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"Las bombillas de las lámparas encienden gracias al hechizo maligno que una bruja vertió sobre las delicadas hadas de los bosques obligándolas a permanecer encerradas dentro de ellas hasta cumplir un cierto número de horas de sueño. Cada vez que encendemos la luz, las obligamos a despertar. En realidad, la luz mana de la energía de cada hada y las chispas que salen de sus cuerpos. Por eso, no debemos encenderlas innecesariamente pues estaremos retrasando la libertad de estos pequeños seres que lo único que desean es volver a su vida silvestre y mágica..."

"Las gotas de lluvia que caen vigorosamente son las lágrimas de un viejecillo que vive sobre una nube viajera. Busca incansable el amor, le han dicho que su otra mitad siempre está viajando. Toca el chelo llevando su música a cada rincón del planeta. Pero, cuando llega a donde le han dicho que tocará, ella ya se ha ido a otra parte. Comenzó su búsqueda a los 18 años, ya tiene 1,194 cumplidos y aún no consigue verla. No la conoce físicamente, pero en los pasillos del sueño sí que se encuentran. Bailan, platican, se acompañan, dedican cada minuto a amarse. Disfrutan de los atardeceres mientras él se recuesta en su nube y ella, amorosa, toca el chelo solo para él. Pero, cuando despierta y se descubre solo, es tal su tristeza y melancolía que no puede dejar de llorar, su llanto es tan copioso que se desborda de la nube y comienza a caer sobre las casas, los bosques, las calles y las plazas contagiando a las personas que llegan a mojarse. Por eso, la lluvia rememora los amores perdidos, trae consigo nostalgia y añoranza, y los que se aman se sientan juntitos y abrazados prometiéndose uno al otro, no separarse jamás..."

"El cielo se obscurece porque una mujer hermosa tiende sobre él su manto negro opacando la luz del sol. Esta prenda está bordada con diamantes luminosos que centellean sin cesar. Ella es una madre que murió muy joven dejando a sus hijitos huérfanos. Cuando llegó ante El Señor, éste le ofreció concederle un deseo antes de enviarla al paraíso como premio a la bondad y el amor volcado a lo largo de su vida. Pidió que cada 12 horas le permitiera extender en el firmamento el manto que llevaba puesto al morir para que sus pequeños sintieran el consuelo de su presencia y supieran que, aunque fallecida, siempre estaría cuidándolos. Los hijos sentían paz en sus almas cada que la noche llegaba, porque experimentaban el cobijo y protección de su madre. Vivieron su vida y partieron a reunirse con ella después de una larga existencia, pero El Creador, pidió a la madre que continuara desplegando su manto, ahora, para confortar a todas las personas que perdían un ser querido, a los niños desprotegidos, los ancianos solitarios, los enfermos, los hambrientos, los que sufren. Pues al mirar la luz de los diamantes en el cielo negro, sabrían que siempre hay claridad, aunque la pena sea enorme..."

Estas historias, entre mil fantasías más bordaron mi infancia haciendo de mi la niña más feliz del mundo. Mi madre tenía una capacidad infinita para dar respuestas como estas a cualquier pregunta que le formulara en medio de mi avidez por saber la causa de todo lo que me rodeaba. Me fascinaban tanto sus explicaciones que cada que podía la bombardeaba con más interrogantes inventadas para escuchar esos cuentos estupendos que me llevaron más de una vez a aterrizar en el plano real las fantasías sembradas con tanto afán.

Esto, no era bien visto por mi padre. Quién constantemente la reñía y reclamaba por hacer de mi una persona poco realista.

-Pero por Dios -replicaba mamá- Cuando crezca ya tendrá oportunidad de sufrir las injusticias y darse cuenta de que la vida es más dura de lo que parece. CUANDO CREZCA -remarcaba- Ahora es una niña. Déjala ser feliz.

-Le estás haciendo daño con tus locuras. La estás volviendo igual de excéntrica que tú.

-¿Y acaso no fueron esas “excentricidades” las que te llevaron a enamorarte de mi?

-Claro -contestaba él- Pero esos fueron otros tiempos.

Entonces mamá se sentaba muy seria a tejer medias de lana para los niños pobres bajando la cabeza para que no nos diéramos cuenta de que tenía los ojos enrojecidos. Cuando papá salía de casa. Yo corría a su lado sentándome en el piso para recargar mi cabeza en sus rodillas y mimosa le pedía:

-¿Tú sabes por qué las mariposas tienen alas?

Se le iluminaban los ojos humedecidos y con total entusiasmo comenzaba a hablarme de seres diminutos que vivían entre las ramas de los árboles y duendecillos que los alcanzaban con sus varas mágicas para que dos alas soberbias, del color de sus auras se desplegaran de sus espaldas. Los hombrecillos levantaban el vuelo presurosos, felices, disfrutando el aire que soplaba sobre sus caras, sintiéndose plenos y libres...Y mamá volvía a ser feliz.

Un día, papá no regresó del trabajo. Y al siguiente, sus cosas desaparecieron misteriosamente mientras mamá y yo visitábamos a la abuela. La encontré sentada en su mecedora, con sendas lágrimas resbalando por sus mejillas y la frustración reflejada en el rostro. Me senté en el piso, como hacía siempre, y recargando mi cabeza en sus rodillas le pregunté:

-¿Por qué Dios permite que las madres lloren?

-Las madres tenemos la obligación de llorar porque por cada lágrima que cae de nuestros ojos un diamante nuevo se forma dentro de la tierra. Y como el manto que cubre el cielo por las noches se desgasta demasiado, hay que reponerlo y bordar nuevamente diamantes, no todos se pueden volver a utilizar. Las lágrimas de las madres son las más puras que hay. Desde el momento en que sabemos que llevamos un nuevo ser dentro sentimos la mano de Dios en nuestro regazo y es tanta la emoción de ser tocadas por él, que lloramos, y lo hacemos también cuando el bebé alojado en nuestro interior nace, y nos conmueven sus primeros pasos, el escucharlo llamarnos: “mamá“, cuando habla con su propio vocabulario “chiquito”, sus primeras letras...

-interrumpió su relato porque el llanto no la dejaba continuar. Y acariciando mi cabello continuó- Y lloramos de felicidad cuando nuestros hijos recuestan su cabecita en nuestro regazo y nos obligan a darnos cuenta de que si fuimos capaces de dar vida a un ser tan maravilloso, podemos enfrentar cualquier cosa que venga.

No hicieron falta más palabras ni explicaciones. Mi vida continuó igual que siempre. Llegaba del colegio y la encontraba en su mecedora tejiendo sus calcetas de lana a toda velocidad. La comida siempre estaba lista y calientita, esperando mi llegada. Nos sentábamos a comer, pasábamos la tarde juntas, por la noche salíamos a caminar con el pretexto de ir a comprar el pan y después de cenar, me iba a dormir contenta, llena de historias dulces, con una sonrisa en los labios. Al rezar, agradecía siempre a Dios por haberme dado una madre tan buena como la que tenía. De mi padre, jamás volvimos a saber, nunca lo mencionamos de nuevo y tampoco nos hizo falta. El amor que nos teníamos era tan grande que hasta se desbordaba por las ventanas de la casa.

Jamás me preocupé por cómo le habría hecho mamá para sufragar los gastos, pagar el colegio, los paseos dominicales, la comida, la ropa, en fin. Yo estaba acostumbrada a simplemente...disfrutar la vida. Pasaron los años, me convertí en mujer y estaba en el dilema de no saber a qué dedicar mi vida. Para entonces, mi madre, mucho más avejentada, ya no tenía la vitalidad de mi infancia pero seguía colmándome de fantasías y continuaba haciendo calcetas de lana sin parar.

Un día, caminando por la calle, pasé por la plaza y me llamó la atención ver gente reunida, parecían muy entretenidos. Me acerqué para ver qué pasaba. Cuando pude hacerlo el corazón me dio un vuelco. Mi madre, sentada en una silla, les explicaba por qué manaba el agua de la fuente que decoraba el centro de la plaza. Con su característica narrativa, les relataba una historia llena de magia, de ilusiones y de sueños divinos reforzando sus palabras con muñecos que iba sacando de una caja junto a ella ¡hechos con medias tejidas de lana!. Al finalizar su cuento, vendía los muñecos y mucha gente le daba monedas y billetes extra por la belleza de sus relatos.

Me senté en una banca a llorar sintiéndome egoísta. Todo ese tiempo pensando en mi misma, vistiendo ropa bonita, sin que nada faltara a la mesa mientras mi madre pasaba las mañanas ganándose la vida inventando historias y fabricando no sé a qué horas esos muñecos de lana.

Cuando llegué a casa, salimos a caminar como siempre para comprar el pan. Pero jamás volví a verla con los mismos ojos. Ahora, además del profundo amor que sentí siempre por ella, también había admiración, idolatría, vergüenza conmigo misma, y un respeto monumental a su perseverancia, su fuerza, su carácter.

Nunca la escuché quejarse, jamás supe si en casa faltó o no el dinero, ni siquiera recuerdo haberla visto enferma. Mi madre era una gran mujer y yo dedicaría mi vida a hacer de sus últimos años los más maravillosos, tanto, como la infancia irreal y fantástica que me había brindado ella y que, en cierto modo, le había costado hasta el matrimonio.

Me dediqué cada noche, mientras ella me creía dormida, a transcribir cada una de sus historias para perpetuarlas, porque no me parecía justo que se borraran con el tiempo y que las palabras se difuminaran poco a poco perdiéndose en el olvido. Cuando terminé, las llevé a una editorial. Prácticamente enloquecieron con los cuentos de mamá.

Esa navidad, debajo del árbol aparecieron sus historias impresas en libros con pastas de terciopelo y letras doradas bordadas anunciando: “El mundo mágico de mamá” por: Emilia Rosales. Como podrán imaginar, contribuimos con muchos diamantes nuevos bajo tierra. Nunca la vi tan feliz como aquel día. La gente amaba sus historias y el éxito que obtuvo fue apoteósico.

Aún cuando, ahora era una mujer adinerada gracias a las regalías y publicaciones de sus relatos, cada que pasaba por la plaza la veía rodeada de gente que, absorta, la escuchaba y compraba sus muñecos. Comprendí que no podía arrebatarle su mundo prodigioso y que el compartir sus ficciones directamente con las personas era una necesidad particular más que económica.

Era una mujer tan dulce, que terminó enfermando de diabetes y perdió la batalla. Cuando, postrada en cama, me acercaba a ella arrimando una silla, me gustaba inclinarme para apoyar mi cabeza en su regazo.

-¿Por qué enferman las madres?- pregunté un día

-Las madres enfermamos- respondió con su voz apagada- porque debemos partir hacia el cielo para consolar y mimar a los infantes que han muerto prematuramente dejando en este mundo a sus progenitoras llenas de dolor. A medida que ellos estén felices allá, las madres acá encontrarán resignación. Creo que un pequeñito muy travieso ha llegado al paraíso y los está poniendo a todos de cabeza. Y deberé encontrarme con él pronto para distraerlo con mis cuentos. Después de todo, tú ya eres toda una mujer, independiente, hermosa, exitosa...

-Y feliz. Inmensamente feliz gracias a la magia que le regalaste a cada uno de mis días- Respondí.

Mi madre murió una tarde lluviosa de agosto. Su cuerpo estaba cubierto con un mantón de seda negro bordado con piedritas luminosas que hacían las veces de diamantes. No se fue sola, junto a ella coloqué todos los muñecos de calceta que encontré escondidos para que en el más allá también pudiera relatar sus fantasías. ¿A qué dediqué mi vida?. Mientras ella vivió, a adorarla y cuidarla. Ahora que murió, a enaltecer su recuerdo mientras la imagino sentada en una nube rodeada de cientos de ángeles que, atentos, escuchan sus palabras llenas de encanto, de ensueño y de esperanza.

Elena Ortiz Muñiz

 

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