La mosca revolotea sobre mi cabeza. Después me sigue o la sigo,
no sé. Aunque en los registros bíblicos funge en el cuarto orden de
las plagas de Egipto, no me permito desdeñar la esencia razonable
de su existencia. En otro sentido, no me resulta peor compañía que
la de cualquier otro viviente, porque la estimo casual, casi imaginaria.
En conjunto, la ciudad poseía un aura de impasible bazofia y los moradores cierto aspecto mimético, todo dentro de lo ajeno y hostil de un lugar impropio. Lo penoso de encontrarse en un clima tal era la sensación incómoda por demás de no ser parte de la atmósfera, de ser un poco intruso, un poco otra cosa entre el frío, la jaqueca y la comezón en la zona del occipucio, por lo que le figuraba al hombre infiltrarse más adentro, por las batientes cancillas, apartar el velo escarlata de más allá hasta el abismo dantesco de una sala en penumbras y una bombilla roja de vigilia queda.
Me miran en forma extraña, como si no fuese uno de ellos, como si
su mundo no fuese también el mío, distantes del zumbido asiduo del
insecto en el mar de sombras.
El lugar en sí era simple: una amplia estancia en la parte baja de una vetusta mole de cantería, con un telón de video al fondo y cómplices pasajes en los linderos. El ambiente, sórdido, oscuro, humoso, cargado con la nicotina que se filtraba enervante en los poros y en las ropas. El mórbido público compuesto por jóvenes proclives y trémulos vejetes, parecía cada vez más inalterable. Para el hombre era como haber irrumpido en un singular tipo de ayuntamiento espontáneo, familiar, porque todos llegaban de a poco, se saludaban calurosamente, algunos (muchos) a besos, conversaban, se sentaban unos, otros deambulaban como fantasmas ondeando la nebulosa sincronía. Por momentos había la impresión de que nadie atendía el filme ocupados como estaban en el propio ejercicio de su líbido a cuenta del efecto visual encallado en el subconsciente, adoptaban entonces afectados ademanes, gestos e inclinaciones de voz, torpemente logrados. En cambio, el hombre permanecía tenso en su silla plástica mirando el decurso de la explícita sicalípsis de la cinta de turno mientras la lumbre de intensidad discontinua de la pantalla se incrustaba en sus neuróticas pupilas.
No soy parte y, sin embargo, o tal vez por lo mismo, no abandonan del
todo su interés en mí, muy a pesar de que, después de algún rato, ya no
represento una rara novedad, pues me miran de soslayo, y en esa percep-
ción insospechada descubro también el reflejo metálico del díptero desli-
zándose en variantes irregulares sobre la luz de las escenas para luego per-
derse en la espesura de los pasillos laterales.
Lo escabroso de la trama no estaba implícito en los actos, sino en la actitud deliberada del personaje ataviado de cuero color carbón brillante, en la fuerza desplegada en sus inexpugnables acciones, en el recio músculo de su carácter, socavando la débil resistencia de las damiselas en un cerrar y abrir de muslos, los dedos atenazando los brazos sin fuerza, los besos impúdicos mojando la piel por encima de los hombros, las cargas disparejas, el pubis resignado, teatro de los sentidos despojados de sentimiento o de los sentimientos sin sentido, territorio íntimo en su expresión más trivial, donde el amor no ostenta ningún remoto asidero sino sólo las obsesiones, los traumas y las culpas reprimidas largo tiempo formando, juntos, ovillos interminables de humo, risas, jadeos y bandas sonoras.
¿Por qué de pronto la idea de telaraña en el tacto? ¿Por qué aún el bicho
planea dentro de esta bruma viscosa como un visitante inesperado o, por
algún motivo inimaginable, justamente aguardado acaso? Por eso huye,
lo sé, de los ojos escudriñadores hacia los pasadizos inciertos.
El hombre optaría por moverse en el negro cerrado de los corredores contiguos, con el sigilo de quien sigue un rastro probable, quizás un deleznable sino, cruzando por cubículos amoblados y silenciosamente ocupados por furtivas siluetas hasta lo profundo de un recoveco sin nadie donde se insinuaba reinante, aunque febril, pero dueño por completo de la oscuridad que lo enredaba, libre por fin del pertinaz oteo de los otros. Transportado a la monomanía del ardor incontinente, cerraba los ojos en un gesto significativo de abandono y de escape, de libertad y de búsqueda, aquiescente ambivalencia del otro lado de las cosas.
El ronroneo del hexápodo me revela su presencia, muy cerca, muy suya,
pero su sorda voz se va disipando, la siento, ahogándose mínima en el en-
trevero.
Una fuerza descomunal infligida desde atrás le saltaría los párpados, sujetándole los brazos sin piedad. De pie y transpirando, sentía el glutinoso roce del cuerpo vestido de cuero apretándose a su espalda, y la humedad labial en su cuello maleaba sus instintos. La carga opuesta le resultaba inútil ante el macizo contrapeso, de modo que alcanzaba a ver perfilados los rostros curiosos y a percibir las manos multiplicadas que como enjambres de arañas lo desnudaban, lo palpaban, lo despojaban de sí mismo. El fulgor repentino de una linterna le mostraría en un lacónico instante la vívida agonía de la mosca capturada en el rincón por la acerada dragline de la viuda negra, y recordaría entonces el poema de Emily Dickinson en el mismo lacónico instante en que, sacudido por el espasmo súcubo de los genitales, le florecía la vulva y los pechos se erigían altivos, tensando el filamento dérmico que definitivamente lo fijaba, poseído, en el orbe fáctico de una convicción secreta bajo la telaraña.