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Cuando por fin despertó, Salvador emitió un fuerte quejido y, al incorporarse en su estrecha  cama, secó el sudor de su frente mientras daba gracias a Dios por que aquello no había sido  más que una pesadilla. Mientras recobraba su compostura trataba de interpretar lo que había soñado, pero solo recordaba que en la angustiosa visión se hallaba él mismo protagonizando una frenética huida por los corredores de un museo abandonado. Las más hermosas y reconocidas pinturas que hubiese visto adornaban los muros agrietados y cubiertos de humedad.

Él, por su parte, sin poder detenerse para admirar aquellas afamadas obras de arte, debía continuar con su impetuosa fuga, pues unos pasos demoledores se le aproximaban vertiginosamente. No sabía quién le perseguía y mucho menos por qué razón, pero en las irracionales leyes de su sueño debía correr sin detenerse. Por fin llegó a una enorme galería, en la cual solo había un lienzo con marco de oro en el fondo de la habitación. La representación pictórica plasmada en el cuadro era nebulosa y compleja. Apuró entonces sus pasos hacia la misteriosa imagen con el fin de descubrir su intrigante contenido, pero cuando se encontraba a mitad de su trayecto, de súbito, un velo oscuro cayó desde lo alto de la cúpula del edificio, cubriendo por completo la enigmática obra  mientras los pasos se escuchaban con más claridad. Esta vez, sin embargo, parecían ser los pasos de una mujer provista de finos y agudos tacones. Retumbaban en su mente cada vez más cerca, y más cerca, hasta que finalmente parecían estar sobre sus hombros. Con un gesto de trémula confusión cerró los ojos y cubrió la cabeza con sus manos, esperando que ocurriese la tragedia.

En ese momento preciso había despertado sin conocer la figura plasmada en el lienzo y sin saber quién le perseguía. Encendió la luz de la lámpara junto a su cama, tomó un poco de agua y meditó por unos segundos en lo que había soñado. No era extraño que un pintor como él, dedicado a su arte por más de diez años, soñara con pinturas, museos y demás. Aún así, el cuadro abstruso y esquivo nunca había aparecido en sus ensoñaciones y, mucho menos, en medio  de circunstancias tan atípicas como aquella ilógica persecución. Sin embargo, lo que más le desconcertaba eran los pasos que tanto lo habían asustado. ¿Por qué el andar que parecía ser atronador y propio de un guerrero bárbaro resultó ser solo el de una dama seguramente inocua?  Y más preocupante aún, por supuesto, le resultaba el hecho de que aquellos pasos, los de una mujer acicalada, y sin duda inofensiva, le hubieran causado aquel terror desmesurado a un hombre como él, de casi treinta años de edad.  En medio de sus cavilaciones, Salvador creyó escuchar nuevamente los ágiles pasos de agudos tacones, pero esta vez mucho más reales, justo en la solitaria calle donde se encontraba su casa. De un salto salió de su cama y buscó la ventana de su alcoba para poder ver la singular dueña de aquellos pasos que a media noche transitaba por un lugar solitario e inhóspito como aquel. Sin embargo, desde allí solo pudo divisar la oscuridad de la vía y unas cuantas gotas de rocío que se escurrían por el cristal.  Un sobrecogedor silencio se había apoderado de la noche y el sonido de los pasos fue aún más estremecedor cuando cesó.

Durante toda la noche Salvador no dejó de pensar en su extraño sueño y en los pasos que había escuchado desde su alcoba. Una y otra vez se levantó de su lecho y se dirigió hacia la ventana con el fin de averiguar si en medio de aquella soledad podría encontrar alguna señal o indicio que le demostraran que el sonido de aquellos tacones no era una de sus tantas alucinaciones, las que según su madre no le permitían madurar y vivir en paz. Finalmente la luz de la aurora le tranquilizó, de modo que así pudo dormir de nuevo, resguardado por el sol que le ponía fin a su agónica noche. Cuando por fin había logrado conciliar el sueño, entonces nuevamente se encontró en medio de una escena recreada en su mente  y  en la que coincidencialmente no dejaban de escucharse los aterradores pasos. En esta ocasión todo ocurría en el gran salón de una biblioteca. Una muchedumbre de pequeños que no sobrepasaban los diez años se disponía a escuchar con atención la lectura que él mismo haría de dos o tres capítulos de Los miserables, de Victor Hugo. Una hermosa y joven mujer, que parecía ser la maestra encargada de los infantes, le miraba con expectación y con cierta coquetería. Le pidió cortésmente que empezara la lectura, pero en el momento en que acercó el libro a sus ojos Salvador percibió con asombro que no era capaz de enfocar correctamente las líneas que se movían de un lado a otro y parecían huir de su mirada. Tras varios intentos fallidos por iniciar la lectura correspondiente,  quiso hablar con el fin de brindar una explicación a su joven auditorio, y sobre  todo a la agraciada maestra que le observaba con desconcierto y dando señas de encontrarse totalmente decepcionada.  No obstante, cuando iba a emitir su primer fonema, el sonar de los malignos pasos le impidió hacerlo, de modo que se limitó a contemplar a sus oyentes, meneando su cabeza en gesto de negación.  Los pequeños estallaron en sonoras carcajadas, mientras se miraban entre sí, como si no pudiesen creer lo que veían. La simpática y perturbada profesora ordenó con enfado a sus discípulos que salieran junto con ella del salón, mientras escribía con ímpetu  algunas palabras – seguramente un insulto -  sobre una hoja que lanzó con desdén a los pies de Salvador antes de partir. Él, por su parte, con vergüenza y, a la misma vez, con gran curiosidad, recogió  aquel mensaje esperando encontrar alguna virulenta alusión a su ineptitud. Sin embargo, cuando puso su mirada sobre el secreto manuscrito, tristemente despertó.

 

 


2

En las horas la mañana  el boicoteado dormir de Salvador se vio infaustamente interrumpido por los estentóreos e inoportunos gritos de su madre, que estuvo a punto de derrumbar la puerta debido a los fuertes golpes que dio sobre ella con su mano abierta, mientras llamaba con desespero a su hijo.

 “ Salvador, estás bien?” preguntaba una y otra vez la encanecida y porfiada mujer, visiblemente asustada por no encontrar respuesta a sus clamores. Los gritos finalmente llegaron a los oídos de Salvador, que a lo lejos escuchaba la rogativa voz de su madre entremezclada con el sonar de los terroríficos pasos que habían convertido su noche en la más amarga de todas. Su último sueño le había dejado completamente perplejo, pues consideraba absurdas las características del mismo. La hermosa mujer que le había despreciado, los infantes que le habían tomado por un payaso y el mensaje que jamás conocería lo perturbaron profundamente. Queriendo olvidar las irracionales circunstancias acaecidas a lo largo de la noche, y buscando desterrar de una vez por todas de  su mente aquellos pasos siniestros, había cerrado sus ojos con determinación, y tras acostarse con el rostro vuelto hacía a las sábanas del lecho, había cubierto con la blanca almohada su cabeza, procurando que aquella nube de oscuridad  le produjese un profundo sueño.

En esa misma posición se encontraba cuando el pertinaz gritar de su madre penetró en sus oídos. Con lentitud y sin abrir sus ojos, le pidió con solicitud  que en un acto de misericordia se detuviera. Ella, obedientemente, acabó con el bullicio y así Salvador tuvo un periodo de paz para terminar de despertarse. Todavía sin mirar a su alrededor giró su cuerpo, y su rostro, en dirección al techo,  bosquejó diferentes gestos que enseñaban su malestar por la mala noche que había pasado y por el incesante andar de los tacones que arremetía contra su atribulado cerebro. Suspiró con impaciencia y entonces abrió sus ojos  en busca de la realidad.

En un principio sintió una profunda irritación en sus corneas  y el panorama que  alcanzaba a ver era borroso y oscuro. Esto le parecía sumamente normal, sobre todo por hallarse en las primeras horas de una mañana que sucedía a una noche de inquietudes y desvelo. Frotó lentamente sus párpados con suavidad y nuevamente dirigió su vista al techo en busca de un nuevo diagnóstico. Sin embargo, todo continuaba siendo nebuloso en  su percepción óptica. Con preocupación se recostó sobre el espaldar de su cama, y mojando los dedos de la mano derecha con el agua que a tientas encontró servida en un vaso de cristal sobre una pequeña mesa junto a él, humedeció sus ojos con la esperanza de terminar con aquella tragedia que parecía otra de sus pesadillas. No obstante, esta vez no se trataba de un sueño.

Salió con prontitud  de su cama buscando la salida de su alcoba hacia el comedor de su casa, donde se escuchaban las voces del resto de sus familiares que desayunaban sosegadamente.  Sufriendo varios golpes a causa de los tropiezos en el camino, llegó hasta ellos y sin querer disimular el pánico que le ocasionaba su situación pidió a su madre que le ayudara. Ella, por su parte, con decoro y circunspección, le pidió que se calmara y  mantuviera compostura, ya que su padre se veía alterado por el estrépito que causaba. Le ayudo a sentarse junto a Dionisio, su hermano menor, en uno de los puestos del extenso comedor y le rogó en voz baja que mientras terminaba el desayuno guardara silencio y recato. Agregó, como simple consuelo, que rezar un poco le ayudaría a mejorar, mientras ella acompañaba a su esposo a terminar su desayuno.

Salvador, ofuscado por su inesperada situación llegó a un grado sumo de desespero al ver, o más bien al escuchar, como su familia continuaba tomando su desayuno sin inmutarse por su tragedia. Percibía a su lado los movimientos de su hermano, que deglutía precipitadamente y no dirigía la palabra a ninguno de los comensales. Sus padres, por otro lado, iniciaron una conversación completamente irrelevante en torno a asuntos que, más que cotidianos, eran insustanciales. Finalmente, en franca rebeldía e irritación, exigió literalmente a gritos que se le diera algo de atención.

-         Qué le pasa a este imbécil? – preguntó su padre con molestia,  levantando la voz.

-         Tranquilo, Adolfo. – interpeló su esposa – solo está algo nervioso; parece que amaneció con un problema en sus ojos.

-         Problema? – interrumpió Salvador con aguda voz – esto no es solo un problema. ¡me estoy quedando ciego!

-         ¡Ya te he dicho que no interrumpas cuando hablamos! – gritó Adolfo, el padre de Salvador. Nunca empleaba un tono amable al dirigirse a su familia, en especial a su esposa. Terminó su desayuno y con voluntaria indiferencia se levantó de la mesa y salió de su casa, sin siquiera decir una palabra de agradecimiento o cortesía a su familia.

La mañana estuvo cargada de reconvenciones para Salvador de parte de su madre. Mientras le daba de comer como a un bebé debido a su repentina incapacidad,  le rogó con vehemencia que no provocara a su padre, ya que no quería tener que soportar sus reproches y disgustos. Valiéndose de algunos remedios domésticos, trató de curar el trastorno visual de Salvador, quien anunciaba con preocupación la celeridad en el desarrollo de su afección, ya que el paso de las horas, a diferencia de lo que su madre aseveraba, solo había empeorado su situación.

Para las horas de la tarde su problema había degenerado en una ceguera total. No podía creer que aquella pesadilla absurda de la maestra, la mofa de los rapaces y su incapacidad para leer hubiese sido una premonición de semejante tragedia. La incertidumbre que le habían provocado los sueños la noche anterior no se podía comparar con el dolor y  la aflicción de encontrarse completamente ciego y consciente de haber recibido una advertencia, aunque esta fuese simbólica.

Entrada la noche la familia se reunió a tomar la cena como de costumbre. El comer juntos y siempre a las siete de la noche en punto era uno de los mandamientos impuestos por el “general Adolfo”. En realidad el padre de Salvador sí había sido un militar en los años de su juventud. Sin embargo, solo alcanzó a ser un sargento debido a su prematura desvinculación del ejercito por insubordinación a sus superiores. Era un hecho que tenía problemas para aceptar la autoridad ajena, pero muy buena voluntad para regir, como lo demostró la educación estricta y casi tiránica que dio a sus dos hijos. La severidad y el rigor de su carácter eran conocidos incluso  por sus vecinos que en tono amistoso le llamaban “general”, apelativo que él agradecía en sumo grado, aunque no lo  manifestara verbalmente.

La mesa estaba servida. Salvador y Dionisio, juntos como siempre, se hallaban sentados y sin decir una palabra. Su madre, frente a ellos, mantenía su cabeza inclinada y también guardaba silencio. Finalmente, el “general” apareció en el comedor y se sentó sin saludar a nadie. Juntó sus manos con reverencia y en voz alta pronunció una oración escueta y mecánica. Acto seguido inició la ingestión de sus alimentos, dando así la señal de que entonces los demás podían empezar a hacerlo también. Salvador, queriendo evitar accidentes, se limitó a tomar un poco de agua durante la presencia de su padre en el comedor. Cuando este se levantó, pidió a su madre que le brindara su asistencia para poder comer algo.

 Aún comía Salvador, auxiliado por su madre, cuando a la puerta llamaron con timidez.

- Deben ser Roberto y Margarita - dijo él. Roberto era su gran amigo de infancia, y su acompañante, Margarita, era una hermosa periodista que había llegado a la vida de Salvador un año atrás, convirtiéndose en su prometida.  Esperaron que anocheciera para visitarle, concientes de la acritud y escasa hospitalidad  de don Adolfo.

Tras saber lo ocurrido, Roberto animó a su compañero diciéndole que solo era un daño temporal y que pronto se recuperaría. Le comentó algunas anécdotas de conocidos suyos a los que les sucedió exactamente lo mismo y que ahora se hallaban perfectamente. Ahora bien, en cuanto a lo de sus premonitorios sueños, acompañados de misteriosos pasos, se mostró bastante incrédulo.

-         “No tiene sentido, Salvador. ¿Cómo vas a saber por sueños lo que sucederá? – le dijo con escepticismo.

-         Eso se llama oniromancia – dijo Margarita, sentada muy cerca de Salvador, aunque parecía estar distraída.

-         Y tú crees en eso? – preguntó Roberto

-         Por qué no?- dijo ella

-         Pues por que es absurdo – replicó él. Guardó silencio un instante y entonces agregó – Salvador, yo no dudo que seas un gran pintor y que seas mi amigo, pero también reconozco que eres algo obsesivo. Esto es solo una enfermedad pasajera; no inmiscuyas al destino o a tus sueños.

-         Roberto – dijo entonces Salvador – yo no he dicho que sea un adivino. Solo te estoy contando lo que me pasó. Por favor créeme; por algo eres mi amigo.

-         Soy tu amigo – dijo Roberto -  y mañana te llevaré al médico si lo deseas, pero no me pidas que te crea que ahora sueñas las cosas que están por suceder.

-         Yo si te creo – dijo frívolamente Margarita que, como es obvio, no tenía inconveniente en interrumpir a los demás.

Un silencio momentáneo ofició como mediador entre los dos amigos que incómodos con la discusión, y con las interrupciones de Margarita, querían quedar en buenos términos antes de despedirse.

-         No importa si te creo o no. - concluyó Roberto - Mañana iremos al hospital y veremos cómo sigues.

-         Yo también voy con ustedes – dijo Margarita.

-         Gracias, de verdad. – dijo Salvador en medio de suspiros – ustedes son lo únicos en quienes puedo confiar. Amor, mañana, si estoy mejor, podemos hablar. Qué querías decirme?

-         No importa – dijo ella -  después lo hablamos.

Ya era casi media noche. Tras despedirse con ternura de su amado, Margarita salió del estudio e intercambió unas palabras con Dionisio que acababa de llegar a su casa en estado de embriaguez y con torva apariencia. Roberto se despidió de su amigo y le pidió que conservara la calma y que, por supuesto, contara con él. Mientras salía iba diciendo a Salvador que no pensara más en aquellos sueños, y en tono jocoso dijo antes de cerrar la puerta:

-Y si es verdad que te sueñas el futuro, entonces sueña conmigo y con mi hija. Pero, por favor, que sea algo bueno, sí?

 

 


3

Salvador y Roberto, sentados en un amplio sofá de color rojo, hablaban sosegadamente. Roberto tenía a su hija recostada sobre el mueble y le hablaba con cariño y ternura extremos. Salvador la miraba con dulzura y encanto. Entonces dijo a su amigo:

-         Tiene unos hermosos ojos, verdad?

-         Si, son hermosos. – dijo Roberto – Lástima que se vayan a apagar tan pronto.

-         Qué? – preguntó Salvador – ¿De qué estás hablando?

-         Mi niña se me va, Salvador. – dijo – Se me va y no puedo impedirlo. – al decir esto, Roberto estalló  en llanto. Las lágrimas brotaban con profusión de sus paternales ojos.

Entonces Salvador trató de consolarlo y quiso ayudarle a salvar a su hija, pero todo estaba dicho. La pequeña moriría sin que pudiera hacerse cosa alguna.

¿Sabes qué es lo peor? – preguntó Roberto - Que ella lo sabe, y al irse me regala una sonrisa. -  Entonces Salvador buscó con sus ojos  a la criatura y  vio como esta le sonreía a su padre. Roberto, a su vez, al ver la sonrisa de su hija sentía un nuevo dolor, mucho más profundo y desolador que el precedente. Entonces le rogaba que no se fuera, pero ella le sonreía de nuevo. Así, cerrando sus ojos y obsequiándole un gesto de dicha a su padre, la pequeña se durmió una vez para siempre. 

Salvador no pudo contener sus lágrimas. Abrazó fuertemente a su gran amigo, que en ese momento se apartó de su lado y con vigorosa voz le gritó : “¡despierta ya!”

De modo que despertó súbitamente y pudo notar que todo era un sueño. La vigorosa voz que le había ordenado despertar era la de su padre, que molesto por encontrarle aún en su cama pasadas las siete de la mañana había irrumpido en su alcoba, le había mojado el rostro con agua fría y había acabado con su sueño por medio de irrepetibles denuestos. Salvador, aún obnubilado por el sueño y con su ceguera persistente, solo alcanzó a escuchar las injurias de su padre que le amenazó con echarle fuera de casa si no le obedecía de inmediato. Ofuscado por el intempestivo ataque de su progenitor y humillado por los insultos de este, Salvador prefirió guardar silencio. Era realmente degradante que un hombre de su edad se viera obligado a soportar aquel trato indigno, pero sus condiciones económicas y su carácter inestable lo habían llevado a continuar siendo dominado y agredido por aquel ex-militar desaprensivo.

Cuando la injusta diatriba concluyó, Salvador, aún guardando silencio, percibió por su oído lo que hacía su padre. Escuchó sus pasos atronadores desplazarse por la alcoba, el abrir y cerrar de gavetas, que puso de manifiesto el allanamiento al que se le sometía, y nuevamente el sonido de sus pasos en medio de agravios y maledicencias.

Pavorosamente, aunque  las injurias se fueron poco a poco, los pasos continuaban merodeando alrededor del lecho de  Salvador y discurriendo de un lado a otro en su habitación. Se sintió más solo e indefenso que nunca y solo pudo clamar a su madre por ayuda. Había reconocido los pasos que amargaron sus últimas horas y entonces recordó la indeleble relación entre ellos y el fatídico cumplimiento de las desgracias recreadas por su mente en sueños. No pudo evitar que a sus pensamientos llegara la ruinosa visión de Roberto, su gran amigo, llorando desconsoladamente al perder a su hija en medio de las risas fraternas que esta le dejaba como último recuerdo.

Finalmente su madre acudió con presteza para auxiliarle, y tras verle más calmado le refirió una llamada de su amigo Roberto que lo solicitaba con urgencia. Al comunicarse con él, Salvador estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento al escucharle decir que su hija se encontraba en grave estado de salud e internada en el hospital. No quiso hablar a Roberto de lo que había soñado por miedo a la reacción de este y buscando no preocuparle más. Sin embargo, para él ese sueño tenía un profundo y aterrador significado. Su vida, y por extensión la de los suyos, estaba supeditada a lo que ocurriera en su cerebro durante las horas de sueño. Esto le atormentaba demasiado, pues más que sentirse vinculado a la desgracia de su amigo, se creía el directo responsable.

Horas más tarde Salvador, acompañado por su prometida, llegó hasta el hospital donde se encontraba internada la hija de Roberto. Con tono agitado y angustioso inquirió sobre el estado de salud de la pequeña, recibiendo como respuesta los fuertes lamentos y preocupaciones de su amigo, que parecía imposible de consolar. El día transcurrió en medio de un silencio que exacerbaba la conciencia de Salvador, quien a pesar de hallarse impelido a exhortar a su amigo a mantener la calma no podía olvidar su terrible visión. Esta vez Margarita se abstuvo de interrumpir la conversación de los dos compañeros, seguramente impresionada por la gravedad que emanaba del rostro de Roberto y las expresiones que este empleaba para describir su profundo dolor. Cuando tuvieron que partir del hospital, Salvador, visiblemente compungido, pidió perdón a su amigo, aunque este no entendiera la razón de aquel proceder. Acarreado por Margarita, Salvador llegó hasta su casa, exhausto y avergonzado de causar tantas molestias a su amada. Nuevamente la conversación que tenían pendiente se debió aplazar, por obvias razones, y tras dejar a su afligido pintor sentado en un cómodo sillón, Margarita partió hacia su casa.

Una vez en su estudio Salvador pudo sentir al fin la paz que aquel lugar le significaba. Era su único refugio, y como una cueva lejana y recóndita, la empleaba como escondrijo ante los ataques de su padre, quien, entre otras cosas, siempre consideró un desperdicio facilitar una enorme habitación para las invenciones de su hijo, que a su juicio solo era capaz de componer “mamarrachos”. En medio del silencio que le rodeaba, reflexionó en la gravedad de su problema. Recibir aquellas peculiares advertencias de las desgracias que le acaecerían no era en sí una ventaja, pues todo ocurría sin  que él pudiese intervenir. Su amigo se hallaba al borde de la locura, y él no podía hacer nada para remediar eso. Su ceguera intempestiva se había hecho insoportable, y aún no se acostumbraba a perder su sentido más preciado. La fragancia de su estudio era sumamente real e intensa. Podía sentir en sus manos el fino instrumento con el que plasmaba en exquisitos lienzos lo más acendrado de su abatido ser habituado a la punición. Imaginó las más hermosas figuras, los colores vívidos y sugestivos y las solemnes pinceladas finales que enmarcaban la conclusión de un cuadro único; una excepcional representación de lo que descansaba en su alma. Entonces el aire se llenó de un espléndido aroma que evocaba la gloria, y Salvador, aún con gotas de dolor en sus ojos, escuchó melancólicos suspiros que volaban por la habitación hasta llegar a sus oídos. Entonces, conmovido por la angustia que brotaba de aquel llanto, y atemorizado por la repentina impresión de no estar a solas, dijo con voz trémula:

-         Quién está ahí?

-         Soy yo. – contestó una voz agotada. En ella Salvador reconoció entonces a su madre, de modo que quiso indagar sobre su presencia en la estancia.

-         Qué haces acá?

-         Nada, solo estoy pensando. - dijo ella y entonces secó sus lágrimas con un pañuelo que arrugaba fuertemente con sus manos.

-         Por qué acá? – preguntó Salvador, confundido por las irregulares circunstancias.

-         No sé – contestó ella – tal vez por que me siento más calmada estando aquí. – Entonces, percibiendo en la voz de su madre un gran dolor, él preguntó:

-         Y por qué lloras? Qué paso?

-         Nada, no es importante. – dijo ella, y entonces agregó – solo quería pensar un poco, pero no te preocupes que ya me voy.

-         No, yo no quiero que te vayas. – interpeló Salvador con tierna voz – Es más, si algo quiero ahora es hablar contigo. - Al escuchar estas palabras, las lágrimas de la abnegada y sufrida mujer se vieron escindidas entre el dolor y la felicidad.

Se acercó entonces a su hijo y refirió a este la causa de su llanto. Resultó que algunos minutos antes del arribo de Salvador, había estallado en casa una discusión entre Adolfo y Dionisio, algo que ya era muy normal, pero que en esta ocasión se había desarrollado en medio de características mucho más graves que habían llevado la relación a un punto álgido. Dionisio, embriagado y herido por los agravios de su padre resolvió enfrentarse a este, incluso recurriendo a la fuerza física, la cual, en su caso, fue insuficiente, ya que Adolfo aún se conservaba vigoroso y debido a su entrenamiento no tuvo problemas en controlar a su hijo y mucho menos en darle una paliza antes de echarle fuera de casa. Por si fuera poco, la había emprendido también contra ella, debido a su intervención para salvar la vida y la dignidad de su hijo.

Salvador, aunque estaba familiarizado con  aquellos actos del “general”, se conmovió profundamente al escuchar la voz de su envejecida madre  desahogarse como nunca antes lo había hecho. La impotencia de no ayudarle debido a su estado y la preocupación por la suerte de su hermano lo agotaron en cuestión de segundos. Sabía que Dionisio no andaba por buenos pasos. Se había alojado  en el alcohol como reacción ante la supresión que su padre había ejercido sobre ellos y su madre desde hacía años. Ahora, frisando los veinticinco años, había buscado refugio en la disolución y el vicio, influenciado por algunas amistades licenciosas que le ponían en peligro constante.

Ayudado por su madre, que ya se encontraba en mejores condiciones, Salvador llegó hasta su cama, donde intercambió unas palabras más con ella. Se vio tentado a contarle lo que le ocurría, pero estaba seguro que no lo tomaría en serio. Desde muy niño había sido acusado por su familia de fantasear constantemente, e incluso llegaron a pensar que había perdido el juicio. En más de una ocasión atribuyó características trágicas u ominosas a situaciones sumamente normales y acusó desde siempre un carácter obsesivo y maníaco. El paso de los años, y el régimen al que le sometió su padre solo sirvieron para sumirle en la inseguridad y el  miedo. Cuando por fin se encontró a solas notó que el sueño empezaba a abatirle. Pensó en su madre, en su hermano y en su amigo Roberto. Obviamente, no pudo dejar de pensar en él mismo y en su actual condición. Con franco temor e inquietud por lo que pudiese ocurrir durante la infausta noche, permitió a su ser adentrarse en un  descanso más: nuevamente viviría la ineluctable lucha contra sus propios sueños.

 

 


4

Lo primero que hizo al despertar el día siguiente fue gritar con todas sus fuerzas el nombre de su hermano. Dionisio era para él mucho más que un simple hombre entregado a los placeres del mundo, no solo por ser su hermano, sino también su compañero de padecimientos y vejaciones impartidas por el “general” Adolfo. Desde la más tierna edad habían compartido el terror que les causaba el arribo de su padre a casa, y solo el poder contar el uno con el otro servía de esperanza ante el pavor que les causaban los desmesurados castigos y admoniciones de aquel. En verdad, Salvador amaba a su hermano, y el presente de rebeldía y desenfreno de este le preocupaba, ya que su hedonista búsqueda de libertad lo había llevado a comportarse con frialdad y desdén para con todos, incluyéndolo lamentable  a él.

Sus estruendosos requerimientos por la suerte de Dionisio obedecían al impacto que le había provocado un dantesco sueño que acababa de terminar, pero que jamás olvidaría por su matiz desquiciado y perverso.  En lo mas alto de un elevado y arcaico edificio se ubicaba un departamento en el cual Salvador podía apreciar una particular escena de discusión entre sus padres. Aunque veía y escuchaba todo con plena claridad, no participaba él mismo en la escena. Su padre, ataviado con un espléndido e impecable traje militar, se dirigía encolerizado a su esposa, haciéndole  todo tipo de reproches y amenazándola enérgicamente. Por su parte, la mujer se veía decaída y achacosa. Sus evidentes canas y arrugas, aunadas a sus anquilosadas extremidades, le hacían lucir mucho mayor que su esposo, quien mantenía un porte gallardo y vigoroso. En su robusta y áspera mano derecha el “general” Adolfo sostenía una fusta que movía de lado a lado y con la que daba fuertes golpes sobre el suelo, produciendo intimidantes chasquidos que asustaban a sus interlocutores. Junto a él se encontraba, inclinado y hecho un manojo de nervios, su hermano Dionisio, a quien Salvador observó con gran impresión. Aunque su rostro era exactamente el mismo, su cuerpo era completamente diferente. Una manta de color café oscuro se descolgaba por unos hombros amorfos, en medio de los cuales sobresalía una asombrosa joroba, que junto al arrastrar de sus pies y a la exclamación de algunas frases incomprensibles lo convertía en un monstruo repulsivo.

El “general” Adolfo asestó dos golpes sobre el desdichado que se hallaba a sus pies y entonces empezó a gritar a su esposa con tono airado. Salvador trataba de intervenir en beneficio de su madre, pero no se le había concedido participación alguna en medio de la visión. Los insultos del militar agresor hacían referencia a las molestias que le ocasionaba Dionisio, a quien se dirigía en términos denigrantes y referentes a su penosa malformación. Su madre, a su vez, trató de excusarse haciendo a Dionisio el responsable de sus propios actos y empleando de igual modo expresiones que reflejaban desprecio por su propio hijo. En medio de la riña Salvador contempló a su hermano escondido debajo de aquella lúgubre manta, observándole con ojos desdichados. Entonces vio que una lágrima cayó por su mejilla, y contempló conmovido cómo le hacía una señal de despedida con su mano, tras lo cual se levantó y dio unos pasos hacia atrás. Los dos padres contendientes, embebidos en su riña, no pudieron notar el abandono de su hijo que lentamente se dirigió al balcón sin que alguien pudiese detenerlo. Caminó reflexivamente y se posó en la barandilla, mientras observaba con frustración el andar de las gentes muchos metros debajo de sus pies. Entonces la luctuosa y sobrecogedora escena terminó cuando, en medio de los gritos de sus padres, Dionisio se apoyó en la baranda y saltó al vacío en busca de una súbita conclusión a su dolor. Al instante Salvador quiso gritar a su hermano, pero no pudo. Entonces intentó de nuevo, con mucha más fuerza, y fue ese el preciso momento en que despertó, gritando el nombre de Dionisio.

Su madre acudió prontamente. Salvador, cubierto en sudor, preguntó una y otra vez por la suerte de Dionisio. Ella, procurando tranquilizarlo, le dijo que su hijo seguramente se encontraba en su alcoba, y si no era de ese modo, no tardaría en llegar, pues tras la discusión con su padre se había ido, como de costumbre, a beber con sus amigos. Él asustado pintor preguntó a su madre si ella también escuchaba unos pasos dentro de la estancia, pero esta, convencida de que su hijo había perdido el juicio mucho tiempo atrás, le rogó que se durmiera de nuevo y que más tarde recibiría el desayuno en su cama. La condescendiente y, a la vez, indiferente respuesta de su madre convenció a Salvador de la poca importancia que tenían sus problemas para toda su familia. Los tacones finalmente desaparecieron de su cabeza, pero sus pensamientos no se alejaban del posible destino de Dionisio.

El resto de aquel día Salvador lo pasó con Roberto y con Margarita en el hospital. A pesar de su propia tragedia,  Roberto no dejaba de preocuparse por su amigo, ya que había transcurrido un buen tiempo desde que este había perdido la visión, y no había la más mínima señal de que pudiera recuperarla. Esta situación, por supuesto, también agobiaba a Margarita que no encontraba el modo de complacer a su novio en semejantes circunstancias. Reunidos en la cafetería del hospital, los tres hablaban mecánicamente sobre la salud de la pequeña hija de Roberto, que se mantenía estable, pero no daba síntomas de mejorar. Margarita, a pedido de Salvador, fue a llamar a casa de este con el fin de averiguar cómo estaba todo. En ese momento, los dos hombres se encontraron a solas y pudieron sostener una conversación que había sido aplazada por cuenta de Salvador.

-         Oye Salvador – dijo Roberto trémulamente – Siento mucho haber dicho que eras obsesivo y no creer lo de tu ceguera. No quise ofenderte, pero veo que ya ha pasado suficiente tiempo y esto continúa. Conozco varios médicos del hospital que podrían ayudarte. Si quieres, hablaré con ellos.

-          No te preocupes, amigo. – contestó Salvador, recostando su mano sobre el muslo de Roberto con el fin de tener algún contacto que atenuara su ulterior declaración. -  Yo si tengo que disculparme contigo y confesarte algo.

-         De qué se trata?

-         Mira, yo sé que no me crees lo de mis sueños y premoniciones, pero ...

-         ¡Ah, ya olvídalo! – interrumpió Roberto – no tiene importancia, y si es necesario te creo.

-         Déjame explicarte, si? Recuerdas que al salir de mi casa dijiste en broma que soñara contigo y con tu hija?

-         Sí, y qué?

-         Pues que sí soñé con ustedes.

-         Ya basta, Salvador. No juegues conmigo y menos con mi hija.

-         Es cierto, Roberto. Tuve un sueño terrible contigo y con tu hija.

-         ¡ Cállate! – diciendo esto Roberto alejó con violencia a Salvador que trataba de asirse de sus prendas a tientas.- No te permito que inmiscuyas a mi pobre hija en tus alucinaciones esquizofrénicas. Mejor olvidémoslo y ... y creo que es mejor que te vayas a casa.

-         Solo te pido que me escuches,  y si quieres no volvemos a hablar. He tenido sueños muy extraños. Lo que te dije sobre el museo y los tacones que me perseguían era cierto. No he dejado de escuchar esos pasos cada vez que me despierto. Además soñé que perdía mis facultades ópticas y, mírame, estoy completamente ciego. – hizo una breve pausa y entonces continuo con el punto más álgido de su discurso – Hace unas noches soñé que tú y yo estábamos junto a tu hija, y, sin más ni más, me dijiste que ella estaba agonizando.

-         Ya te pedí que te callaras – dijo Roberto tomando su cabeza con ambas manos.

-         Lo peor de todo es que ella empezó a sonreír, y finalmente ... en medio de tu llanto y su sonrisa ... murió.

-         Estás completamente loco, Salvador. – murmuró Roberto – no pienses que voy a creer esa historia tan estúpida. – Sin embargo, para sus adentros dio virtud a aquella historia, sobre todo por la pasión con que su amigo se la refirió.   

Sin perder el hilo de su confesión, Salvador, en un tono más sereno, contó a Roberto su última visión, la cual le hacía pensar que Su hermano se hallaba en problemas. Describió la escena entre lágrimas y con tantos detalles que su compañero llegó a visualizarla e incluso trató de interpretarla. Cuando todavía hablaban, apareció Margarita y, lacónicamente, dijo a Salvador:

- Dionisio ha desparecido.

 

 


5

Presa de la frustración y el terror por la intrincada y peligrosa situación en la que se hallaba, Salvador salió del hospital sin rumbo alguno y sin decir una sola palabra. Margarita le acompañaba con lástima e incomodidad por no poder reconfortarle. Sentados en la banca de un parque pasaron casi dos horas en total silencio. Ella quiso consolarlo diciendo que seguramente Dionisio aparecería de un momento a otro. Incluso intentó hablarle de otros temas, pero no obtuvo respuesta alguna. Hastiada por la frialdad de su novio y sintiéndose completamente ignorada, rogó a Salvador que le permitiese llevarle a casa, pues estaba muy agotada. Él se limitó a contestarle adustamente que no la necesitaba y que podía retirarse cuando ella tuviera a bien hacerlo. De modo que la indignada mujer le dio un insípido y poco romántico beso de despedida y se marchó, dejándole solo, aunque estaba por caer la noche.

Salvador pasó horas llorando y maldiciendo, lamentándose por no poder llevar una vida normal, no poder ver a sus seres queridos ni poder cuidarles y ni siquiera poder soñar. La plúmbea carga que se le había encomendado, según la cual la suerte de los suyos dependía de lo que ocurriera en su mente cada noche, le agobiaba sumamente, pues era indeseada y  excedía su capacidad para controlarla. Se juró no dormir de nuevo, para así poner fin a su tragedia.

Cayó la noche por fin, y Salvador, como es obvio, no pudo notarlo por que el cielo se hubiese oscurecido, pero sí por el silencio sepulcral que invadía las calles y por el frío que lo atería. En varias  ocasiones sintió el deseo de sumergirse en sueño profundo, pero su nueva determinación y el pavor de causar otra desgracia lo obligaban a permanecer despierto.

En medio de la arboleda ubicada en un rincón del solitario parque se encontraba una humilde barraca, desde la cual un guardia, apercibido de cobijas, café y un radio descompuesto y casi inoperante, vigilaba el pacífico jardín. Vio entonces a lo lejos a Salvador, tristemente sentado en el estrecho banco con su rostro inclinado hacia abajo y tiritando de frío. Pasaron las horas y el intrigado centinela no dejaba de observar a aquel hombre, que evidentemente no dormía, pero que, yerto a causa del glacial aire nocturno, conservaba una postura atónita y casi exánime. En esa misma posición, para sorpresa de su único espectador, se mantuvo Salvador el resto de la noche. Cuando por fin el sol hizo su majestuosa  aparición, el pobre hombre se  hallaba aún con su cuerpo inclinado y con su semblante emanando aquel espíritu ensimismado que ni siquiera le impelía a secar sus lágrimas. Los pequeños habitantes del barrio llegaron al paradisíaco lugar a divertirse con sus amigos. Muchos pasaron por su lado, pero ninguno se detuvo para hablarle una sola palabra; era como si él no existiera, o como si fuese solo un triste fantasma entre tanta felicidad.

Preocupado por aquel desborde de autismo y aflicción, el guardia quiso acercarse a Salvador para indagar por la causa de su conducta. Al acercarse podía notar con más claridad la inercia de aquel cuerpo desgarbado que no parecía tener la más mínima expresión de vida. Le llamó tímidamente por temor a su reacción. Al no encontrar respuesta decidió moverlo un poco y elevó el tono de su voz. Cómo aún no obtenía alguna señal satisfactoria, aunque fuese una airada protesta, lo empujó con más fuerza y emitió un fuerte gritó que afortunadamente pareció despertar al hasta entonces inmutable personaje. Notó que estaba perturbado y agotado, de modo que con paciencia le preguntó si estaba bien. Cuando Salvador trató de ubicar el tiempo y el espacio en que se encontraba, el guardia pudo notar que se hallaba impedido de sus ojos. Se ofreció para ayudarle e incluso llevarle a casa, si él lo deseaba, pero Salvador, pareciendo no escucharle, le preguntó con sinceridad si escuchaba unos pasos a su alrededor. El ya compasivo centinela, convencido de que se trataba de un hombre alcoholizado, le dijo que se tranquilizara, que no había nadie junto a él y que no se escuchaba absolutamente nada.

Las afirmaciones del guardia buscaron apaciguar los ánimos de Salvador, pero lejos de lograrlo, lo preocuparon mucho más, pues él comprendía que el sonar de los implacables pasos al despertar solo podía significar una tragedia para él. Se reprochó el no haber cumplido con su objetivo de velar el resto de sus días, y mucho más al percibir que no pudo cumplir con su voluntad ni siquiera una sola noche. Seguramente había sucumbido al sueño en las horas de la madrugada, cuando perdiendo la conciencia de sus actos había dejado de sentir frío o pesar.

Ayudado por el servicial y amable guardia, Salvador emprendió el camino a su casa. Estaba paralizado de terror al pensar en lo que pudiese suceder cuando llegara a su hogar. No obstante, su máxima preocupación surgió al querer recordar infructuosamente su última visión. Sabía que los pasos que sucedían a sus sueños eran una prueba franca y resuelta de que estos se cumplirían de algún modo. Sus horas tratando de luchar por mantenerse despierto solo habían servido para aumentar su agotamiento, por lo cual su dormitar se había hecho lo suficientemente pesado como para no tener, al despertar, conciencia alguna de lo que había transcurrido en su mente durante ese periodo de tiempo. A medida que se llegaba el momento de encontrarse con su familia, padecía enormes dolores al pensar en las noticias que podrían tener para él. Se había preparado mentalmente para afrontar una nueva desgracia.

¿Cómo se encontraría la encantadora hija de Roberto? ¿Habrían encontrado el cadáver de Dionisio o estaría también en algún frío hospital? ¿Cómo se encontraban sus padres? Tales preguntas acudieron a su mente inevitablemente. Lo que más le perturbaba era el estado de su madre. Era a quien más quería en el mundo y no soportaría que aquellos tacones que revolotearon por su mente fueran la anunciación de una desgracia para ella. Lo que más deseaba al cruzar por el antejardín de su casa era que su madre fuera quien abriera la puerta y así comprobar que por lo menos ella se encontraba bien. Sin embargo, desgraciadamente para él, fue el “general” quien abrió. Al ver a su hijo acarreado por el guardia del parque, imaginó que se encontraba completamente borracho, de modo que descargó un par de insultos sobre él. No obstante, el agraviado  no le dio la más mínima importancia; solo le interesaba el estado de su madre.

En medio de los gritos del “general” Salvador alcanzó a percibir la algazara que causaba su progenitora al verle regresar. Entonces sintió un gran alivio al escuchar su voz suave que se acercaba a él y le reclamaba por las horas de sufrimiento causadas. El guardia dio una breve explicación de los hechos, y tras recibir una cuantiosa recompensa monetaria por parte de la mujer se despidió con afectada cordialidad, seguro de querer ayudar a todo ser humano que se cruzara por su camino. Salvador, aferrado a su madre, llegó hasta su estudio, donde intentó  averiguar por algún suceso extraordinario que hubiese ocurrido en las últimas horas. Ella  ignoró sus preguntas, y al escuchar los clamores de Salvador puso sus ojos en blanco condescendientemente y le pidió que durmiera un poco, algo que seguramente no sucedería.

Dionisio aún no aparecía, la visión de Salvador no mejoraba y era imposible dejar de inquietarse por lo que podía haber soñado  la noche anterior en la fría banca del parque. Trató de recordar algo, pero fue inútil. Al final de la tarde Roberto llegó a su casa y quiso hablar en privado con su amigo. Lo primero que tuvo que aclarar, ante los desesperados ruegos de este, fue la estabilidad de su hija, que seguía interna en el hospital, pero sin dar muestras de agravarse. Se sentó junto a Salvador y con escarceos y anfractuosas preguntas abordó el tema de las premoniciones. Después de obtener algunas respuestas someras y poco elaboradas, tomó la mano de Salvador y delicadamente puso en ella un  papel, que por supuesto no significaba nada para este a menos que se le diera una explicación o se le hiciera saber su contenido. Cuando Salvador quiso saber a que se debía la inexplicada entrega de aquel impreso,  Roberto, con voz acongojada, respondió a su pregunta: era una carta de Margarita.

En ese momento, como por arte de magia, el esquivo sueño de Salvador  apareció en su mente con meridiano realismo. Se vio a sí mismo en medio de un inmenso campo cubierto de coloridas flores que hermoseaban el paisaje. Caminaba lentamente, con su mirada puesta en le suelo, tratando de encontrar su propia flor. Por fin, tras una búsqueda que se hizo eterna dentro de su sueño, vio resplandecer entre todas las demás, una preciosa y llamativa flor, con el centro amarillo y diáfanos pétalos blancos. Era la más bella que hubiese visto en toda su vida. Se acercó rápidamente para tomarla con sus manos, pero en el preciso instante en que se iba a producir el primer contacto, un enorme búho de color como el plomo pasó junto a su rostro y arrancó la delicada flor, llevándola consigo al yermo espacio celestial. Empezó a dar vueltas en torno a Salvador, exhibiendo en su pico la hermosa flor, que enseñaba en actitud desafiante. Tras dar numerosas rondas por la  periferia, planeó decididamente de frente a Salvador, mientras este observaba estupefacto el provocador y agresivo comportamiento de la siniestra  ave dotada de unos enormes y luminosos ojos. Cada vez más cerca, el animal parecía no tener intención de detener su paso, y estando solo a unos cuantos metros del rostro de Salvador dejó caer su expolio y emitió un prolongado ululato que contenía un críptico mensaje, el cual se repitió solo dos veces antes de que el sueño terminara.

El recordar su visión le quitó de sus hombros un peso inclemente y grávido. Además, la interpretación debía ser muy clara, pues cualquiera comprendería que el sueño aludía a la pérdida de una hermosa flor, en este caso a Margarita. Sin demora, pidió a su compañero que leyera la carta para así corroborar lo que ya sospechaba. En gesto de resignación bajó su cabeza casi hasta tocar su pecho con el mentón y tras suspirar profundamente se prestó a escuchar el contenido de aquellas líneas que decían:

        Salvador:      Sé que en las presentes circunstancias será muy difícil para ti leer esta carta, pero no dudo que tu madre o Roberto te ayuden al respecto. Sé que es inconveniente el comunicarte esto por escrito y no de viva voz, pero en realidad me sentiría algo incómoda al hablarte de esto. Además, debido a tu enfermedad has estado algo distante y he preferido no perturbarte más. Por eso, sin más rodeos quiero que sepas que no nos veremos de nuevo.  En primer lugar, para cuando leas esta carta seguramente estaré fuera del país, rumbo a Norteamérica, donde emprenderé nuevos estudios. Hace un buen tiempo surgió la oportunidad, pero para no alarmarte preferí ocultártelo. Me confirmaron el viaje hace una semana, y aunque quise informártelo en varias ocasiones, fue imposible, como tú ya sabes.  En segundo lugar, debo confesarte que en nuestras últimas semanas juntos pensé mucho en si lo nuestro funcionaría, y supe que no sería así. Creo que somos muy diferentes, y estoy segura que, aún en caso de que este viaje no hubiera surgido, el noviazgo habría terminado. No es que no te quiera, sencillamente creo que tu personalidad es algo “exótica” y, por que no, obsesiva. No quiero ofenderte, pero he llegado a la conclusión que aún debes madurar un poco. Por último, y aunque sea innecesario, quiero que sepas algo más; tal vez merezcas algo de mi franqueza, ya que no tuve el valor de hablarte cara a cara. Hace tres meses conocí a otra persona. Es, de hecho, con quien viajo. Me ha propuesto buenas oportunidades y siendo sincera creo que me he enamorado. No sé cómo sucedió, y no me lo preguntes, pues los detalles suelen ofender más que el mismo hecho.  Esto es solo una explicación y una despedida, agradeciendo todos los buenos momentos y deseándote la mejor de las suertes.  

Margarita.

Cuando Roberto terminó la lectura de la carta puso sus ojos en el rostro de Salvador, con el fin de averiguar el impacto de aquellas palabras  en él. Por su parte, Salvador no dijo una sola palabra y solo se limitó a enseñar un gesto de resignación, como si ya hubiese presentido que eso ocurriría. No derramó una sola lágrima.

Roberto dio unas palmadas en la espalda a su amigo y se despidió con parquedad, tras lo cual salió del estudio, dejando abandonado y en la más absoluta soledad a aquel pintor obsesivo y soñador. Al cerrar la puerta, permaneció unos segundos con su oído sobre ella a fin de escuchar algo. Sin embargo, el silencio en aquel salón era estremecedor.

Salvador no se movió del cómodo sillón en el que escuchó la procaz y tardía confesión de Margarita. Aunque pareciese increíble, no estaba sorprendido. Sabía que, como en muchas otras ocasiones, las posibilidades de que su pareja se cansara de su particular carácter eran muy amplias. No era la primera vez que esto le sucedía. Por otra parte, la frigidez de su relación con Margarita estaba completamente asimilada por él y estaba seguro de que el momento de romper con ella no era muy lejano. Sin embargo, su reflexiva reacción, su pasmo y su silencio obedecían a la humillación que le significaba el ser engañado y traicionado de aquel modo. Si su ceguera, la enfermedad de la hija de su amigo y la desaparición de su hermano eran considerables desgracias, la perfidia de Margarita no era menos, sobre todo por que reflejaba el poco valor que él tenía a los ojos de ella. Su autoestima, como es de esperarse, se había franqueado, mancillado y derruido por completo. Ahora, aunque pareciese increíble, quería dormir profundamente. No temía ya a lo que pudiese soñar, ni le causaba ansiedad el despertar caracterizado por el sonido de misteriosos pasos. Convencido de que nada peor podría ocurrirle, se acomodó abúlicamente en su sillón y pidió al cielo que se le concediera soñar, de ser posible, con el fin de su vida. De modo que, excitado en su ser y dispuesto a todo, permitió que su alma se embarcara en un  nuevo sueño. Sus  singulares visiones no tardarían en aparecer.

  

 


6

La casa era oscura, vetusta y muchas de sus habitaciones habían sido demolidas. Las paredes, frías y cubiertas de moho, contaban ancestrales episodios mortuorios. En la planta baja se encontraba un estudio abandonado, con las ventanas desprovistas de cristales y techado con mil telarañas que evocaban la ausencia. La oscuridad y el silencio de aquella estancia solo eran truncados por la verdosa y tenue luz de una lámpara casi inservible y por el furioso ruido   de un pincel que azotaba con fuerza el indefenso y vulnerable lienzo.

Salvador era aquel apasionado pintor que plasmaba airadamente en aquella obra de arte su penoso sentir. Sudaba pletóricamente y gemía vez tras vez mientras culminaba su autorretrato, que era en realidad una viva representación de sus deseos de hallar un desahogo. En medio de su labor sintió escuchar pasos afuera del estudio; eran ágiles y estilizados, aunque no dejaban de ser aterradores. Entonces miró a través del resquicio y pudo ver una figura femenina que caminaba en dirección a las escaleras que conducían al segundo piso. Llevaba un vestido rojo,  el largo cabello suelto y  tenía una figura atractiva, aunque no dejó ver su rostro. En un absurdo estado de conciencia para estar soñando, Salvador salió del estudio en persecución de la mujer, a fin de conocer de una vez por todas la fuente de su tragedia. Subió a toda velocidad por las escaleras, pero el paso de la misteriosa dama era vertiginoso. Al llegar a la segunda planta alcanzó a ver la fantasmagórica silueta penetrar en un pasillo.

Dubitativo, pero compelido por la curiosidad y la desesperación, tomó el mismo camino. Sin embargo, mientras recorría el pasillo, notó que la figura de su intrigante  fugitiva había cambiado radicalmente. Ahora el espectro era enorme y parecía mucho más intimidante. Se escuchaban sus pasos lentos y calculados, pero aún así atronadores. Cuando estuvo más cerca percibió que no se trataba ya de una delicada mujer, sino de un varón de titánica complexión. Además, para sorpresa suya, descubrió que llevaba un uniforme militar ceñido al cuerpo y botas de cuero negro  que cubrían incluso sus rodillas. Se detuvo al ver que el hombre ingreso en una alcoba oscura y medrosa. La puerta quedo entreabierta y se escucharon movimientos en el interior del cuarto, de modo que, aún siendo presa del terror, se presto a ingresar para así acabar de una buena vez con su pesadilla.

Al entrar, vislumbró por la luz de la luna la figura de aquel hombre de colosales proporciones que, asomado  a la ventana, mantenía ambas manos  en los bolsillos de su pantalón, mientras susurraba algunas palabras tan enigmáticas como su rostro. Petrificado por la mefistofélica aparición, Salvador guardo silencio y observó  detenidamente cada uno  de los movimientos del tenebroso militar que parecía percibir su presencia. Instantes después, aquel personaje sombrío y abyecto para él, soltó una fuerte carcajada que le causo un espanto imposible de narrar. Lentamente, el hombre giró su cuerpo y tras caminar un poco se arrellanó en un sillón que se hallaba junto a un mesón que sostenía montones de libros y una lámpara  sin encender.

Salvador quería emprender la huida, aunque aquello fuese un acto cobarde. Quiso despertar también, pero le fue imposible, pues el monstruo que estaba enfrente suyo alargó su mano para encender la deteriorada lámpara, de modo que por fin se develaría su rostro. Sus intentos por gritar fueron vanos y finalmente la luz fue encendida. Entonces las pocas fuerzas de Salvador parecieron desvanecerse al descubrir que era él mismo quien ostentaba aquel uniforme y que era su propio rostro el que se ocultaba en la oscuridad de sus pensamientos. Se vio a sí mismo sonriendo sardónicamente y con desenfreno. El volumen de su risa aumentó hasta hacerse estrepitoso e insoportable.

Entonces despertó. El sudor humedeció su cuerpo entero y sus gritos esta vez fueron sentidas invocaciones  y fervientes plegarias a los cielos. Sucedió que al abrir los ojos Salvador vio luminosos destellos de luz que se hicieron más y más fuertes hasta que pudo ver con total claridad la gran belleza de sus cuadros. Observó palmo a palmo su pequeño estudio, y concluyó que no existía otro más hermoso en el mundo. Su felicidad, al fin de cuentas, no estaba solamente en haber recuperado su apreciada visión. No; su mayor dicha consistía en que, tras un nuevo despertar, en su mente solo reinaba un ingente, perdurable y apacible silencio.

FIN

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