Aquella mañana, Enrique se levantó temprano como siempre. Aún tenía sueño cuando se fue al baño; tomó una ducha, se cepilló y se afeitó el lampiño bigote. “El agua está helada”, se dijo. Se vistió con su uniforme y al final se colocó la insignia; luego fue a la cocina.
Tomó una rodaja de jamón del refrigerador y se preparó un sándwich. No le gustaba tener el estómago vacío. Como estaba apurado, se preparó una tibia taza de café. En esto consistía su desayuno diario. Fue luego a ver a su madre. Ella dormía aún: tendría turno de tarde en el hospital. Su padre estaba de guardia y le había dejado la noche anterior su pasaje. Se despidió cariñosamente, sin despertarla. “Ya me voy, mamá”, susurró.
Enrique cogió los tres soles y salió de casa. Al salir, una vez más se topó con aquel vagabundo perro. Éste era un can de raza vulgar, muy inquieto y que atacaba sin razón. La semana pasada había intentado morderlo y él tuvo que protegerse con su mochila. Pero ya sin miedo, tomó una piedra del suelo y caminó rumbo al paradero. El perro lo vio y avanzó hacia él, con una agresiva expresión. Enrique levantó su arma. “Ven, animal de mierda”, pensó y lanzó el proyectil. Dio resultado: el perro retrocedió. Él aprovechó el momento y subió al microbús.
Al subir, miró a los pasajeros. Lanzó una de esas miradas que siempre lanzan los que entran a un lugar, miradas de inspección. Y fue cuando vio al fondo a Rosemary, su compañera de estudios. Su corazón latió más rápido: Estaba enamorado de ella desde que se matriculó en el mismo salón, en el primer año de media. Siempre la veía en clase y siempre se enamoraba más. Rosemary lo miraba indiferentemente, para ella sólo era un compañero más. Y él sólo le había hablado en menos de una ocasión.
Enrique se quedó contemplándola durante todo el viaje. Hasta se olvidó del frío y de que había olvidado su casaca. Sin embargo, cuando ella le dirigía una mirada de vez en cuando, él desviaba la suya a otro lado.
El suspirante viaje llegó a su fin. Rosemary bajó del pueblerino vehículo y detrás de ella, Enrique. Caminaba despacio pues pensaba que irían por la misma vereda. Pero ella cruzó la pista y corrió a encontrarse con una de sus amigas. Resignado, Enrique avanzó hasta el colegio. Al llegar, mostró su libreta al vigilante y éste lo dejó pasar. Después llegó a su aula y saludó a su amigo.
- Hace frío hoy ¿verdad? –dijo Enrique
- Bastante. –respondió su amigo
- ¿Hay alguna tarea para hoy?
- No, que yo sepa.
Sonó el timbre. Todos los alumnos salieron al patio a formar. Hacía frío y ellos estaban ahí parados, algunos tiritando. Luego vino el auxiliar y les dijo que no iba a haber formación debido al clima. Así que todos regresaron a sus aulas.
Ya en el aula, Enrique volvió a mirar a Rosemary. La contemplaba como si fuera la única mujer del mundo. Y para él, lo era. Siempre soñaba, juntos de la mano, caminando por el parque, yendo a ver las exposiciones culturales en la casona Orbegozo; luego él la invitaba a comer algo en la “San Agustín”, llegaban a su casa y en la puerta ella a punto de darle un beso. Esta vez algo lo despertó.
Llegó el profesor de Matemática. Estaban ya cerca los exámenes finales. Todos se pararon saludaron. El profesor también saludó; y enseguida escribió el título de la clase en la descascarada pizarra. Dicha clase se desarrolló sin novedades. Cuando acabó la hora pedagógica, sonó el timbre invitando a salir al recreo.
Es típico ver en todo colegio un kiosco. Pequeños, algunos más abastecidos que otros y con alguna propaganda comercial de algún producto chatarra, es inevitable pasar por ahí y no sentir hambre.
- Déme una oferta. –dijo Enrique
- ¿Con jugo o con gaseosa? –preguntó el dueño
- Con gaseosa.
La “oferta” era un sándwich de pollo y un vaso de gaseosa o jugo, según lo prefiera el consumidor. La llamaban así porque el sandwich único costaba sesenta céntimos, pero con la “oferta” se pagaba un sol y además de la bebida, se ahorraban diez céntimos.
Enrique comió y luego fue al baño a orinar. Seguidamente sonó el timbre anunciando el fin del recreo.
Todos los alumnos entraron estrepitosamente, cual manada de reses al camal. Dentro se escuchaban risas, traqueteos de carpetas y gritos. De pronto todos se callaron: entró el director. Este era un personaje serio y corpulento, pocas veces se le veía sonreír. Su mirada reflejaba soledad y a veces odio. Odio como si tuviera celos de la juventud porque él ya era viejo.
Ordenó a los alumnos tomar asiento. Después comenzó a repartir unas hojas por cada una de las columnas. Al terminar, se paró muy recto delante de la pizarra. Recién saludó y empezó a hablar, lanzando su típica mirada:
- Jóvenes, buenos días. Les vamos a tomar una prueba “sorpresa” de aptitud académica. Estas cien preguntas tendrán bastante peso en sus calificativos generales y nos darán una idea de cuán bien avanza el colegio. Además el mejor alumno será colocado en un cuadro de honor al lado de la puerta de la dirección. Recuerden que al estudiante que cometa plagio le será anulada la prueba y recibirá una muy fuerte sanción. Bueno, los dejo en compañía de un profesor. Permiso...
“¡Carajo, qué sorpresa!”, dijo Enrique. El profesor alcanzó a los alumnos una hoja de respuestas similar a la que usan los postulantes a la Universidad Nacional de Trujillo. Luego guardó las hojas sobrantes en un fólder y se quedó de pie. Los alumnos comenzaron a trabajar.
Enrique resolvía la prueba muy aprisa y pasaba una a una las preguntas junto con el tiempo. “Se deduce del texto... son sinónimos de... el término excluido es... el orden correcto de los enunciados es... el área de la figura es... el resultado al efectuar la operación es... son proposiciones moleculares... la formalización correcta es... dados A y B, hallar C...”. Rosemary en cambio, estaba quieta y con la mirada fija en su hoja de respuestas.
Casi al terminar el tiempo del examen, ella empezó a escribir rápidamente. Enrique la observaba sorprendido; hasta que algo pasó...
El profesor que celaba como cazador a los alumnos, de repente tocó el hombro de Rosemary y le quitó de sus manos un pedacito de papel. Era una “ficha”. Luego le susurró algo al oído y le quitó su hoja de respuestas. Avanzó hasta la pizarra y dijo:
- He aquí las consecuencias del plagio, alumnos. Esta señorita quiso pasarse de viva y engañar a todos. En un pequeño papel tenía escritas las claves del examen y las iba a copiar. Pero ahí entré yo...
Ahora me veo obligado a llamar al director.
“Pobre, mi niña”, dijo Enrique sin importarle que lo oigan los demás. Ellos estaban sorprendidos y más de una mirada iba a dar a la bella cara de la joven. Ella se cruzó de brazos y bajó la cabeza.
Fue entonces cuando llegó el director. Entró muy molesto y casi gritando pidió explicaciones al profesor. Luego se acercó al sitio de Rosemary y secamente le dijo:
- Lo lamento, jovencita. Usted ha cometido un acto de lo más bajo y ruin. ¿Ve esta hojita? ¡Esto es una farsa!... Voy a anular su prueba y hablar con sus padres. Será sancionada con una semana de suspensión y su matrícula le será condicionada para el próximo año. ¡Se lo aseguro!
Ante esto, Rosemary no pudo contenerse más y empezó a llorar. El director la miraba satisfecho, sintiendo placer de haberla hecho llorar. Hasta que Enrique hizo algo...
- Disculpe, señor director –dijo-. Mi compañera no tiene nada que ver en este asunto. Aquel papel... aquel papelito era mío... yo soy el autor del plagio. Mi amiga sólo actúo como mediadora pues el papel debía llegar a otras manos. Soy honesto al decir esto y puedo asegurarle que Rosemary no tiene culpa aquí. El culpable... el culpable soy yo.
Rosemary levantó la cabeza. Su amigo y los demás alumnos se volvieron para mirar a Enrique. Ahora las miradas de asombro y condena eran para él. Entonces el director dijo:
- Muy bien, joven. Reconozco que es muy valiente al confesar su crimen. Esta señorita hubiera sido castigada injustamente. ¿Se da cuenta de lo que ha cometido? Pues ahora la sanción será para usted y ya hablaremos muy seriamente luego. En lo que respecta al examen, quedan veinte minutos más.
Después el director devolvió la hoja de respuestas a Rosemary, no sin antes bajarle cinco puntos. Seguidamente, avanzo hasta Enrique y le quitó la suya. Su compañera volteó a ver a quien le había quitado la condena. “Ese castigo era para mí y Enrique se ha sacrificado. Él me quitó mi lugar y aún así está tranquilo. ¿Por qué lo hizo?”, pensó.
Enrique no bajó la cabeza y esperó el fin del examen con calma. Hasta que el tiempo terminó. El director pasó por todas las filas, recogiendo las hojas de respuestas. El profesor abrió la puerta del salón y todos los alumnos salieron. Todos menos Enrique, el director se lo prohibió.
- Usted se queda. –le dijo
Rosemary fue la última en salir. Se quedó observando al usurpador hasta que la puerta del aula se cerró, las cortinas se cerraron. Ella sentía remordimiento; esperó un poco pero luego se retiró. Dentro del salón se oyó un grito y después murmullos. Afuera hacía frío...