por qué, Víctor accedió y entró en la casa. Se acercó, tomó una de las rosas de su ramo, la dio a Fernanda y en susurros dijo a esta:
- Se te quedó en la casa de don Luis. – Esa, por supuesto, no era la misma rosa, pero ella no lo sabía y el no se lo iba a hacer saber.
- Gracias – dijo ella sonriendo. Tras unos segundos de silencio, él balbuceó:
- Es muy lindo tu hijo.