Aquella imperfección terminó por exasperarlo, y continuó la lectura en voz baja, casi humillado. Y mientras leía comenzó a padecer una extraña sensación: la de una presencia, algo que le quemaba la nuca con su mirada. Intentó evadirlo con sus ojos pegados en el libro todavía, aunque su cuello se endurecía para no girar y ver qué cosa habitaba el departamento infructuosamente. Pero en un arranque de ira, o tal vez de miedo, cerró con fuerza el texto, de modo que las páginas al golpearse entre sí hicieron un ruido potente, y callaron (o cayeron) en el silencio del abandono. Había decidido mirar hacia atrás, hacia la parte exterior del dormitorio que limitaba el living, y su vista atravesaba su espacio, observaba la disimulada cocina, luego el rincón abandonado de la casa, el piso de madera. Permaneció un momento con la mirada tiesa, en dirección al cuarto de dormir, pero observando el suelo, como si le pesara la cabeza o se negara a erguirla debido a alguna maldición lejana. Para darle suspenso, fue alzando los ojos detenidamente, sus pupilas acariciaron un suave marco primero, luego el muro blanco, tan blanco y liso como siempre (en un comienzo con serenidad, mas finalmente con atrevimiento que parecía dolor), repasó todo el ambiente, con frenesí. Nada. El vacío frecuente. Experimentó un agradable alivio al saberse solo, aunque fueron varias veces más las que decidió vigilar el lugar. Bebió más tarde su whisky escocés: doble, esta vez.
Nuevamente, cuando tomaba ya su trago, oyó un chasquido. Ahora se había producido con más claridad que la anterior, y no le quedaban dudas de otra presencia en la habitación. Más alterado que nunca giró la cabeza, con tal agresividad que hizo que su cuello sonara y le produjo un profundo malestar. Los ojos se le escapaban del rostro, pero otra vez se descubrió solo. Una risita nerviosa flotó de entre sus labios. Fue necesidad servirse su refinado whisky, aunque quedaba poco y tuvo que mezclarlo con uno nacional. Con la manga de su camisa se limpió la nariz sucia. Tuvo que aspirar los mocos que ya le caían hasta el bigote y, entonces de un trago, vació el contenido de su copa. Lo único que llamábale la atención era una diminuta mancha negra, quizás de humedad, que nacía de la pared del dormitorio. Más tranquilo (no por haber controlado completamente su ánimo sino en realidad por el alcohol) buscó algunas herramientas con que quitar aquella mácula y distender su cuerpo y mente. Pero todo cuanto intentó hacer por eliminarla fue en vano: la odiosa figura mal delimitada parecía poseer el grosor mismo de la pared. Agitado, comenzaba a sudar, y la fiebre colaboraba. En medio de frases delirantes que pronunciaba riendo o llorando (no se advertía bien), se arrancó la camisa, arrojando la corbata de seda al piso. Jadeaba de rabia mientras sacudía el brazo. Tenía en él una lija gruesa, que lo poco que lograba era hacer polvo y más polvo y producirle una profunda tos. Casi tan profunda como el agujero que comenzaba a notarse en el particular tabique. Primero el polvillo era blanco, como las capas de pintura que ocultaban el muro, y luego fue marrón para pasar velozmente al naranja puro que se extrae del corazón de un ladrillo. Pronto el suelo y los cristales de las ventanas quedaron ocultos por la suciedad que emanaba del rasqueteo.