El hombre sostenía su cabeza entre las manos vacías. Lágrimas empañaban sus ojos y caían al tosco y sucio piso de la prisión.
La humedad acentuaba el olor a orines y defecaciones, que llenaba la habitación y amenazaba con asfixiarlo.
El estómago contraído de hambre y dolor. Los codos en las rodillas y el alma junto a los excrementos esparcidos. Se sintió inundado de lo que le rodeaba, sintió como por cada uno de sus poros se transportaba aquella suciedad etérea, para envenenar lo que le quedaba dentro.
En voz baja, y como pisando una palabra con la otra, balbuceaba implorando al cielo, no perdón... si no la muerte misma. Sólo ésta podía saldar su cuenta con Dios y los hombres.
Vida por vida. Dolor por dolor.
Miró al cielo. Sabía que la única ayuda que podía obtener, vendría de allí. Trató de atravesar el concreto agrietado del techo con miradas que no subían más allá de sus cuencas.
Espasmos. Más dolor.
Ahora azotaba su pie en el piso. Se rebelaba contra su destino y los dioses que lo habían creado. Oleadas de sangre subían a su rostro en una marea intermitente. Lloraba su pena no redimida. La música de la vida empezaba a tocar sus notas más graves, las más bajas. Un réquiem de alma sucia y malherida. El continuo golpear de su pie en las baldosas le producía un dolor que ya le era ajeno e inocuo. Su gastada vida y su mente no hacían más que seguir los acordes de la música mortal que no cesaba de dejarse oír.
No, taparse los oídos no ofrecía descanso.
La sangre amenazaba con hacer reventar su cabeza.
El destino le exigía que se rindiera. Su alma le suplicaba que lo hiciese.
Vida por vida. Dolor por dolor.
Otro espasmo.
La oscuridad empezó a serle distinta, como inexistente. Extraña. Y también sus manos, sus malditas manos, que toscas y envejecidas habían causado tanto daño.
La marea se aplacó. Una especie de sopor comenzó a inundarlo por completo. El tiempo pareció detenerse. ¿ Es acaso la muerte la que se aproxima ?; ¿ Es tanta paz posible ?
Levantó lentamente su cabeza. Sus manos trataron de abrirse, liberándose de las invisibles cuerdas que las ataban. Se estremeció. Encumbró su rostro al cielo una vez más. Un aire frío rozó su mejilla y le rodeó. Luz, mucha luz. Nada existía ya a su alrededor. No más espasmos, dolor, orines ni defecaciones..., sólo la increíble paz del silencio perpetuo.
Su cuerpo, insensible y lánguido, se dejó llevar. El alma tapó sus fisuras y se elevó en grácil vuelo hacia la inmensidad.
Ahora sabía lo que era el infinito.
Vida por vida. Dolor por dolor.