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 -         ¡Loco desgraciado, me va a enfermar a mí también!  -         Ya te dije que no está tan loco, Ana.- alegó don Luis - De pronto Jacinto tiene razón; San Francisco es un moridero. Aquí solo se sufre, tal vez sea mejor largarse. – No decía esto  por que en realidad lo pensara. Más bien era presa de la ira por su propia impotencia y se escudaba culpando a todo el mundo y hasta despotricando de su tierra.  No quería que los años se le pasarán sin haber conocido la satisfacción en la vida; prefería caer de forma anticipada en un sueño profundo del que no tuviese que despertar jamás. Por eso añadió:  -         A veces me gustaría ser como él, estar lejos de todo y no pensar en nada ni en nadie. Creo que su locura lo hace realmente feliz. -         ¿Qué estás diciendo, Luis?- preguntó doña Ana - ¡Solo míralo! No hay día en que no lo golpeen o se burlen de él; nunca tiene nada que comer y por eso no es más que un mendigo; además, anda borracho, cantando estupideces y creo que ni sabe como llegar hasta su casa que, por si fuera poco, está muy retirada del pueblo. De verdad... ¿Tú crees que ese pobre loco es feliz?    -         Por lo menos es más feliz que yo – dijo don Luis.  La voz de Jacinto dejó de escucharse paulatinamente, y el senil matrimonio acabó con el parloteo de forma repentina. En la mente de la envejecida mujer habían quedado retumbando las palabras de su esposo, que en realidad eran una triste confesión de hastío y  amargura. 

Este, a su vez, continuó despierto durante un buen rato. Estaba de espaldas a su esposa, lo cual le ayudó en sus pretensiones de simular un profundo sueño. Al recordar todo lo que había dicho a su mujer, no pudo evitar traer a su memoria las más bellas jornadas de su vida; las de su lozana juventud. Imaginó todas las cosas que pudo haber hecho, y rememoró las que realmente llevó a cabo, llegando así a una terrible conclusión: sus días habían sido tiempo perdido.

Todos sus pensamientos fueron como estocadas en su corazón ahora sensible y agotado; agotado de vivir y, según él, también de sufrir. Cuando retornó de sus alucinaciones pudo sentir en su mejilla el discurrir de una lágrima que marcaba su rostro y que se uniría a muchas otras que ya habían recorrido el mismo surco y enlodaban su almohada. Un hombre de pétreo espíritu y con tres cuartos de siglo encima se hallaba en su cama llorando como un  neonato. Lentamente sus ojos se fueron secando, hasta que al fin pudieron cerrarse como lo habían estado haciendo todas las noches desde hacía setenta y cinco años; sin embargo, su cerrar fue mucho más solemne que de costumbre, pues se habían cerrado para siempre. 

El vía crucis  de Jacinto continuó hasta muy entrada la noche. Cuando abandonó el pueblo ya eran más de las diez de la noche y aún la luna no se había decidido a aparecer. De camino a su retirada vivienda, Jacinto atravesó por el pequeño bosque donde Víctor y Eugenia habían encontrado refugio para sus amores. Él ignoraba la presencia de ellos y por eso no se detuvo en su recorrido. Víctor, en cambio,  se sintió tentado a llamarlo cuando lo vio tambalearse y escucho sus lamentos por las heridas que se le habían infligido; sin embargo, Eugenia lo asió fuertemente por la camisa para que no la abandonara. Ambos entonces vieron partir al mendigo que seguía llorando:

-         ¡Huyan, huyan todos! Abandónenlo antes que sea tarde. Saquen a los niños y a las mujeres primero. ¡Corran sin detenerse! Digan adiós a San Francisco y salgan de él. Estoy borracho... y lloro por mi paloma. Lloren por sus hijos y sus madres, lleven rosas a los muertos.

Cuando los gritos de Jacinto dejaron de oírse, los dos enamorados se encontraban abrazados, cubriéndose del frío y el miedo que les produjo la aparición del mendigo. No era la primera vez que lo escuchaban hablar en esos términos, sin embargo nunca lo habían visto a esas horas y en medio de aquella tenebrosa oscuridad. Olvidando por un momento lo que acababan de ver, los novios se entrelazaron nuevamente en románticos ósculos y abrazos de amor y luego partieron de regreso hacía el pueblo procurando no ser descubiertos. Para esos momentos Víctor se hallaba más que convencido de que Eugenia era el amor de su vida. Por eso al entrar en el pueblo la llevó a la iglesia y nuevamente, como lo había hecho en la mañana, le declaró su amor, pidiéndole que accediera a casarse con él.  La escena sería idéntica a la matinal, diferenciándose solo por la hora y las circunstancias, mucho más preocupantes a esas alturas. Sin embargo, para los amantes poco importaba que la luna no hubiese salido y que todo estuviese medrosamente oscuro; de hecho, estos acontecimientos sirvieron como herramientas poéticas a Víctor, que ajeno a todo lo que le rodeaba, no se abstenía de adular a su amada Eugenia. En las escaleras de la iglesia, donde soñaban hacer pública su relación, sentían que podía acabarse el mundo o podían acabarse sus vidas; nada de eso importaría, pues para ellos lo único valioso era su amor.

Las almas de San Francisco vivieron entonces una noche sin precedentes. La oscuridad, la luna renuente a salir y los cantos y lamentos de Jacinto, más fuertes y pavorosos que nunca, hicieron que el ambiente se llenara de angustia. Un total quietismo se apoderó del lugar y se respiraban soledad y silencio por doquier.

Cuando faltaban diez minutos para que fuera la media noche, nuevos sonidos despertaron a la población. En las calles se escuchaban los perros ladrar desesperados sin razón aparente; aullaban como pidiendo auxilio o queriendo expresarse. Los trágicos gañidos de los animales alertaron a los hombres que demasiado tarde salieron en busca de ayuda. La tierra  estremeció sin compasión el pueblo que había sido peculiarmente condenado, y un cataclismo sísmico arrasó con el lugar entero. Las casas se tambalearon airadamente y sus ocupantes no hallaron refugio. La furia natural bramó con poder, haciendo veraces los dichos premonitorios que con pasión se proclamaron. En su último día San Francisco vivió sin futuro,  despidiéndose del sol y añorando la luna; tristemente, ni siquiera tuvo tiempo de llorar su propia calamidad.

FIN

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