—Mario, han venido a buscarte.
La mujer mira al hombre con ojos de pavor. El miedo, ese gusano que le devora a uno la entereza, sacude a Mario.
—¿Qué querían?
—No lo sé. Sólo han dado recado de que te presentes en la Hacienda de Don Matías.
—Quizá sea éste el momento de esconderse en el monte.
Después de años de curtirse en la desaparición de vecinos, el coraje de Mario flaquea.
—María, recoge lo más imprescindible. Nos vamos.
—¡No!
La mirada de ella encuentra un espejo en el semblante de su consorte, ambos intercambian su miedo a través de unos ojos turbios por el terror; pero, aparte de ese pánico compartido, hay una extraña determinación en la disposición, en el gesto, en la actitud de la mujer.
—No hay lugar al que podamos huir. Ve a ver que quieren. No has infringido ninguna ley, no te harán nada.
Mario abandona su vivienda arropado por el fulgor de una luna creciente, cruza el pueblo en la tenue oscuridad y se interna en el campo. A lo lejos se perfila la Hacienda, en la noche clara.
El patio de la Hacienda, con sus cuatro glorietas engalanadas de hiedra erigiéndose en cada uno de los cuatro puntos cardinales, recibe el paso indeciso de Mario sobre un pavimento cuadriculado. Perdidos en aquel concreto trabado de cuadraturas, y después de una jornada de sol a sol en el cafetal, los trabajadores de Don Matías representaban las diversas figuras de un juego, cuyas reglas solo los señores dominaban. Ataviados para diferenciarse de una pieza a otra, o con los mismos aperos de labranza utilizados como distintivos, peones, torres y alfiles se movían al capricho de Don Matías y su esposa o de los invitados de turno.
Con el caminar acobardado, el campesino avanza por el tablero de ajedrez en dirección al pórtico colonial, con la misma fatalidad de un peón al encuentro de la trayectoria de un alfil. Dos centinelas le esperan. Tras un cacheo es conducido a las bodegas de la mansión. Allí, en un laberinto de toneles, cuelga de un gancho contra una pared desnuda el cuerpo desvalido de una muchacha, a través de una cuerda atada a sus muñecas. La chica, vestida de olivo, permanece encapuchada con una bolsa de plástico por cuyos bordes se adivina una cabellera hermosa.
—¡¿Mario Hernández Mellado?!
Sobresaltado, gira sobre si mismo para descubrir la figura resuelta de un oficial, surgida de entre las barricas de ron.
—Yo… Yo mismo. Señor –consigue articular.
—Mario.
El oficial se aproxima, le observa amigable, le sonríe, le coge por los hombros, estrechándole. Mario besa su uniforme. El militar rodea el cuerpo del labriego con brazos marciales, abrazándole con suavidad paternal.
—¿Qué hay que hacer con la gente que se mete a la guerrilla?, ¿está bien lo que hacen?
—No. Claro que no.
Un sudor frío invade la frente de Mario. Se sabe víctima de un juego cruel, un juego que entiende tan poco como aquel que se veía obligado a jugar, después de largas peonadas en el cafetal.
El oficial se separa de él.
—Entonces, ¿hay que dejarla libre o hay que matarla?
Mario comprende la normativa del juego, debe elegir entre su vida o la de la chica. Si se niega a sentenciarla, los dos morirán.
A pesar del aturdimiento, la mujer de uniforme se estremece. Su cuerpo, levantado a peso por la fuerza del gancho, oscila en el aire como un pedazo de carne en la cinta transportadora de una sala de despiece. A través de la inconsciencia del sueño, el recuerdo de un consejo acude a la mente de la detenida. Un consejo que ha enraizado y florecido en su cabeza desde el día de su captura.
Un torturado se lo contó una vez: “No es sólo una cuestión de infringir dolor físico, el torturador no se conforma con la rendición de la carne, quiere de ti algo más que la información que puedas suministrarle; pues, ése es un tema secundario que viene por sí solo. El torturador quiere mucho más, quiere arrancarte esa resistencia última que hace de ti un ser pensante y libre. Quiere tu alma”.
“Hay que retrotraerse hacia recuerdos fuertes, positivos o no, atrincherarse tras la barricada de un mundo propio, aferrarse a él y vivirlo como en el mismo instante en que sucedió. Solo así se consigue huir del horror, de la penuria que el atormentador somete a la mente y al cuerpo”.
Alina tiene cinco años y es una niña feliz. Su padre le ha confeccionado una cometa con una simple tira de plástico y una cuerda de fibra. Esos mismos plásticos que se utilizan para cubrir el banano en su maduración y que, una vez desechados, el río transporta al mar para acabar de sucedáneo de medusa en el estómago de una tortuga.
La niña brinca descalza por un prado enlomado; tras ella, suspendida en el aire, la birlocha se agita en su intento por zafarse del hilo que la mantiene presa. Mecida por la brisa, voltea y se sacude cual pececito atrapado al extremo de una caña de pescar.
—Los catequistas os han emponzoñado el cerebro ¿Cómo puede mezclarse a Cristo con Marx?
Una descarga eléctrica corta su respiración. El dolor se esparce. Piel, músculo, hueso, se hermanan en una agitación como de metal fundido sumergido en agua.
—De las uniones antinaturales solo pueden surgir monstruos.
La chica siente que la voz y los movimientos del hombre junto a la picana, se aglutinan, se encarnan en el monstruo que siempre la ha acechado. El mismo ser deforme de su infancia que esperaba agazapado bajo la litera, dispuesto a materializar terrores nocturnos olvidados.
Acelera el trote por el prado en dirección a la cima de la loma, la cometa despliega nuevos giros en el aire en su pugna por escapar. La niña se detiene, observa el pedazo de plástico desgarrado y sonríe. Sonríe al volantín, al aire limpio de aquella remota mañana, a su padre. Un campesino afable que proyecta bajo la loma su risueño semblante hacia todas las cosas. Hacia la danzante cometa y hacia el jugueteo de su pequeña con el voluble temperamento del aire.
—¿Dónde están ahora esos curas con sus discursos subversivos? ¡Os han abandonado!
Siente un nuevo dolor, un dolor distinto. Una opresión en el cuerpo, un desgarro en el bajo vientre. La invasión se repite una vez y otra, y otra, y otra…
Recoge la cometa de imitación con su rudimentario sedal. Un último empellón de la brisa hace que el pedazo de plástico se adhiera a su cara. La funda del banano, la medusa de indigestión mortal, la improvisada capucha de un reo ahoga la respiración de la guerrillera. La mujer jadea, la falta de circulación sanguínea ha convertido sus miembros superiores en dos objetos inertes. Con los brazos esculpidos en piedra, despierta a la conciencia.
—¿Habrá que matarla, no? –insiste el oficial.
Mario también jadea, el frío sudor de su frente recobra ánimos.
—Claro que sí.
El militar despoja a la chica de la bolsa plástica. Pero la muchacha está ya lejos, muy lejos.
Alina sonríe a su padre desde lo alto de la loma.
—¿Puedo jugar un ratito más, papá?
—Claro que sí.
Cuatro, cinco disparos resuenan en la bodega, dispersándose el sonido entre los toneles preñados de ron añejo.
Alina observa el rostro de su padre, de repente parece demacrado, surcado de arrugas cinceladas por una honda tristeza. Pero ella es sólo una niña, no puede ni debe captar ciertos detalles de los mayores. Suelta de nuevo al aire el plástico desgarrado y corretea prado abajo con sus pies menudos, desapareciendo feliz tras la loma. Ya solo la humilde birlocha alcanza a vislumbrarse, en su obstinada batalla contra el viento y la carrera de la niña, unida a ésta por un hilo tan frágil como la vida.