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El amor de uno, los sueños de aquel, ¡ ah¡, los pensamientos del otro; Todo confluía en una misma sensación, que se podía sentir por los aires, pues volaba fácilmente entre los cuerpos incinerados y los pastos amarillos de la muerte. Se vertía por los ojos sin vida, y luego salía por una oreja con más recuerdos, sueños y fantasías. Era suficiente para crear una nube torrencial e inmensa que abarcó no-solo el campo de batalla sino el mundo entero, que respiró la acumulación de todos los sentimientos perdidos y truncados. Iván respiraba de esta nube, y en cada bocanada de aire sentía que sus células querían dejarlo para formar parte de esta gran sociedad.

Entonces, abrazado de su bayoneta y lloriqueando como un niño, se paró sostenido de un arma enemiga y vio que de su batallón no quedaba ni el rastro. Estaba sucio, el barro del piso se le había impregnado por todo su rostro y se le había colado por entre su herida. Le dolía, pero era un dolor inconsciente, no lo sentía, era tal vez por que se estaba muriendo. Vio el vástago fúnebre de la guerra, vio la realidad infructuosa de la muerte, notó en los pájaros sin vida que la tierra se vestía de sangre, cada vez que el hombre se sentía absurdamente dueño de sí mismo.

Nada había que dado en pie, las cascadas cercanas habían cesado de llevar agua y ahora traían el rumor breve de la sangre. Solo quedaba el silencio, triste y postrimero. Y él abandonado ante su suerte, muerto ya quizá por el destino, compañero fortuito de la soledad, estaba a punto de morir. Pensó en su madre, en su hermana, en su ya viejo padre, en su novia; la guerra le había quitado el derecho de volverlos a ver.

¿ Que sería de sus sueños?, Siempre había querido ser un gran escritor, hasta que llegó el día en que reclutaron a todos los jóvenes engañándolos diciéndoles que iban a pasar aventuras sin igual. Aunque era la verdad, por que la muerte es un acontecimiento finito y único. De repente sus piernas se hicieron débiles, y se doblaron hacia dentro haciendo caer la bayoneta y dejando a Iván en una posición de enfermo. Aún de pie, sus rodillas no respondían y sus dos manos eran ahora ocupadas por ese punzón hiriente en el vientre. Ese punzón, que hizo que su rostro de encogiera de dolor y que fustigara un grito místico y triste.

 

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