La niña brinca descalza por un prado enlomado; tras ella, suspendida en el aire, la birlocha se agita en su intento por zafarse del hilo que la mantiene presa. Mecida por la brisa, voltea y se sacude cual pececito atrapado al extremo de una caña de pescar.
—Los catequistas os han emponzoñado el cerebro ¿Cómo puede mezclarse a Cristo con Marx?
Una descarga eléctrica corta su respiración. El dolor se esparce. Piel, músculo, hueso, se hermanan en una agitación como de metal fundido sumergido en agua.
—De las uniones antinaturales solo pueden surgir monstruos.
La chica siente que la voz y los movimientos del hombre junto a la picana, se aglutinan, se encarnan en el monstruo que siempre la ha acechado. El mismo ser deforme de su infancia que esperaba agazapado bajo la litera, dispuesto a materializar terrores nocturnos olvidados.
Acelera el trote por el prado en dirección a la cima de la loma, la cometa despliega nuevos giros en el aire en su pugna por escapar. La niña se detiene, observa el pedazo de plástico desgarrado y sonríe. Sonríe al volantín, al aire limpio de aquella remota mañana, a su padre. Un campesino afable que proyecta bajo la loma su risueño semblante hacia todas las cosas. Hacia la danzante cometa y hacia el jugueteo de su pequeña con el voluble temperamento del aire.
—¿Dónde están ahora esos curas con sus discursos subversivos? ¡Os han abandonado!
Siente un nuevo dolor, un dolor distinto. Una opresión en el cuerpo, un desgarro en el bajo vientre. La invasión se repite una vez y otra, y otra, y otra…
Recoge la cometa de imitación con su rudimentario sedal. Un último empellón de la brisa hace que el pedazo de plástico se adhiera a su cara. La funda del banano, la medusa de indigestión mortal, la improvisada capucha de un reo ahoga la respiración de la guerrillera. La mujer jadea, la falta de circulación sanguínea ha convertido sus miembros superiores en dos objetos inertes. Con los brazos esculpidos en piedra, despierta a la conciencia.
—¿Habrá que matarla, no? –insiste el oficial.
Mario también jadea, el frío sudor de su frente recobra ánimos.
—Claro que sí.
El militar despoja a la chica de la bolsa plástica. Pero la muchacha está ya lejos, muy lejos.
Alina sonríe a su padre desde lo alto de la loma.
—¿Puedo jugar un ratito más, papá?
—Claro que sí.
Cuatro, cinco disparos resuenan en la bodega, dispersándose el sonido entre los toneles preñados de ron añejo.
Alina observa el rostro de su padre, de repente parece demacrado, surcado de arrugas cinceladas por una honda tristeza. Pero ella es sólo una niña, no puede ni debe captar ciertos detalles de los mayores. Suelta de nuevo al aire el plástico desgarrado y corretea prado abajo con sus pies menudos, desapareciendo feliz tras la loma. Ya solo la humilde birlocha alcanza a vislumbrarse, en su obstinada batalla contra el viento y la carrera de la niña, unida a ésta por un hilo tan frágil como la vida.