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-         Es que solo hasta ahora me doy cuenta de lo cansado que estoy. Antes pensaba en un futuro, creía que algo podría mejorar mi vida, pero ya no hay tiempo para nada, siento la muerte a mis espaldas.

-         ¿Es que te volviste loco? Si quieres de hoy en adelante te llamaré Jacinto. Deja de hablar de tu muerte, que todavía te queda tiempo; los tipos como tú duran mucho, yo creo que más de lo necesario.

-         Lo que pasa, Ana, es que me siento viejo y ...

-         No es que te sientas viejo, es que eres viejo.

-         ... bueno, soy viejo, es lo mismo, no me interrumpas, sí? Sé que he hecho muchas cosas y que he vivido decentemente, pero no puedo evitar sentirme frustrado. ¿De qué me han servido todos los años de estudio y trabajo?  De nada. No me siento satisfecho con nada de lo que me rodea. Tanto esfuerzo y dedicación se han ido a la basura.

-         No te entiendo. Yo también me siento vieja y cansada, pero la vida no deja de ser hermosa por ser vista con ojos maduros.

-         ¿Maduros? Yo los llamaría añejos, decrépitos.

-         Pues llámalos como quieras, para mí la experiencia que nos da la edad hace la vida más bella, solo tienes que cambiar tu actitud. Tienes que querer la vida.

-         En estos momentos lo único que quiero de la vida es que se vaya y me deje tranquilo. – Para terminar la conversación que la ofendía y agredía doña Ana sentenció:

-         No te preocupes, tal vez la vida te escuche.

El ocaso llegó en San Francisco, y el sol, renuente a partir, tardo en esconderse tras las labradas montañas que eran cubiertas por una sombra inusitada y fría. Parecía que el gran astro se resistía a dejar de ver el pueblo de casas floridas que cada mañana lo saludaba con euforia y derroche de felicidad. Cuando por fin se ocultó, su ausencia se hizo infausta, mórbida, escalofriante. La luna, por su parte, se negaba a aparecer, tal vez por desidia, por lástima o por miedo. Los impactados y escasos ojos que se percataron de esto empezaron a informarlo al resto de la población. Las gentes salieron a las calles y alzaron la cabeza con total incredulidad para comprobar un suceso anómalo: aunque alumbraba, tal vez con más brillo que nunca, la luna no había salido.  Lo que más impresionaba a los lugareños era ver la impactante imagen de un halo que se hallaba en medio de la noche, pero no tenía una luna que rodear.  El resplandor que provenía de fuente desconocida  fue menguando con el correr de los minutos, hasta que se hizo insignificante, después imperceptible y al final inexistente, de modo que el pueblo se sumió  en la más aciaga y tenebrosa oscuridad.

 

 

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